Quedaba media hora de recreo, y yo tenía nueve años, aquel día en el que mis amigos me empujaron a las tinieblas de la capilla de mi colegio, y cerraron tras de mí su portón de acero y roble.
Me abalancé contra la puerta, implorando que me dejaran salir, pero mis compañeros sólo reían y me atormentaban.
“¡El fantasma del cura maldito te va a violar!”
El tal “cura maldito” no era más que un personaje que habíamos imaginado un par de horas atrás, durante el receso anterior, cuando nos confesamos que las iglesias y monasterios nos parecían terroríficas. Su imaginario y aura espiritual eran intimidantes, tétricos, fantasmagóricos.
No sabíamos cómo expresarlo entonces, pero lo que en realidad nos aterraba es como las casas del Señor parecían permeadas de dolor y de castigo.
Bajo las bóvedas de sus elevados techos se hospedan conmemoraciones de sus más fieles servidores, santos y ángeles, disfrutando las recompensas de su devoción: muerte, escarnio y agonía. Ni siquiera la figura de su propio hijo evade aquella unción de sangre, que le fué otorgada por amor o lealtad.
Y con la más peculiar cotidianidad, los creyentes contemplamos estas imágenes desde abajo. Admirando a quienes sufren por los pecados del mundo. Por nuestra culpa.
La idea de pasar la noche en una iglesia, durmiendo cerca de ese inmisericorde espíritu santo, sonaba tan dantesco como pasarla dentro de un cementerio.
Así que, por supuesto, mis compañeros aprovecharon nuestro período de recreación y merienda para encerrarme en el templo donde, todos los viernes, el grado entero comenzaba el día con la misa.
Transcurrieron varios minutos de yo patear la entrada, completamente bloqueada por mis mejores amigos, y el portón no cedió ni una ranura de luz. En ese interín no me atrevía a dar la vuelta. Ni siquiera me permití abrir los ojos.
La capilla estaba vacía, lo que quería decir que sus luces estaban apagadas. Y yo no quería contemplar la oscuridad a mis espaldas.
Pero progresivamente, comprendí que mis amigos no se moverían del portón mientras yo me mantuviera suplicando por mi liberación. Mis llantos de misericordia tan sólo alimentaban su morboso deseo de negarmela. Con esto en mente, comencé a callar.
Y entonces, aún sin abrir los ojos, empecé a rezar el padre nuestro, con el recuerdo de mi verdadero papá diciéndome que esa era la vía para recibir la compañía del redentor, en medio del miedo y la tristeza.
“Padre nuestro, que estás en cielo…” susurraba, como si ofreciéndole un secreto a los ladrillos de esas paredes que me apresaban.
“... hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo…”
Y este era el secreto que traficaba entre mis oraciones: contrario a lo que dijo papá, no rezaba porque creyera que así Dios me acompañaría en las penumbras de esa Iglesia.
Oraba por la convicción de que, si respetaba al Señor en su propia casa, nada me ocurriría. Era el equivalente a quitarme los zapatos al entrar, o lavarme las manos antes de comer, o mantener la voz baja pasadas las nueve de la noche. Con tal de no romper ninguna de las reglas del hogar, mi visita sería sana y amena.
Sólo que no me sentía como un visitante, sino como un invasor.
No, Julio, me reprendí en ese momento. Estás en el hogar de papa Dios, donde siempre eres bienvenido.
La voz en mi mente era mía, pero tras ella retumbaban las de muchos otros: mis padres, mi abuela, las monjas, los curas, los profesores.
Dios te quiere. Estás a salvo.
Y entre todas esas voces, sentí también coraje.
No hay nada que temer. Da la vuelta.
Y así hice.
Mis ojos aún no se habían acostumbrado a la oscuridad, pero había estado dentro del templo tantas veces que podía calcarlo entre las sombras: un rectángulo de ladrillos, más grande que la mayoría de las capillas, y a la vez demasiado pequeño para llamarlo una iglesia. Su única ventana era un círculo sobre la entrada principal, el cual enmarcaba un pequeño vitral de la santa trinidad.
Por esa ventana entraba la única luz que se atrevía a irrumpir en la densa negrura de la capilla, trayendo consigo los azules, verdes y amarillos que tomaba prestados del vitral. Pero el rayo y sus colores terminaban disueltos, casi automáticamente, en la oscuridad, y con ello sólo me quedaba imaginar a esa iluminación alcanzando las superficies del espacio que tanto conocía: los elevados arcos en el techo, los arcaicos bancos de madera, el inamovible altar de concreto…
El cristo, colgado en su cruz justo detrás del sagrario.
Recordé entonces, que aquella imagen siempre había albergado un particular terror en mis entrañas: un hombre agonizando, sufriendo quizás la muerte más humillante y dolorosa de sus tiempos, abandonado por su padre y amigos en un madero.
A esa edad me causaba confusión el hecho de que todos, sin chistar, adorásemos a esa horripilante figura. Hoy en día, meramente me proporciona incredulidad.
Y el cristo de esa capilla, oculto de mi vista por las sombras, era el más horripilante de todos los cristos, pues su cuerpo era el más lacerado, su rostro el más atormentado y su tamaño el más cercano a un adulto como mi papá, quien continúa cargando un crucifijo en su cuello.
Agradecí entonces no poder ver al hijo de Dios y volví a encarar al portón, decidido a que había viste más que suficiente de la penumbra a mis espaldas.
Di tres golpes a la madera.
Esta vez, no escuché a mis amigos al otro lado. Ni sus risas, ni sus chistes pesados.
En cambio, mis toques fueron respondidos por un sonido al otro lado de la capilla.
Algo se había caído, cerca del altar. Y yo, abalanzado a mis peores pesadillas, me volteé de golpe.
Sólo veía negro. Quería creer que quizás un conserje o un sacerdote había entrado por la puerta de atrás.
“¡Hola!” dije a todo pulmón, tratando de ensordecer mi pánico. “Mis amigos me trancaron acá, ¿me pueden sacar?”
No hubo respuesta. Tan sólo otro sonido, idéntico al primero: el choque de algo sólido pero hueco, contra el suelo de piedra.
Y, seguidos de esos golpes, el rumor de algo arrastrándose. Y un frágil gruñido.
Me pegué de la puerta.
“Aló… por favor… ¿quién está ahí?”
La voz que me contestó, en otras circunstancias, me hubiera parecido dulce.
“Julio, hijo mío: ¿por qué te escondes de mí?”
Pensé que quizás era un profesor, o alguno de mis amigos pervirtiendo aún más la broma pesada.
Pero la voz continuaba acercándose, acompañada de jadeos, y el ruido de algo siendo arrastrado hacia mi:
Pasos.
“Acércate Julio. Acércate y conoce a Dios.”
Yo no deseaba conocer a Dios, sino largarme de este lugar. Comencé a patear y golpear de nuevo la puerta.
“¡Ábranme por favor!”
Pero mis amigos permanecían en silencio.
“¿Por qué te quieres ir?” preguntó la voz en la oscuridad, cada vez más cerca, mientras yo empujaba la puerta con todas mis fuerzas.
“¡Coño ábranme hijos de puta!”
Más silencio.
Corrí hacia un lado, en búsqueda de una esquina donde esconderme. Trataba de volar en puntillas, pero me llevé por delante la bandeja de agua bendita.
“Hijo mio…” dijo la voz.
Mis manos palparon la mesa escalonada para las velas de ofrenda, y gateé debajo de ella, luchando por enmudecer mis sollozos.
Los pasos sólidos y huecos continuaban danzando por la oscuridad, rondando a mi alrededor. Ocasionalmente acentuados por aquella tétrica voz.
“Ven a mi Julio… los hijos del señor entrarán conmigo a los cielos...”
Algo me decía que no debía rezar. Que me tocaba quedarme callado e inmóvil. De la misma forma que lo hacían las figuras de santos y vírgenes que habitaban en mi escuela católica.
Tan sólo ansiaba que sonara el timbre lo antes posible. Como si la campana fuera a terminar con esta macabra pantomima.
Y justo entonces, implorando por aquella campana, una fuerza enorme apartó de lado la mesa y las velas.
Y un par de manos, adultas y firmes, sostuvieron mis bracitos.
“¿Por qué me niegas Julio?”
Alcé mis palmas, buscando crear una barrera entre mi rostro y el de esa persona, y lo palpé con claridad: aquella piel no era carne, sino fría y firme. Algo en esa cabeza, también, lastimaba mis manos.
“¿Por qué no me quieres? Mal agradecido.”
“¡Auxilio! ¡Aléjate de mí!” le rogaba.
Era fuerte, muy fuerte. Supe de inmediato que no sería capaz de ganar esa batalla.
Pero justo entonces, el portón de la iglesia se abrió de par en par, permitiendo la entrada de una avalancha de Sol. Y a esa inundación le siguió Inés, nuestra profesora de física.
“Julio” llamó la docente, “¿estás acá?”
Ella hizo algo que, en mi juventud y terror, no había considerado: encendió las luces de la capilla.
El espacio, a excepción de mi persona, estaba vacío.
Inés había pillado a mis amigos en el pasillo, donde olfateó en ellos el comportamiento de una fechoría, y sólo en la rectoría confesaron que me habían dejado atrás.
Saliendo de la capilla la profesora me vió tán pálido que temió que estaba en los inicios de un resfriado, y me envió a casa a descansar.
Al día siguiente, un revuelo inundó toda la escuela: el cristo de la capilla, por alguna extraña razón, había sido descolgado de su cruz y encontrado boca abajo dentro de un confesionario.
Está de más decir que nadie tomó en serio mi anécdota, pero tampoco eran capaces de acusarme de remover al hijo de Dios de su cruz; pues un niño tan diminuto, como el que era entonces, no hubiera podido con el peso de esa escultura.
Había algo más que nadie podía explicar: ¿por qué estaban mis palmas repletas de cortadas y agujeros, los cuales por meses sangraron cada vez que jugaba béisbol, o escribía un examen, o juntaba mis manos para rezar?
No sé si aquel fenómeno se repetiría hoy en día, pues poco a poco me llevó a dejar de orar, y ya ni creo en la religión.
Pero credos aparte, sé sin lugar a dudas que sostuve algo punzante.
Similar a una corona de espinas.