Hasta mis dieciséis años, jamás llegué a acostumbrarme al olor de una cama.
Al igual que yo, papá era maestro de obras. Es curioso que ejerza la profesión que desestabilizó mi juventud: papá se movía por cortos períodos de tiempo—a menudo meses, ocasionalmente semanas—a donde fuera que le contrataran para supervisar una construcción. Como padre soltero, me arrastraba a donde fuera que estaba la carretera, puente o condominio que debía edificar, lo cual implicaba dejar atrás las pocas amistades que establecía—en una época donde los celulares y el internet no ayudaban a mantenerlas. Sospecho que, más allá de dedicarme a algo conocido, seguí los pasos profesionales de papá para probarme a mí mismo que lo haría mejor que él.
La brevedad de nuestras estadías me esculpieron en un muchacho que toleraba la soledad. La dejaba ser y entristecer mi corazón como el vecino que se resigna a sufrir el alboroto de una obra pública. Pero a esa edad poco se sabe que la pena se hospeda en uno. Tan sólo se desea—en un anhelo melancólico, pero insistente—contar con la compañía de alguien.
A pesar de que yo era la única familia de papá, él jamás fue la persona que me propiciaría esta compañía. Más bien lo recuerdo pasando la mayoría del día fuera de casa, trabajando. Y cuando llegaba de trabajar, papá se afincaba en recordarme quien mandaba en nuestros hogares de corto plazo. En una ocasión, entró a casa con el peso de una sombra; ni siquiera lo escuché abrir la puerta. El agotamiento lo guió a su cama, donde se echó a dormir sin quitarse las polvorientas ropas que cargaba encima. Tan silenciosa fue su entrada que ni me enteré de que había llegado, por lo que me puse a jugar Nintendo a todo volumen, pensando que aún tenía la casa para mí sólo.
Después de escupirle en el rostro o mentarle la madre, despertar a papá era lo peor que podías hacerle. Sin duda una terrible idea, o como él solía decir: “un maldito descuido''. Esa noche, en la que no lo escuché entrar, su enorme mano me agarró por el pelo y me jaló al suelo, donde el peso de su rodilla se acomodó en mi cuello de diez años.
“¡¿Qué hice?!” chillé, hurgando en mi memoria por la transgresión que me hacía merecedor de tener la boca llena de tostones mientras que mi cachete se hincaba en la alfombra.
“Cállate Roberto” gruñó papá. “Cállate, cállate, cállate, cállate coño”. Entres resoplidos, cada una de sus palabras lo dejaban más bravo que la anterior. Le imploré que me perdonara, explicándole que no lo había escuchado.
“Acá mando yo” me recordó. “Quién trabaja acá, soy yo. Quien no duerme, soy yo. Quien no anda pegado al televisor jugando a comiquitas, soy yo.”
Papá tenía una capacidad excepcional para repetir lo obvio. Volví a pedirle disculpas, pero los bocadillos en mi boca no me dejaban hablar.
“Traga Roberto” ordenó mi padre, sin considerar que su polvorienta rodilla comprimía el esófago por el que debía empujar mis tostones.
“No puedo-”
“Sí puedes. Dale” me dijo, en una especie de tiránico apoyo. Papá tenía razón: pude tragar. A duras penas, pero pude. Con eso se levantó y regresó a su cuarto.
“Déjame dormir” fue lo último que me dijo esa noche, y lo último que me diría por días. Aquella construcción lo forzó a continuar durmiendo sin quitarse la ropa, ni saludar a su único hijo.
No quiero dibujar una imagen lastimera: instancias como esta no eran comunes. Papá no disfrutaba ser cruel, y sólo ocasionalmente liberaba su yugo sobre mí. Más que nada, no estaba presente. Ni siquiera en las pocas comidas que compartimos parecía estar en la mesa. Su atención se extraviaba, pensando sobre semanas y meses futuros, y en cómo conseguiría los desayunos, almuerzos y cenas de entonces.
El punto de esta historia, más bien, es sobre otra instancia. Otra que poco tiene que ver con el esposo de mi madre.
Papá fue contratado para la construcción de un puente cerca de San Juan de los Morros. La obra le pareció una buena oportunidad porque, entre otros beneficios, le cubriría la renta de la vivienda en la que residimos durante su transcurso. Tan sólo eso excusaba el mayor defecto del proyecto: el viaducto se alzaría a partir de las seis de la tarde, para esquivar el calor que en el día era sofocante, pero que en la noche resultaba meramente asqueroso.
Esta mudanza se realizó a mediados de Julio, cuando los colegios estaban de vacaciones y, por ende, no tendría la oportunidad de conocer otros niños y hacer amigos (por más temporales que fueran). Así que la mayoría de mis días los pasaba en casa, viendo televisión o trepando las ramas de un samán que se asomaban por el patio del vecino, donde su perro tenía permiso de jugar conmigo. Los días eran silenciosos, largos e hirvientes. En más de una ocasión me tocó calentar sobras para almorzar. En aún más oportunidades, me tocó una mandarina o un cambur de almuerzo.
Las noches fueron otra historia. No sé si sucedió durante la primera o la segunda semana de nuestra estadía, pero me despertó apenas lo escuché.
Mi espalda estaba bañada en sudor, pero poca atención le di en ese momento. Estaba más preocupado en ver qué se movía afuera de mi ventana, escalando el árbol que me conducía al perro de al lado.
Al asomarme lo distinguí. Incluso entre las hojas, podía ver que el trepador era mi padre.
“Papá, ¿qué estás haciendo?” le pregunté.
Papá volteó a mí, y permaneció quieto por varios segundos, mirándome. Temía que, de alguna forma u otra, lo estaba enfureciendo.
“¿Estás bien?” susurré.
Sin decir ni media palabra, papá bajó del árbol y cruzó el pequeño patio hacia nuestra casa. Desde mi cama escuché como torcía y movía la manilla que abría al comedor, en el que tantas cenas silenciosas ingerí a su lado. Parecía que se le hacía difícil abrir el portón. Como si no lo conociera del todo.
También desde mi cama lo escuché entrar, cerrar detrás de él… y luego nada. Absoluto silencio.
Papá era una persona de pasos pesados. Anunciaba por dónde andaba con los cañonazos de una zancada tras otra. De estar en casa, tus oídos lo sabrían; lo cual me hizo intuir—aún sentado en mi cama—que papá no se había movido. Seguía en el comedor, inmóvil. Pasaron unos cinco minutos (aunque a esa edad sesenta segundos sientan en uno como horas), y decidí bajar a ver por qué mi padre se comportaba de forma tan peculiar.
La casa entera estaba a oscuras—tal cual como a papá le gustaba encontrarla al llegar de la obra. El precario brillo de los destartalados faros en la calle, entrando por las ventanas para desfallecer en las sombras de esa residencia, era la única luz en el primer piso. En medio de aquella penumbra, y en el comedor donde la negrura parecía hacerse más espesa, estaba de pie mi padre. De pie y alerta, mirando de arriba a abajo la residencia. Con la paranoia de una liebre y la vigilancia de un buitre.
“¿Papá?” llamé desde las escaleras.
Mi padre volteó a verme, con una quietud que no era suya.
“Robertico.”
Papá jamás me llamaba Robertico. Usualmente le bastaba con un “Roberto”.
Su tono de voz también era nuevo: el habla de papá era grave y resonante, pero con un ligero toque nasal. Esta noche su voz era más un susurro, el silbido de alguien con papeles de lija por cuerdas vocales. Seco, delgado y hasta doloroso.
“Robertico, ¿eres tú?”
No quería acercarme. Papá no sólo sonaba raro: se paraba raro, se movía raro, se veía raro. Pensé, estudiándolo desde las escaleras, que debía estar borracho.
“Sí papi… ¿te importa que vuelva a dormir?”
Papá movió la cabeza de lado a lado, y comencé a retirarme a mi alcoba. No tenía idea de por qué se comportaba así, o porqué había intentado entrar a casa desde el patio del vecino, por las ramas del árbol.
“Robertico” dijo cuando ya lo había perdido de vista. “Mi cuarto… mi cama… ¿también están arriba?”
Le contesté que sí, antes de acelerar el paso a mi habitación. No escuché pasos a mis espaldas, pero tampoco quise voltear a confirmarlo. Volví a acostarme, no sin antes cerrar la puerta de mi habitación, y creo que el reposar la oreja en mi cama me permitió escuchar cómo, calladamente, los titánicos pasos de papá se hincaban en el suelo. Haciendo su camino por el primer piso, las escaleras, y los dos o tres metros de pasillo que conducían a la puerta de mi recámara.
La sombra de sus pies se petrificaron en la base de la puerta, y mis oídos distinguieron su respiración entre el canto de las ranas. Ahí se detuvo, quizás por horas—de aquellas que son de verdad, en vez de fabricadas por la hiperactividad de un niño. Quizás vigilándome, quizás esperándome.
Cuando finalmente siguió a su cuarto, pude escucharlo deslizar su ventana, y desde ella trepar al samán. Instantes después, la puerta principal se abrió. Una marcha de pasos de plomo ametrallaron el primer piso, desde la entrada hasta la cocina. Escuché la nevera ser abierta, el descorche de una cerveza y el peso de un hombre desplomándose en el sofá de la sala.
Esta era la rutina de papá, quien—no tenía dudas—había llegado. Momentos después de que alguien, que no era él, se había escabullido por su habitación.
Nunca tuve la intención de contarle a mi padre lo sucedido. Al principio, por miedo a la reprimenda que recibiría por haber dejado entrar a un extraño; al final, porque consideré que ni se lo merecía. Las noches siguientes recorrí una y otras vez la casa, para asegurarme de que todo cerrojo, toda ventana, cualquier posible acceso estuviera cerrado. Entre cada ronda aguardaba sentado en mi cama, incapaz de siquiera asomarme al patio. Hice así, hasta escuchar los inigualables pasos de papá entrompar en la casa, luego de un largo día en la construcción.
Una de esas noches, mi padre regresó más temprano de lo usual, a eso de las once de la noche. Me había mencionado en la mañana que la jornada de aquel día sería corta, y el miedo que cargaba se removió de mi estómago. En su lugar, apareció el hambre, así que al escuchar los pasos de papá cruzar el umbral de la casa, no pude contenerme para bajar a buscar un bocadillo de medianoche.
Nuevamente, encontré la casa entera apagada. Las ganas de comer no me permitieron cuestionar qué hacía mi padre en medio de aquella oscuridad, sentado en el sofá.
“¿Cuando comemos papá?” le pregunté, “es que tengo hambre.”
Papá permaneció sentado por un par de momentos, dándome la espalda desde la sombría sala. Poco después se levantó, se dirigió a la cocina, y empezó a hurgar la despensa y sus gavetas. Ví de lejos como inspeccionaba las jarras, olía el pan, manoseaba el azúcar y las especias. Hurgaba, sin saber qué agarrar. Eventualmente, me vió.
“No tengo hambre” murmuró, “¿tú qué quieres?”
Al escuchar aquel susurro alargado—aquel que había escuchado la semana anterior—supe de inmediato que en la penumbra de la cocina estaba aquella cosa que no era mi padre.
Entre sus manos había una lata de tomates.
“Pasta boloñesa” le contesté a esta presencia. Creo que el miedo me dijo que era prudente seguirle el juego.
“No sé qué es eso Robertico” me dijo, con aquel arenoso croar, sin saber que sostenía uno de los ingredientes. Papá sabía cocinar—era su especialidad. Aquel platillo de fideos y salsa de carne era lo único que hizo nuestras comidas más tolerables. Pero en ese momento, debía ignorar lo extraño que me parecía todo
“¿Y cereal?” pregunté, temeroso. “¿Te importa que coma zucaritas?”
A papá le hubiera molestado, pues odiaba el dulce. Al intruso le dió igual, y al pregutarle si quería un tazón asintió—con aquella cabeza que se movía de forma tan peculiar. Oscilando entre la tiesura y la flacidez, como si su cuello se atascara e instantes después perdiera los músculos.
Minutos después, estábamos sentados en la cocina, cada uno con un tazón de cereal enfrente. Luchaba por mantener mi vista en los copos de azúcar y maíz, y ajena de quien se sentaba a mi lado, haciéndose pasar por mi padre. Entre cucharadas de cereal, su olor empezó a alcanzar mi nariz, poco a poco reduciendo mi apetito. Era un aroma añejo, como a barricas de vino malo y moho. De oler así, la mayoría de las personas saltarían de cabeza a la primera ducha que tuvieran el permiso de usar.
Pero continué cenando. Tenía la idea inesquivable de que debía mantener un semblante de normalidad, para parecer lo menos sospechoso posible. En cambio, el extraño apenas dió tres bocados, los cuales detestó. Tras cada cucharada, chorritos de leche goteaban en la mesa, escapados de una boca que—sabía—luchaba por no escupirlos. No me atrevía a dirigirle la mirada. Sólo escuchaba las blancas gotas estrellarse en el mantel.
Prontamente dejó de comer. Incluso con la mirada clavada en mi tazón, podía sentir que ahora me veía. Como una estatua con ansias de despertar.
Me quedaba apenas un charquito de leche azucarada por saborear cuando el que decía ser mi padre se levantó y plantó sus rodillas a mi lado. Su casual pestilencia extinguió lo poco que quedaba de mi apetito.
“Gracias Robertico” me dijo, con la suavidad de pasos sobre pedazos de vidrio. “Me gustó mucho la cena.”
Asentí con la cabeza, luchando por no ver a este ser. Pero no se movió de mi lado. Permaneció arrodillado, observándome en silencio. Asumí que esperaba esa mirada de mí, que no tenía más remedio que dársela. Así que mi cabeza se alzó, y se la dí.
La palidez jamás tuvo lugar en la piel de papá. Tantos años trabajando bajo el sol la habían tostado como la arcilla. El colorido de tez piel era el de un barro mezclado con cal, o un café con leche sin revolver. Y ese lívido cuero parecía no encajar su rostro, sus brazos, sus manos. Era como si tuviera un exceso de pellejo, colgando de sus facciones y huesos. Podía ver sus labios inferiores, y los párpados no revestían las esferas y cavidades de sus ojos. Debajo de esa piel—una máscara mal ajustada—se asomaban viscosos morados y verdes.
Usando esa dantesca imitación de mi padre, el intruso me abrazó.
“Estoy muy orgulloso de tí” silbó, su barbilla bañada en cereal rozando mi hombro.
Supe en ese momento que el imitador no había hecho un buen trabajo, pues papá nunca me abrazaba.
No tenía, ni tengo, memoria alguna de sus brazos arropando mi cuerpo. Su mayor aprobación jamás pasó de un brusco espaldarazo, usualmente para que me diera por satisfecho por haber obedecido y que lo dejara en paz.
Pero esta cosa me estrujaba; supongo porque entendía que así quieren los padres a sus hijos. Y por más raro que suene, no quise separarme de este abrazo. Le permití quedarse ahí por varios segundos—puede que hasta minutos, pues la felicidad se desvanece rápidamente cuando se es niño. La tez viscosa de este ser chasqueaba, y mi corazón latía con fuerza. A salvo de querer, así fuera por un instante, al reflejo de mi padre.
Como la primera vez que lo conocí, el visitante esperó a que estuviera en cama para subir las escaleras y detenerse afuera de mi cerrada habitación. Al rato, me habló del otro lado de la puerta.
“Hijo, ¿quisieras ir de viaje mañana?”
Su pregunta fue respondida por el mismo silencio que la antecedió. Incluso con la puerta cerrada, pretendía dormir y no haber escuchado su proposición. Pero algo me daba la certeza de que el hombre sabía que seguía despierto.
“Hay un lugar muy bonito afuera de la ciudad. Mañana, después del trabajo, salimos.”
Sin esperar a saber si quería ir, escuché sus pasos bajar las escaleras y regresar al jardín.
La noche siguiente, el intruso no llegó a buscarme por el patio, sino por la calle. En lugar de pasos, escuché las ruedas de un automóvil rodar y aplomarse enfrente de la casa. Desde mi habitación podía escuchar el motor, tosiendo e hiperventilando como su dueño. Al rato de escucharlo, caminé al cuarto principal y me asomé por la ventana que daba a la urbanización.
Ahí, dentro de un viejo y desconchado vehículo sin luces en los faros, estaba el impostor de mi padre. Viendo directamente a la ventana por la cual me asomaba, cual supiera que de ahí emergería mi rostro.
Y por un largo rato, sólo nos miramos. Pacientemente; sin mover ni un músculo y sin él apagar el destartalado motor de esa carcacha de los cincuenta o sesenta. Todo el día temí que, de hacerlo esperar, esta cosa irrumpiría en mi casa, que me raptaría por la fuerza. Pero jamás puso pie fuera del carro. Al poco rato me fue evidente que no me llevaría si yo no lo deseaba. En cambio esperaría, bajo el árbol muerto de aquella oscura avenida. Aguardaría a que cambiara de opinión y que decidiera dejar atrás el pequeño pero volátil mundo que conocía.
De un momento a otro—creo que tras horas de ese intercambio de vistazos—el ser se fue. Lo perdí de vista cuando dió la vuelta a una esquina con enormes basureros. Minutos después, el carro de mi padre emergió de la misma intersección, y me apresuré a abrir la puerta que había barricado con las sillas de la cocina.
Esa fue la última vez que supe o volví a ver a aquella presencia. Curiosamente, como ella, también ví por última vez a papá en su automóvil. Dejaba atrás otra vivienda alquilada en San Juan de los Morros, y yo tenía casi dieciséis años. No sé si es una coincidencia relevante para esta historia, pero no deja de venirme en mente al contarla.
En ruta a una reunión para alguna obra, papá perdió el control del carro y se estrelló contra las columnas del mismo puente que, años atrás, había construido. La rigidez de su trabajo prevaleció sobre la integridad de su cuello, y papá ni llegó a la clínica vivo. Pasé el resto de mi minoría de edad bajo el cuidado de mi padrino. En los años siguientes conocí en la universidad a personas de San Juan de los Morros. Mencionaron—con cierto escepticismo—cuentos locales acerca de espíritus perversos que buscan a los niños cuando están sólos. Se disfrazan de sus progenitores y se los llevan… no se sabe a dónde ni para qué.
El mejor amigo de papá me cuidó con decencia, y un poco menos de frialdad. Pero al momento de su muerte, papá no dejó atrás ni un abrazo en mis recuerdos. Lo más cercano que tengo es el apretón de los brazos de ese pestilente ser.
Hasta el día de hoy me pregunto si debí haberme ido de viaje con él.