Un sábado por la noche, jugué al escondite con mi primo Julián y sus dos hermanas.
La semana siguiente, sólo sus padres vinieron de visita—algo que nunca pasaba.
Y una semana más tarde, mamá y papá me sentaron en la sala para contarme que Julián había muerto.
Siendo hija única, Julián y sus hermanas menores, Cori y Emi, eran en todos los sentidos mi hermanos. Julián nos llevaba siete años, y cargaba cada uno con un sentido de protección y responsabilidad hacia nosotras. Cuando nuestros padres salían a comer era él quien quedaba a cargo de entretenernos y cuidarnos. Julián se encargaba de que hiciéramos la tarea, de que no viéramos tele de adultos, de que nos laváramos los dientes después de cenar. Y nunca en sus dieciocho, cortos años, fue demasiado grande para jugar con nosotras, que teníamos entre nueve y once años cuando falleció.
Cuando mis papás me decían que mi primo había muerto “dormido, tranquilito… sin darse cuenta”, pensé que me escondían la verdad de su partida; que su sobrino había partido de una manera espantosa, la cual no estaba lista para conocer. Pero eventualmente supe que jamás mintieron: mi hermano postizo había muerto en paz, de un súbito paro cardíaco, un miércoles cualquiera. Nada ni nadie podría haber predicho que el corazón de un joven sano, deportista y alegre como él estaba vulnerable.
Hoy en día, sobre todo siendo madre, entiendo los motivos de mis papás para retrasar el contarme que ya no volvería a ver a Julián. Era la primera muerte cercana y atemporal que habría de experimentar en mi vida, y querían hacerme saber de ella cuando su impacto había menguado un poco—para reconfortarme sin mostrar su más crudo desconsuelo.
Sin embargo, mis padres no sabían que—el mismo miércoles de la tragedia—escuché los llantos y alaridos de mis tíos, escapando de su habitación. Los cuatro pasaron varias horas encerrados en la alcoba de mamá y papá, mientras yo intentaba jugar en el jardín (cómo me fué ordenado) e ignorar el conocimiento de que los adultos hablaban de algo terrible. Mis tíos se fueron de la casa sin saludarme o despedirse. Mis padres, con las miradas deshechas, me cocinaron cualquier tontería de cena y me pidieron que fuera a dormir cuando ni siquiera daban las siete de la noche.
Mamá y papá sólo me contaron lo sucedido llegando del entierro. Entre lágrimas y abrazos, pensaba en cuánto quería haber estado en el funeral.
Después siguió un largo proceso de familiarización. Acostumbrarse a la ausencia de alguien es como estar en un simulacro que no se acaba, y sorprenderse de a momentos como el simulacro se va convirtiéndo en hábito. Me pareció tan raro que Julián ya no estaba. Una parte de mí estaba convencida de que mi primo no estaba muerto, sino desaparecido. Que llevaba semanas bien escondido y que, si lo llamábamos lo suficiente, saldría a calmar nuestros nervios.
Y es que Julián se escondía mejor que nadie. Tan sólo un par de días antes del infarto, jugando con nosotras por última vez, se ocultó en el armario de la recámara de mis primas—a pocos metros de la pared donde quien buscaba iniciaba la partida. Ninguna se esperaba que Julián sería tan intrépido como para esconderse tan cerca, pero fuimos ingenuas: Tomó media hora de no encontrarlo para que saliera de su escondite.
“Buenas noches” dijo, posando su mano sobre el tapiz que lo salvaba de perder. Como siempre, le daba más gusto restregar en cara su capacidad de escabullirse bajo nuestras narices que ganar de primero.
Luego de muchas, muchísimas tardes—que nada tenían en común con aquella—lo extraño ya no era la ausencia de Julián, sino como las vidas de nuestras familias se habían acostumbrado a su falta. Como una marea, el tiempo pacientemente nos había aclimatado, robándonos de casi toda expectativa de escuchar su voz, hacerle lugar en la mesa o esperar sus visitas.
Mis primas y yo también volvimos a pasarla bien, pero sin volver a jugar al escondite. No le vimos el caso ahora que su mejor jugador no podía retarnos.
Años más tarde, cuando el recuerdo de mi primo traía más risas que lágrimas—y en ocasiones lágrimas acompañadas de una sonrisa—mis primas y yo tuvimos una pijamada. Las tres cursábamos la universidad, y nuestros padres bajaron juntos a la playa. Los exámenes finales no permitieron que fuéramos con ellos, pero se nos hizo difícil estudiar en lugar de ver televisión, echar chismes y pedir pizzas.
En varias oportunidades, Cori había mencionado que quería una güija.
Mi prima menor—que vivía obsesionada con el tarot, las cartas astrales y unos tales cristales—tenía meses con ese interés, pero nunca terminaba de comprarla. Parecía no tomar en serio la idea y—si somos honestos—es difícil conseguir una güija en Venezuela, donde la cosa es vista como un ritual satánico.
Pero al terminar una de las pizzas, Cori sacudió las migas de la caja y bajó tijeras y un marcador. Recortó un rectángulo de la tapa de cartón, trazó el abecedario, los números, el adiós, el sí y el no, la Luna y el Sol. Sacó un pequeño vaso de la despensa y con eso, su güija estaba lista.
“Guarda esa vaina Cori” le pedimos. A Emi le daba miedo todo lo relacionado con la brujería, a mí meramente me parecía una tontería—pero una en la que, de ser cierta y no una mera tontería, no valía la pena apostar.
“Porfa, no quiero hacerlo sóla” insistió mi prima. “He leído muchísimo sobre cómo usarla bien”.
No le tomó mucho tiempo para convencernos de posar nuestros dedos sobre el vaso que usaríamos de puntero. Apagamos las luces de su habitación, todas menos una pequeña lámpara, y comenzamos.
“¿Hay alguien aquí?” preguntó Cori. Recuerdo pensar que la pregunta era típica, sobre todo viniendo de alguien que presumía ser una experta en el más allá. Pero supongo que no hay otra manera de empezar.
El vaso permaneció quieto.
“¿Hay alguien aquí, además de nosotras?” preguntó mi prima de nuevo.
No sé si han escuchado o leído sobre la explicación psicológica de la güija, pero la teoría detrás de su funcionamiento va algo así: varias personas expectantes—tres muchachas, en este caso—tienen sus manos sobre un puntero, esperando con ansias y suspenso que este comience a moverse. Sea cual sea la pregunta presentada al tablero, sus mentes contestan de una u otra manera. Tarde o temprano, muy sutilmente, la presión de sus tres manos cederá en alguna dirección y el puntero se moverá tan sólo un poco. Sea cual sea la dirección de ese movimiento, las participantes creerán que quizás el triángulo de madera—o el vaso de cristal—se movió por cuenta propia, sin saber qué sus mentes proporcionaron el más leve e inconsciente empujón a sus dedos sobre el objeto. Un empujón tan diminuto que, típicamente, no sería capaz de deslizar el puntero, pero que con la ayuda de otras manos, inconscientemente motivadas, inicia el viaje del objeto por la tabla. El puntero se tropieza con alguna letra—r, m, o—y, repletas de expectativas, las mentes estimuladas completan la palabra que esta letra pudiera encabezar—risa, muerte, odio. Entre empujones inconscientes las participantes, sin saberlo, van navegando el puntero hacia el resto de las letras. Como es difícil que todas piensen en la misma palabra, es probable que el puntero termine yendo hacia letras que ellas no habían predicho, lo cual sólo añade a la impresión de que la güija se mueve por sí sola. Y así, terminan todas convencidas de que quizás la cosa no era tanto cuento.
Nuestro vaso se trasladó con decisión hacia el sí.
“Ay marica no, qué asco” dijó Emi, levantándose del suelo.
Yo no me sentí tan afectada por la respuesta. Ya estaba al tanto de cómo nuestro inconsciente es quien en verdad posee a la güija, y que no había respuesta más evidente a nuestra primera pregunta: obviamente, nuestras mentes (y dedos) estaban destinadas a moverse a ese sí.
Cori probablemente estaba de acuerdo, pues convenció a su hermana de que volviera a sentarse con un “no ha pasado nada”.
“¿Siguen ahí?” preguntó Cori, una vez nuestros dedos tocaban el vaso de nuevo. El puntero de cristal se agitó débilmente, y comenzó a moverse otra vez.
Hola
Las tres pausamos, esperando a ver si se nos ocurría qué preguntar. En esa espera, el vaso volvió a moverse. Circuló rápidamente el hola.
“No pueden moverlo” susurró Cori. Como yo, ella asumía que el puntero de la güija jamás se movería con tal velocidad. Al menos no por su cuenta.
Antes de que pudiéramos contestar, el cristal resumió su recorrido, brincando de letra en letra con la misma lentitud e irregularidad con la que primero se había animado.
C O R I N A…
E M I L I A N A…
M I C H E L E …
El vaso permaneció quieto sobre esa e, y nosotras permanecimos en silencio, sin saber qué decir.
“Hola” dijo eventualmente Cori, antes de solicitar si podíamos hacer preguntas. Mi prima nos había pedido que le diéramos dos o tres, las cuales escribió y puso a sus pies. El vaso se movió suavemente hacia el sí. Cori comenzó con las más sencillas.
“¿El año que viene iré a Francia con mis amigas?”
Sí
“¿Está Miguel Ángel, del salón de Emiliana, enamorado de ella?”
No
“¿Michele debería cambiarse de carrera?”
Sí
Era importante, según ella, que las preguntas fueran simples, sobre todo porque era su primera vez con la tabla. Idealmente, serían interrogantes con un sí o no de respuesta. Sin embargo, con cada pregunta nos aventuramos a compartir dudas más delicadas.
“¿Me voy a casar muy vieja?”
Sí
“¿Nuestros papás se van a divorciar?”
No
“Emi se esguinzó el tobillo… ¿podrá volver a jugar voleibol?”
No
Esas son algunas de las pocas cosas que recuerdo que preguntamos. Las recuerdo bien por lo equivocadas que estuvieron: jamás me cambié de carrera; para mejor, mis tíos se divorciaron antes de los sesenta; Emiliana, luego de muchos años de rehabilitación, volvió a jugar voleibol. Pero también recuerdo los que fueron una mezcla de curiosos aciertos: Cori sí atravesó Francia con su mochila y mejores amigas, y sólo volvió años más tarde, para mudarse con su ahora esposo a Lyon, con quien contrajo matrimonio a sus treinta y ocho años—lo que muchos, supongo, consideran un matrimonio “viejo”. No sé hasta qué punto estas profecías son sólo las historias que nos imaginamos que merecemos en nuestras vidas.
Ya exhausta la lista de preguntas, Cori quiso saber más de nuestros compañeros de conversación. Preguntó, con un tono tenso su pequeña voz, con cuantas personas compartíamos la habitación.
16, señaló el puntero.
Sólo nuestras tres sombras, estiradas por la gentil luz de esa lamparita, nos acompañaban. Pero la recámara se sentía simultáneamente más grande y más pequeña que antes.
Entonces Cori se quedó callada. Noté que el pensamiento que nutría ese silencio también había hecho lugar en los pensamientos de Emiliana, quien callaba como su hermanita. Y rápidamente, supe que ese silencio no provenía de mi prima menor. Venía del cuarto en cuyo suelo estábamos sentadas, en donde nuestras sombras nos hacían compañía, en donde dieciséis espíritus hablaban con tres solitarias mujercitas. Venía de la realización que en esta recámara, cuando éramos sólo niñas, habíamos jugado por última vez el escondite.
Súbitamente, todas sabíamos, sin decirlo, cuál era la pregunta en nuestros labios. Una que moría por liberarse, pero que ninguna quería decir en voz alta.
“¿Nuestro hermano es uno de ustedes?” preguntó finalmente Cori, en una voz seca y atragantada.
El puntero permaneció quieto.
“Julián… ¿estás aquí?”
El vaso pudo haberse movido hacía el sí, pero se arrastró a una respuesta que, años atrás, hubiera ablandado mi corazón, y no helado la sangre.
C O R I…
El cristal se quedó sobre la i, como si esperando que mi prima reconociera a quien la llamaba por su diminutivo.
“¿Julián? ¿Nos oyes?” preguntó Cori, quien trataba de no temblar. El vaso se movió.
Sí…
E M I…
Con eso quité mi mano y me puse de pié. El aire se sentía espeso, y algo de esto—precisamente porque pensaba que era falso—me perturbaba. Me parecía morboso y hasta malo para nosotras.
“Michele siéntate” me dijo Emiliana, quién también trataba de no temblar, a pesar de que claramente se le hacía difícil. “No pasa nada… ya ni tengo miedo.”
“No Emi ya…” le dije, inquieta. “Esto es demasiado raro. Si quieren las acompaño, pero ya no quiero jugar.”
El vaso resumió su trayecto. Me molesté, segura de que o Corina o Emiliana me manipulaban con algo tan delicado como la muerte de su hermano. No me parecía aceptable, o sano. Los dedos de mis primas y el vaso flotaban sobre las letras. Aún sin espacios, pude distinguir palabras.
paté y
El puntero no había armado ni la mitad de la segunda palabra cuando entendí lo que deletreaba. La repulsión de momentos atrás se convirtió en asombro.
paté y mermelada
Mis primas distinguían las palabras, pero no el significado. Así como mis padres escondieron la muerte de mi primo, hasta ese momento jamás le había contado a mis primas sobre el paté y la mermelada. En parte porque, con toda la conmoción relacionada a Julián, había olvidado la travesura a la que el tablero hacía referencia. Pero en ese momento, la recordé con absoluta claridad. Volvió a mí como si tan sólo días atrás hubiera abierto la despensa secreta de mi tía—la gaveta más baja de su maquilladora—y robado un frasco de paté de pato con mermelada de naranja, mi embutido favorito. De mis primos sólo Julián supo del hurto—él fue quien me dijo donde encontraría lo que buscaba. Dividimos el motín y juramos jamás contarle a nadie, y menos aún a las acusonetas que eran Corina y Emiliana.
No les dí todo ese contexto a sus hermanas, pero no les hizo falta. Con sentarme otra vez a su lado confiaron en que creía lo que ellas tanto querían que fuera cierto: estábamos hablando con Julián, después de casi una década. Atónita regresé los dedos al vaso y ayudé a mandar pequeños mensajes a mi primo. Le dijimos, una y otra vez, que lo extrañábamos.
yo también, contestaba.
“¿Hay algo que quieras decirnos?”
amor
Con cada respuesta sentía mis ojos lagrimear, mientras que Cori y Emi sollozaban, en esos llantos que vienen arropados de sonrisas. Transcurrió quizás un cuarto de hora y pedí permiso a la tabla—algo que, al comienzo del día, jamás me imaginé haciendo—para ir al baño. Cori trató de decirme que eso no estaba permitido, pero la güija apuntó al sí. Camino al lavabo, que pasaba por la cocina, me detuve. Me topé con algo que no había visto en años.
Un vaso, apenas más grande que el que usábamos de puntero, en la encimera. Lleno de agua.
Corrí a buscar a mis primas, para pedirles que bajaran y que fueran testigos de esto. Apenas entraron a la cocina rompieron de nuevo en llanto, y nos abrazamos. Admiramos el vaso con incredulidad, pues ninguna lo había puesto ahí y sabíamos lo que significaba: cuando de niña me quedaba a dormir y las tres caímos rendidas viendo películas, Julián nos cargaba a nuestras camas. Se encargaba, también, de colocar un vaso de agua en nuestras mesas de noche. Lo gracioso es que siempre se olvidaba de subir su propio vaso, el cual abandonaba en la misma encimera por flojo, y ahí quedaba hasta la mañana siguiente.
Sentimos—verdaderamente sentimos—que Julián estaba entre nosotras. Que nos quería hacer saber que estaba bien, cuidándonos.
Llenas de júbilo regresamos a la habitación. La emoción que cargábamos no nos dejaba volver a sentarnos alrededor de la güija. Por varios minutos recordamos otras peculiaridades de mi primo. Nos permitimos, por primera vez en mucho tiempo, revivirlas libres de tristeza o añoranzas: cómo Julián no compartía el pote de arequipe cuando veía fútbol; o la vez que le pidió a mis primas pretender estar enfermas, para que mi tíos cancelaran una ida al cine y él pudiera usar el carro; o las navidades en las que, sin siquiera dieciséis años, asumió el rol de San Nicolás y se disfrazó para los niños—rellenando el atuendo con bolas de periódico.
O sus mejores maniobras cuando jugábamos al escondite.
Por un largo rato, nos detuvimos a recordar el juego que nos habíamos prohibido volver a disfrutar. Tanto tiempo pasamos en ese punto, que Emiliana pidió apagar la única lámpara encendida en la habitación.
“Sigamos hablando, pero apaguemos las luces. Quiero que me dé sueño.”
Pero incluso con las luces apagadas permanecimos de pie, hablando de Julián. En ese cuarto oscuro, donde sólo las ventanas alumbraban un poquito nuestro alrededor, ya ni nuestras sombras nos hacían compañía.
Entonces escuchamos el grito.
Fue tan sólo uno, a nuestras espaldas. Profundo, agonizante. El alarido de un hombre mayor y grande, con una voz cavernosa.
“Marica… ¿Qué fue eso?” susurró Cori, hincando sus uñas a mi brazo.
No había necesidad de preguntar si el grito provenía de afuera. Incluso en esa oscuridad—a la que nuestras vistas ya se habían familiarizado—sabíamos que quien fuera que había gritado lo había hecho a pocos metros de nosotras, y desde el interior del clóset. El mismo donde Julián se había escondido por última vez.
Permanecimos pasmadas, en un abrazo que nada tenía que ver con el que habíamos compartido en la cocina. Esperando escuchar otro grito escapar del clóset.
Nada. Sólo ese grito, tan real como terror que aún siento al escucharlo en mi memoria, salió del clóset entreabierto. Al abrirlo por completo, y encender las luces de la habitación, sólo pantalones y blusas lo ocupaban. Juntas hicimos el mismo descubrimiento en cada recámara y tras cada compuerta de la casa, a pesar de que sabíamos que el grito—aquel horripilante chillido—había salido del armario. Hasta el día de hoy no tenemos dudas de ello.
Cori nos forzó a cerrar la güija, como es debido cuando se usa, y dormimos esa noche en la minivan que mis primas compartían. O al menos permanecimos despiertas en el vehículo, discutiendo sobre lo único en lo que podíamos pensar: ¿qué fue lo que escuchamos?
Entre hipótesis sobre demonios, almas en pena o espíritus burlones, Emi hizo la pregunta:
“¿Creen que era Julián?”
Esa noche tuve una pesadilla. Al despertar, me enteré que mis primas también la tuvieron.
En mi sueño Julián sonreía, tal como lo recuerdo. Sonreía desde la oscuridad de aquel armario. Pero tras unos momentos, me fuí percatando de que esa negrura estaba compuesta de cosas, mil cosas viscosas que se movían. Sanguijuelas del tamaño de un antebrazo.
Las sombras tenían colmillos. Una a una, los hincaron en mi primo, para chuparle la vitalidad a su cuerpo… e inyectarle algo más. Algo que tornaba su piel blanca, luego amarilla, luego verde. Y sus ojos y labios, a medida que se hinchaban, se volvían rojos, morados, negros. La oscuridad lo hacía más grande, y también más anciano. Menos Julián, y a la vez menos vivo.
Lo último que ví, antes de despertarme, fue a mi primo intentar gritar. Pero su lengua, ahora negra e hinchada, como las sombras que lo consumían, tapaba su poca. Asfixiaba el alarido.
La pesadilla dejó a mis primas abrumadas. Por muchos años habíamos escuchado que Julián había muerto en paz, durmiendo, y que descansaba en un lugar mejor. Pero tras la noche anterior, tras lo que habíamos soñado, no podíamos enjuagarnos de la idea de que su fallecimiento había traído un suplicio pavoroso. Uno que era aún peor donde fuera que nos esperaba. Cori, en particular, se vió afectada por todo esto.
“¿Y si estaba bien Emi?” preguntaba una y otra vez a su hermana. “¿Qué pasa si hice mal todo y ahora Julián está sufriendo?”
Emiliana le imploró que no pensara al respecto. Le hizo jurar, también, que dejaría atrás todo lo que tenía que ver con supersticiones o brujería. Mi prima mayor la acompañó entonces a bañarse, para ver si la calmaba. Antes de entrar al lavabo me pidió que me deshiciera de la güija, la cual debía de seguir en la habitación. “Quémala en la parrillera” me pidió “y rompe el vaso en el pipote de basura”. Al entrar al cuarto, efectivamente, encontré la tabla y el improvisado puntero en el suelo, rociados por la suave luz del Sol.
A diferencia de mis padres—que sólo me ocultaron la muerte de Julián por una semana—jamás le diré a mis primas que antes de coger la güija el vaso se movió una vez más. Sin necesitar que posara mis dedos en él.
Tampoco sabrán lo que el puntero deletreó, sacudiéndose de un lado a otro, antes de permanecer quieto para siempre.
dolor