Mi vecindario, aquél en el que crecí, tiene una cara muy diferente a la que ostenta. Cargo conmigo una amarga decepción, en cuanto a quienes sus habitantes mostraron ser.
Los Manzanos es una vecindad compenetrada, entrañable. Todos sus miembros se conocen entre ellos, con nombre y apellido, y las juntas de la urbanización resultan ser un pretexto para tener parrilladas, en lugar de reuniones con fines administrativos.
Su nombre deriva de la vía principal que atraviesa la zona. En su centro, separando los carriles de ida y venida, se alza una isla, previamente tapizada de grama fresca. En ella, cientos de árboles de manzana, dispuestos en una larga fila, se extienden a lo largo de toda la calle.
La vía es la columna vertebral del vecindario, y en su entrada se erige una caseta de vigilancia. Durante la mayoría de mi juventud, esta estuvo ocupada por Vicente.
Su principal rol, además de brindarnos protección, era asegurarse que ningún vehículo corriera por esta calle, perfectamente plana, sin ni un policía acostado. Aparte de eso, Vicente caminaba la avenida, de arriba para abajo, todas y cada una de las mañanas. Al inicio de su recorrido recogía dos manzanas, caídas de los árboles; se comía una de ida, y la otra de vuelta. Creo que a nadie le importaba, porque era sabido que Vicente y su familia pasaban hambre.
“Coño Julián es que no tienes idea” me contaba aquellas veces en las que, en medio de montar bicicleta, me detenía en su garita, a pedirle un vaso con agua. “Casi todos los días como sólo una vez. Mis cenas se las doy a las chamas… me saco la comida de la boca para que ellas coman alguito, porque están creciendo y es importante que se nutran. Hay noches en las que me acuesto con dolor de cabeza del hambre.”
Vicente tenía a su cuidado dos de sus nietas. Su hija, la madre, había muerto por una infección renal, mientras que el padre las había abandonado para irse a Colombia. Y como la mayoría de la población en nuestro país, pobre y abandonada, la crisis y la inflación coartaba el poder adquisitivo de sus ingresos, imposibilitando que comprara siquiera la porción de un mercado modesto.
“Mi desayuno son a veces dos manzanas que recojo de acá” me confió en una ocasión, como si no fuera un secreto a voces que comía de los frutos de mi vecindario.
Con el tiempo, y tras más vasos de agua en la garita, Vicente comenzó a tener la confianza para pedirme ayuda.
“Julián, si no es mucho problema: me doy cuenta que en estas casas se bota mucha comida. ¿Crees que puedas traerme un poco? Pienso que sería mejor que yo y las niñas le sacáramos provecho, si igual se va a tirar a la basura.”
¿Cómo podía negarme? A partir de ese mismo día le obsequiaba cualquier fruta, verdura y pedazo de carne indeseado en mi casa. Vicente apreciaba, particularmente, cuando le traía restos de animales: huesos de pollo, cabezas de pescado, recortes grasosos y aserrados de res…
Pero, más que nada, se emocionaba cuando le traía vísceras. Intestinos de ave, corazones de vaca o pollo, riñones de gallina o conejo. Si en vida funcionó como órgano, Vicente lo recibía casi relamiendo sus labios.
“A las niñas y a mí nos encantan las tripas” me explicó. “Las sofrío con aceitico y cebolla, y con eso rellenamos la arepa.”
Debo confesar que las describía con tal goce que hasta sonaba apetitoso, pero en mi hogar jamás se hubieran dignado a cocinar tal platillo, por indecoroso.
Así que continué ofreciéndole sobras a mi amigo, hasta el día en que Doña Vicenta se asomó en la caseta, e hizo un descubrimiento que revolvió sus entrañas.
Algo curioso que he aprendido con los años: basta sólo un desacuerdo para comenzar la decaída de muchas relaciones humanas. Es el primer dominó en volcarse, o el momento en que una nota desadecuada arruina la armonía perfecta. Súbitamente, la música ya no parece tener sentido, y con el pasar del tiempo la pieza se siente más y más irritante.
Doña Vicenta (quien solía adorar a Vicente, en parte porque compartían versiones del mismo nombre) era una señora profundamente católica. Oraba todas las noches, todas las mañanas, antes y después de todas las cenas. La misa de los miércoles era tan sagrada como la de los domingos.
Así que imaginarán su espanto cuando en la garita encontró todo un imaginario dedicado a la santería: tallas paleras, estampillas de santos paganos, velas encendidas para deidades de tierras ignotas. Vicente me relató ese momento con genuina preocupación por la señora; creía que le había dado un derrame cerebral, o un infarto.
“No sé qué se le metió” me dijo el angustiado vigilante. “Yo almorzaba el pollo brasa que me conseguiste, me volteo y ahí la veo, parada y páaaaaalida… blanca como un papel… Yo pensaba que todos sabían que soy santero, pero la doña ni siquiera me aceptó la silla que le ofrecí cuando pensé que se desmayaba.”
Vicenta recordaba la escena bajo un lente completamente distinto.
“¿Pueden creer que el tipo ni siquiera paró de comer?” le contó a mis padres, durante una junta de condominio. “Se quedó mirándome, chupando unos huesos de pollo, pescado, qué se yo… ‘si quiere siéntese señora’ me dijo así, de mala gana, chasqueando con la boca llena.”
Vicenta no era la única persona religiosa de la urbanización, y sin tapujos sembró la semilla de desconfianza colectiva hacia Vicente.
“¿Quién hubiera pensado que ese era Vicente?” sentenció, en medio de lamentos, a todo vecino con quien se encontraba. “¿Acaso queremos que alguien dedicado a la magia negra y a la devoción del diablo se encargue de nuestra vigilancia?”
Ello dió inicio a la degradación de la vida del vigilante de Los Manzanos. Empezaron a proliferar las quejas acerca de sus caminatas mañaneras, antes tan bien recibidas. Fué cuestión de tiempo para que le fuera expresamente prohibido, a través de una carta comunal, comer de los frutos que decoraban la calle. Incluso cuando estos habían caído a tierra por sí sólos, y únicamente Vicente se dignaba a comerlos.
Eventualmente mis vecinos fisgoneaban con diligencia los quehaceres del vigilante, para asegurarse de que no abandonara el perímetro inmediato de la casetica. Reduciendo poco a poco su espacio y existencia dentro de nuestra vecindad. Mis padres, usualmente personas templadas, contrajeron también aquel virulento desprecio.
“Te pido que por favor dejes de pasarte horas con Vicente” me ordenó mamá. “Ese señor está acá para trabajar, y mira que la inseguridad está cada vez peor. No puede andar distraído todo el día.”
Mis regalos a Vicente se volvieron más expeditos, casi asemejando un contrabando.
“Gracias chamo… ahora váyase, que si no nos regañan a los dos.”
Empecé a percibir en su rostro los estragos de la flaqueza. No poder comer esas dos piches manzanas de desayuno significaban una enorme pérdida para su nutrición. Así que trataba de recoger las que pudiera e incluirlas como parte de mis favores.
Sin embargo, la crisis económica continuó alargando sus zarpas, y fué entonces que los vecinos notaron a Vicente hurgando dentro de sus basuras, en búsqueda de más restos para él y sus chamas. Me da asco pensarlo, pero la reacción ante esto no fué compasión, sino la más despiadada desaprobación. Según ellos, ¿cómo osaba el señor hacer un chiquero y “meterse a robar”?
Y cuando fué descubierto con las manos entre los pipotes de Doña Vicenta, sacando no sólo huevas de codorniz sino también un mantel viejo y sucio, uno de sus nietos, musculoso como un tanque, lo expulsó a empujones de la propiedad. Como buen católico.
“Señor Vicente, no nos demos mala vida: hasta hoy trabaja para Los Manzanos” le informó esa misma tarde Doña Vicenta. “Agarre sus cosas, su brujería extraña, y váyase. Ya nosotros nos encargamos de conseguir a un reemplazo.”
Vicente le imploró quedarse, ofreciéndole disculpas por un mal que no sabía cuál era. Pero su tocaya no le permitió ni un último respiro a sus esperanzas.
“Hasta luego señor Vicente. Suerte con todo, y que Dios lo bendiga.”
Esa tarde visité por última vez a mi amigo, quien me contó con detalle las circunstancias de su despido. Su cachete portaba un raspón inmundo, obra del asfalto contra el cual había sido empujado horas atrás, y su mirada sostenía una tristeza que trataba de ocultar con una sonrisa, pero que de niño lo hubiera puesto a llorar.
Yo, que sí era un niño de dieciséis años, no pude contener las lágrimas. Le pedí disculpas; le dije que no se merecía tanta malicia.
“No llores chamo. Yo sé que no es tu culpa” me dijo con su mano sobre mi hombro.
Permaneció callado unos momentos, midiendo su próxima pregunta.
“Julián, ¿crees que puedas-”
“Claro Vicente” le interrumpí, sabiendo lo que me iba a pedir. “Si me da quince minutos le traigo lo que tengamos y que no vayamos a comer.”
“Gracias” expresó con un suspiro. “No sabes cómo me ayudas.”
“No hay de qué” le aseguré, “y si quiere nos podemos encontrar más adelante, lejos de acá. Yo le doy lo que pueda.”
“No no, no te preocupes” me aseguró con una pequeña risa. “Ya has hecho mucho. Tráeme lo que tengas, que acá te espero.”
En esta ocasión no sólo le regalé la usuales vísceras y recortes de carne. Incluí en mi presente comida fresca: pan, huevos, leche, chocolate, café, azúcar, jamón, queso… Teníamos no una, sino dos neveras abarrotadas de comida, así como el cruce de una despensa común con un bodegón. Lo que cupiera de allí, dentro del duffel bag que sería parte de mi obsequio, se lo daría sin problemas. Sin importarme el castigo y otras consecuencias que ello conllevaría.
Al entregarle el bolso a Vicente, respondió con el primer y único abrazo amigo que recibí de su parte.
“Gracias. Muchísimas gracias” me dijo “No tiene idea de lo que esto significa.”
Y con eso, me quedé viendo cómo caminaba hasta el final de la calle y cruzaba la esquina para agarrar el autobús.
Esperé toda la noche, y toda la mañana, a la reprimenda de mis padres por el saqueo de nuestra cocina. Como a las tres de la tarde, escuché a mamá entrar a casa y tirar la puerta principal. Hiperventilando. Pensé que había llegado el momento de la discusión.
Pero mi madre no necesitaba pelear conmigo. Necesitaba vomitar ante lo que acababa de contemplar, en pleno regreso de su consultorio médico.
Luego de pasar largos minutos regurgitando el almuerzo, salió del baño. Sus ojos, enrojecidos por el esfuerzo, desbordaban lágrimas de espanto.
“Doña Vicenta se mató.”
El mayor problema de una calle como la nuestra, larga, recta y sin policías acostados, es que sus habitantes se habían acostumbrado a conducir en ella a velocidades descomunales. Incluso una señora como Vicenta, a dos pasos de los ochenta años, no caía en cuenta que décadas de residencia en Los Manzanos la habían adiestrado a ver 100 kilómetros por hora como una aceleración razonable; por dentro de lo “normal”.
Por consiguiente, la principal labor de Vicente, su archienemigo, había sido moderar la velocidad de los conductores. Pero meses de acoso a su trabajo y desempeño habían achicado su influencia sobre los hábitos de manejo del vecindario.
Aquella tarde Doña Vicenta estaba apresurada, y Don Vicente no estaba ahí para alivianar su presión sobre el pedal de aceleración. Poco pudo predecir la Doña que su llanta estallaría repentinamente, que perdería el control del vehículo, y que tras atravesar siete manzanos los pedazos de acero y carne quedarían dispuestos a pocos metros de la caseta de vigilancia.
En el momento mamá no me quiso contar qué vió al manejar al lado del accidente, y me prohibió siquiera acercarme al lugar por uno o dos días, mientras se recogía la escena (aunque de haber querido me hubiera sido inútil; la calle estaba completamente cerrada.) Pero al rato fue capaz de compartir su testimonio.
El esqueleto del carro, lo que quedaba de él, se había contraído como una bola de papel de aluminio. De él, colgada mitad del cuerpo de Vicenta. La otra mitad se había disparado unos diez metros adelante, seguida por los contenidos dispersos del torso y del cráneo. Un raspón masivo había erosionado una buena parte de su rostro.
A esas alturas yo aborrecía a Doña Vicenta. Pero jamás hubiera deseado ese final para su existencia.
Días después del horripilante accidente, pasé por la zona donde el auto perdió el control y salió disparado de su carril. Era fácil deducir donde había ocurrido la tragedia: una porción de la isla en medio de la vía se encontraba absolutamente destrozada. La tierra estaba levantada, y los muñones de siete troncos eran los únicos vestigios de sus manzanos.
Pero algo más, a diez o quince metros del primer árbol derribado, llamó mi atención: un pequeño altar.
Dispuesto sobre el sucio mantel, arrojado por Doña Vicenta a la basura, y posteriormente rescatado por el señor Vicente, había un montículo de vísceras y cortes despreciados de carne, coronado por la cera de velas derretidas y figuras de santería.
Los mismos órganos y sobras que en múltiples ocasiones, incluyendo nuestro último encuentro, Vicente me había solicitado.
Un mal presentimiento se manifestó en mi estómago. Alcé la mirada, y las ví en el asfalto: las marcas inequívocas de cauchos quemados, provenientes de un carro perdiendo el control.
Y entendí, sin espacio para dudas, que la llanta había estallado justo al lado de este altar. Y que mi amigo había construído la tragedia a través de aquel amuleto.
No quería creerlo. ¿Pudo esta persona, por quien tanta afinidad había sentido, haberme engañado así? ¿Haber sido capaz de involucrar mis buenas intenciones para este tétrico, desalmado designio?
Así fué como mi comunidad perdió su lustre ante mis ojos. La pérdida tan sólo se agravó con mi conocimiento de que yo era parte de ese vecindario. Que había sido instrumento de su más terrible ocurrencia.
Con el tiempo, la isla de árboles de los manzanos se tornó árida. Creo que nadie quiso atenderla o tocarla, después de todo lo sucedido en sus tierras. Nada volvió a crecer en ella, y sólo los troncos, ahora sin hojas, permanecen ahí.
Y por meses sólo quedó el altar, junto a las vísceras que había otorgado a aquella familia. Hasta que los buitres, las ratas y las alimañas escondidas en los rincones de nuestros lujos, tajo a tajo engulleron los favores que, con tanto cariño, le había obsequiado a Vicente.