Espejo



- Recuento de Julio, publicista -

Todo con Helena arrancó de la mejor manera, y quizás ese fue el problema: la ausencia de dificultades.

Cuando nos conocimos en rehabilitación hubo un entendimiento mútuo - pero no hablado - de que nuestra afinidad sería un problema. No teníamos permitido tener relaciones románticas durante nuestro primer año de tratamiento, menos aún con otros pacientes del centro. Ambos queríamos dejar atrás la heroína, y no permitiríamos que nada entorpeciera aquella misión.

Así que durante meses nos mantuvimos a distancia: saludándonos con breves sonrisas; riéndonos en el anonimato de nuestros chistes y comentarios; aupando nuestro mutuo progreso desde la generosidad del silencio.

A las cinco semanas de ambos salir recibí un mensaje de Helena.

“¿Quieres un café?” concluyó su texto.

“No me gusta el café, pero si se vale un té me animo” le contesté.

“Creo que se vale UN té. Pero no te prometo nada.”

Fue la cita más fácil que he tenido. Por ende la mejor.

Tras siete meses y una Navidad como novios, sabía que nací para conocer a Helena. Nuestros años de drogadicción parecían un mero peaje para estar a su lado. Lo que más disfrutaba de su compañía era la espontaneidad de sus planes, la facilidad con la que sus ideas salían de lo esperado.

Por ello acepté sin tapujos su propuesta de ir a una feria a las afueras de la ciudad.

Ambos sabíamos que las atracciones serían terribles, lo cual sólo nos divertía más. No hay nada como burlarse en confianza de las cosas mediocres, o darse el permiso ocasional de pretender ser un par de niños.

Era evidente, llegando a la feria, que tendríamos como mucho un par de horas antes de que el cielo gris se desmoronara en un aguacero. La tierra enlodada sobre la que se desplegaban los kioscos, los juegos, las mesas y las montañas rusas estaba lista para ello.

Poco importaba. Tan pequeña era la fiesta que podríamos cumplir la razón de nuestra visita en cuestión de hora y media. Probamos dos montañas rusas, cuya sinfonía de tuercas sueltas nos motivó a no arriesgarnos a montar la tercera. Helena quería un tigre de peluche que casi, por muy poco, logramos ganar en un juego de puntería (personalmente, creo que estaba diseñado para nunca vencerlo).

“Vamos a la casa de espejos” sugirió Helena.

La fachada de la atracción era un collage de cuerpos distorsionados y criaturas imposibles, la definición de un sueño psicodélico. Su entrada estaba enmarcada en las fauces de un duende, cuya sonrisa parecía más tortuosa que jovial. Corrimos hacia ella en una breve carrera, como el ave que no puede esperar a aterrizar en la lengua de un caimán.

El interior era predecible: largos pasillos, luces de neón, espejos que nos hacían parecer más gordos, más flacos, resortes, alienígenas, gigantes. El pasadizo de flojas ilusiones tenía la intención de desorientar, pero hasta el grupo de niñitos delante de nosotros lo atravesaba sin problemas. Más que una mansión de espejos, parecía una sala de risas. Es gracioso verse a uno mismo bajo distintas formas.

Entonces llegamos a la “caverna sin fin”. Un cubo cuyos seis lados - techo, suelo y paredes - eran completamente espejos. Reflejándose entre ellos, nuestros cuerpos parecían multiplicarse hasta el infinito.

De todos los trucos de la casa este era nuestro favorito. Helena y yo saltamos y bailamos por varios minutos, admirando entre risas como nuestro séquito de copias hacía lo mismo.

Antes de salir nos tomamos un momento para abrazarnos en medio de aquella habitación.  Las risas de aquel grupo de niños se iban alejando, y el calor de Helena era lo único que me ataba a aquella feria, y al planeta al que pertenecía. En la caverna, nuestro abrazo parecía ser el centro de un universo.

Mi novia volteó hacia una de las paredes y puso mi brazo alrededor de su hombro.

“Mira, parecemos para siempre” susurró.

A punto de contestarle pausé. Pensé, por un momento, que ante mí se revelaba una nueva ilusión. Contando sólo con las tenues luces de neón, me tomó varios segundos comprender lo que había llamado mi atención.

“¡Mierda! ¡Qué cosa tan espantosa!” dije, tan impresionado como horrorizado.

Helena no comprendía de lo que hablaba.

“Mira bien” le dije, “Mira como el reflejo va cambiando.”

Así hizo la mujer a quien mi brazo seguía rodeando. Por varios segundos permaneció en silencio, abriendo y entrecerrando los ojos, antes de voltear a verme.

“No tengo idea lo que hablas Julio. Ahí sólo estamos tú y yo.”

Helena tenía razón: sólo su imagen y la mía continuaban tras el cristal. Pero lo que ella no veía es que, con cada repetición, nuestro retrato cambiaba.Las primeras tres o cuatro copias no diferían de nosotros.

A partir de la cuarta, Helena había envejecido, al menos, unos quince años.

El denso marrón chocolate de su cabellera se había diluido y manchado con canas, las cuales enmarcaban un rostro cansado y repleto de arrugas.

Mi rostro, en cambio, permanecía joven. Cargado de las facciones y ligerezas de un treintañero. Al lado de esa Helena cincuentona, parecía su primito.

Atrás de esa Helena, y ese Julio, habían otras dos personas. Mi yo, contemporáneo, y mi novia, ahora una anciana. Encorvada, con la mirada perdida. Un nieto, pretendiendo pasarla bien junto a su abuela con demencia.

Y luego de ellos, aquel Julio de treinta y pico cargaba a un cuerpo inmóvil. Una mujer cuyas pieles amarillentas colgaban de su cuello, rostro y antebrazos.

“¿Qué pasa corazón?” me pregunto, alarmada, mi rosada y aún joven novia. “¿Por qué respiras así?”

Mis pulmones se achicaban con cada reflejo, más y más deteriorado, que veía de Helena.

Con cada reproducción el difunto se deshacía. Su piel se hacía harapos, sus entrañas cáscaras de polvo. El esqueleto con parches de pellejo y cabello era aguantado con despreocupación por el Julio, que permanecía atado a mi tiempo.

Pero su expresión ya no era la mía.

Asomado entre tantos otros reflejos delante de él, ese Julio me devolvía la mirada junto a una sonrisa. Una mueca del más sereno pero también cruel regocijo. El rostro de un cazador trayendo consigo una presa.

“Me quiero ir Helena” dije, tenso como una correa.

Los últimos reflejos se disolvían en la oscuridad: Helena como un esqueleto, y luego como un manojo de cenizas sobre su novio; Julio, sonriendo a mitad de ser penumbra.

Sonriendo.

Y luego un interminable negro. La frontera de “la caverna sin fín”.

“Vámonos” le supliqué a mi novia, jalándola de la mano.

“¡¿Pero qué te pasa!?” me respondió, asustada por mi urgencia.

Me hubiera detenido a explicarle, pero de reojo vi mi reflejo moverse.

Emergió de la oscuridad eterna y caminó con prisa hacia el cristal, la última frontera entre él y nosotros.

Escapé con tanta prisa de la atracción que Helena casi se resbala en el lodo a sus afueras. Sentados en un banco, tras recobrar el aliento, le conté sobre la espantosa visión que había presenciado.

“Sólo tú envejecías Helena” le expliqué. “Lo único que cambiaba de mí era mi expresión. Tenía una cara de diablo, como de un verdadero maldito.”

Helena vió al suelo, procesando mis palabras.

“Julio, ¿tú hacías mucho ácido no?”

Ya sabía cuál sería su hipótesis, pero de todas formas afirmé con la cabeza.

“Te pregunto porque sabes que yo también” me aclaró, tratando de no ofenderme. “Y a veces veo cosas: señales de tránsito se mueven, o algunos rostros que cambian. Es como… residuos que quedan en nuestros cerebros, o algo así… ¿no será eso amor?”

Cómo quería creer en todo lo que acababa de escuchar.

“Tiene sentido mi vida” le dije, sin ningún tipo de convicción.

Cerramos nuestro plan de sábado compartiendo un algodón de azúcar, cuya dulzura no recuerdo pero sí el ardor que dejó en mi garganta.

Hoy por hoy continúo recitando aquel consuelo de Helena. Es lo único que me queda de ella, tras casi seis años separados y su matrimonio de por medio. Ella está feliz, muy feliz. Me importa mucho esa felicidad, pues estaba convencida de que jamás llegaría a casarse. Ahora es hasta madre de dos niños.

Terminar con ella fue quizás lo más difícil que he hecho, pero fuí incapaz de sacudirme aquella secuencia de reflejos, o de obsesionarme con su significado en mi inconsciente. Al verme en cualquier otro espejo una idea persistía en mi mirada, como un breve pero imperdible destello.

A su lado siempre serás el muchachito egoísta y drogadicto que conoció en rehabilitación.

Ese ya no es el caso. Continué mejorando, y finalmente soy la versión más feliz de mí mismo. Tan sólo me duele que no la soy a su lado.

Junto a mi queda, en cambio, lo otro que veo ocasionalmente en los espejos:

Aquel Julio.

A veces, lo pillo de lejos. Asomado tras una esquina, o pasando de largo a mis espaldas. A veces se manifiesta a mi lado por menos de un instante, como un relámpago enmudecido.

Sigue sonriendo como un malnacido. Como un terrible ganador.

Y odio admitirlo, pero hay cosas que admiro de él. Empezando porque es un tipo que persiste, que no se esfuma ni deja de hacer saber su presencia. También admiro que se sienta cómodo en su propia piel; que no carga contradicciones ni repulsión hacia la malicia que late detrás de ella.

Quisiera, a veces, poder navegar tan fríamente mis batallas. Negociar despiadadamente lo mejor y lo peor de mí, con tal de poder ser feliz a mi manera, y junto a mis personas favoritas.