¿Puede uno voluntariamente matar lo que ama?
La pregunta no es metafórica, sino literal: ¿es posible amar algo, verdaderamente quererlo, y a la vez asesinarlo sin piedad? ¿Tal cual la suela aplasta a la hormiga?
Hace mucho, cuando tenía menos de diez años y mi estatura apenas sobrepasaba un metro, conocí a un joven campesino, que vivía y laboraba en una granja andina del estado Mérida. Era flaco, enérgico, acogedor y de buen humor. A pesar de ser mayor que mis hermanos o yo, eso no evitaba que estuviera dispuesto a mostrarnos la finca y entretenernos.
Su nombre era Francisco.
La granja ocupaba el vasto terreno de una montaña, en el cual una enorme variedad de animales pastaban y eran criados entre sus hectáreas. Cochinos, gallinas, cabras, vacas… recuerdo incluso un riachuelo abarrotado de truchas.
La granja era, también, la propiedad de un escultor, cuyo nombre se escapa de mi memoria, pero cuyas obras mis padres coleccionaban ávidamente. En ella había erigido un espacioso taller, donde figuras de cera eran esculpidas y luego traducidas en moldes, los cuales topaba de bronce líquido. Alrededor de este taller, una docena o más de empleados (Francisco entre ellos) se encargaban de los quehaceres y el mantenimiento de ese tajo de paraíso merideño, el cual mi familia procuraba visitar cada semana santa.
Mientras mis padres pasaban el día admirando el trabajo del artista, así como compartiendo con él vino de mora y agasajos, mis hermanos y yo éramos atendidos por Francisco, el pastor y ganadero de esta casa de campo. Nos guiaba a diferentes lugares dentro de la parcela, a menudo trayendo consigo una pelota de tenis para lanzarla entre nosotros, o para improvisar una partida de quemao’.
Pero con todo y lo divertido de aquellos pasatiempos, ninguno superaba el matar las horas en la cocina: un galpón completamente abierto, cuya mitad estaba reservada para un establo, siempre habitado por tan sólo una vaca y quizás una docena de gallinas.
Mejor aún: la cocina albergaba también una camada de perros, de los más amistosos que jamás haya conocido, con quienes me revolcaba y jugaba a la pelota; a veces hasta al escondite.
A quien más querían estos canes era, precisamente, a Francisco. Lo rodeaban de la forma en que una tripulación de piratas acompaña a su capitán, y podían olfatear si alguien se las llevaba bien o mal con el muchacho. Creo que por ello todos y cada uno de los perros me quería, en especial Nana.
¡Cómo me amaba Nana! Era una hermosa boxer marrón de manchas blancas. Apenas me asomaba en la cocina la perra se abalanzaba sobre mí y me bañaba en lenguetazos. Su nariz era grande y negra, como una jugosa trufa.
“¡Ya Nana! ¡Abajo!” le imploraba, llorando de risa.
“Qué bella Nana” decía entonces Francisco. “Te quiere, chamito.”
Lo recuerdo decir eso al mismo tiempo que rascaba el grueso cuello de una vaquita. O quizás recuerdo mal, y en realidad acariciaba la cabeza de una de las gallinas, o frotaba la panza de uno de los cachorros...
Todas estas posibilidades encajan, indiferentemente de cual corresponda con el pasado. Francisco amaba a los animales, y ellos lo amaban de vuelta.
Por su lado la cocinera, Dominga, reía con Francisco cada vez que Nana me asediaba con su hocico. Esa viejita parecía vivir amarrada por la cintura al budare y las hornillas de esa cocina, perpetuamente revolviendo y aderezando los contenidos de una enorme olla, en la cual siempre burbujeaba algo con delicioso aroma.
Durante una tarde así - una de tantas - Dominga le pidió a Francisco “el favor” de acercarle una de las gallinas.
“¡Voy!” contestó de la forma más casual mi amigo el ganadero.
Casualmente, ya tenía entre sus manos a una de las aves. Había pasado alrededor de hora y media hablandole, con el cariño de un hermano mayor. No he vuelto a ver a gallinas gravitar a alguien más de la misma manera.
Sin decir más Francisco se puso de pie, cogió al pájaro por el cuello y le dio vuelta. Vuelta, vuelta, vuelta… hasta que la cabeza se separó del pescuezo.
Lo que dicen de las gallinas decapitadas es cierto: sus cuerpos revolotean por unos segundos, como si tratando de huirle a la muerte. Francisco esperó a que el cadáver se aquietara, sin alterar la expresión que portaba cuando, tan sólo momentos atrás, lo mimaba como a una mascota. Para él esto era tan mundano como para mí abrir un cuaderno en la escuela.
Una vez los restos de la gallina colapsaron, Francisco se los acercó a Dominga (incluyendo la cabeza) y la cocinera comenzó a prepararlos para el almuerzo. Francisco regresó al establo, donde encontró a la vaca. Abrazó al animal, apoyándo su cabeza sobre su frente.
Su mirada, plácida y serena, encontró la mía.
“Mañana le toca a esta” me dijo, dandole una palmada a la vaquita.
En los días anteriores, durante las visitas de mi familia a esta granja, varias veces había presenciado a Francisco peinar a esta vaca, besar su hocico, darle de comer y hasta revestirla con su propio poncho para resguardarla del frío montañez.
Y sin embargo ahí estaba, sentenciandola a morir; y anunciándolo como si avisara que una hija suya fuera a recibir la primera comunión.
En ese instante se agudizaron mis sentidos. Mi vista encontró el muñón de madera en el suelo, así como herramientas con filo que decoraban los rincones menos visibles de la cocina. Y las manchas que revestían sus superficies, al contrario de lo que antes supuse, no eran mugre u óxido, sino sangre. Vieja y acumulada.
El galpón era tan cocina como matadero.
Esa noche, antes de irme, abracé a Nana. Rogaba por que mi boxer favorita no fuera a terminar como la vaca, o esa gallina… Sin poder predecir que mis padres se separarían menos de un año después, y que no regresaría a la granja por mucho tiempo.
Y así como esa imagen, la de la mano ensangrentada de Francisco acompañando el cadáver saltarín y decapitado de la gallina, aún vive en mi memoria, otra visión marcaría mi mente años más tarde.
Estaba de viaje con amigos de la universidad. A petición mía papá coordinó con el artista, para que nos recibiera y pasásemos la tarde en su propiedad. Le había prometido a mis compañeros que este lugar era “lo máximo”, sobre todo porque habíamos alcanzado la edad donde nos correspondía una probada de ese famoso vino de moras.
Les había comentado también sobre Francisco, aunque no tenía idea si él seguía trabajando ahí. Una parte mía esperaba que ese fuera el caso.
Casualmente estacionamos la camioneta justo al lado de esa cocina. No habíamos ni apagado el motor cuando una camada de perros salió a recibirnos.
Tras ellos, para mi sorpresa, salió Dominga, idéntica a la última vez que la había visto; su pelo quizás un tanto más blanquecino.
Y de última, salió Nana. La trufa negra en su hocico ahora espolvoreada de blanco. Sus dientes ya escasos y amarillentos.
Dudo que la perrita me haya reconocido, mas mi alegría al verla seguro le resultó familiar, pues respondió mi saludo meneando la cola y lamiendo mi barbilla.
Pero ahí acabarían mis reencuentros.
“No mijo, Francisco se fué hace años a Colombia” me comentó Dominga tras preguntarle por el paradero de mi amigo. “Creo que a estudiar leyes, o ser plomero... qué sé yo…”
La noticia me decepcionó, pero no puedo decir que no la había esperado. Pocos quieren permanecer en el mismo lugar, o continuar siendo la misma persona, por casi diez años.
Además, ese no era el propósito de nuestra visita.
“¿Van al campo a ver el eclipse?” preguntó Dominga.
Efectivamente, sabíamos de antemano que el evento astral sucedería aquella tarde, razón por la cual escogimos ese día para visitar la montaña.
Disfrutamos un par de botellas del suculento vino antes de dar una vuelta por la propiedad. La sentí mucho más pequeña, y a la vez mucho más laberíntica, que cuando era tan sólo un niño.
El artista, quien nos dió la bienvenida pero estaba demasiado ocupado para acompañarnos, sugirió que observáramos el eclipse desde una pequeña pradera en el lado oeste de la finca. Ahí, según él, el cielo tendía a verse despejado, y la luz del sol parecía cubrir toda la grama.
Carecer de un guía lo hizo más difícil, pero eventualmente llegamos a un pedazo del terreno en el que los árboles se despejaban. Un diminuto valle donde, efectivamente, ni una nube tapizaba el azul celeste del cielo.
“Vamos a quedarnos acá” sugirió una amiga, al mismo tiempo que tendía un mantel en el pasto. “Aquí vemos perfecto.”
“No, no. Vamos al otro extremo del campo” respondí. “Hay una pequeña ladera donde podemos acostarnos.”
A nadie más del grupo le importaba estar cómodo, así que me fuí por mi lado, comprometido con mi presentimiento de que ello optimizaría la experiencia. Ya estaba sobre nosotros la hora del fenómeno, por lo que tendría que contentarme con mi decisión.
Sólo caminando hacia la verdosa vertiente, lejos de las risas y el cuchicheo de mis amigos, me percaté de que esta no era mi primera vez en la ladera.
Años atrás, sobre ese pedazo de tierra, mis hermanos y yo nos pasamos entre nosotros la pelota de tenis de Francisco.
Esa remembranza vino acompañada de una ligera sombra, la cual inundó el mundo que me rodeaba.
“¡Gon! ¡Empezó el eclipse Gon!” gritaron mis compañeros, al otro lado del valle.
Me puse las gafas especiales, alcé la mirada y vi como la luna revestía al sol de tinieblas. Tanto el cielo, como la montaña donde estaba parado, se bañaron en aquella luz tenebrosa, similar a la de una mañana oscura.
Jamás había presenciado una coincidencia tan espectacular, y agradecí por un instante poder verla a solas. Me permitía ocuparme de cómo la sentía yo, y no los demás.
Ese placentero agradecimiento duraría poco.
Un alarido lejano atravesó el valle.
Bajé la vista.
Un muchacho, delgado y un poco más joven que yo, corría desesperadamente, en medio del campo. Huía de una manada de perros. algunos más grandes, otros más pequeños. Todos querían matarlo.
Pude notar que el muchacho estaba asustado. Su vida estaba en peligro.
Note, también, que el muchacho era Francisco.
“¡Auxilió!” gritaba, una y otra vez. Su voz adolescente cedía al terror, degradandola a chillidos de niño, como aquel que aún vivía en él.
Una de las fieras hincó las fauces en su tobillo. El muchacho rodó al suelo, y la manada entera le saltó encima, para comérselo.
Curiosamente, ahí fue que entendí que estos eran los perros de la cocina. Aquellos que tanto adoraban a Francisco.
Parecían darse turnos para morder sus manos, sus batatas, y su rostro. Mordisco tras mordisco dejaban atrás menos de su piel y de sus músculos, pero el joven ganadero no dejaba de golpearlos, o de llorar.
“¡Soy yo! ¡Nana soy yo!” sollozaba.
Nana.
Entre tantos perros no podía distinguir a la boxer, pero sí había escuchado su nombre.
Dos personas más salieron de entre los árboles. Un tipo mayor, y una anciana.
El artista tenía más pelo y menos canas que cuando lo ví en la mañana. El cabello de Dominga ya no era blanco, sino meramente canoso.
Hasta de lejos podía ver que, inexplicablemente, eran más jóvenes.
El artista cargaba en su mano una estatuilla de bronce. De la misma forma que se sostiene un mazo.
“¡Ladrón!” fué la única palabra que llegué a distinguir del amigo de mis padres. Los alaridos de su empleado no me permitían escuchar lo demás.
Dominga tan sólo acompañaba al dueño de la granja, observando todo lo que ocurría.
Justo entonces, el ambiente comenzó a iluminarse; los rayos del Sol retornaban a la tierra. El eclipse estaba culminando… y con ello esta macabra escena se empezó a desvanecer, como una cortina de humo esparcida por la brisa. O como una memoria difuminada por el tiempo.
A partir de ahí alcancé a ver muy poco. El artista empujó a algunos de los perros y se arrodilló al lado de Francisco, quien alzó lo poco que permanecía de sus palmas y dedos, para protegerse.
Por su parte, el escultor alzó su obra a los cielos.
“¡Ladrón!” dijo de nuevo.
Y justo cuando la estatuilla colisionaba con el rostro de Francisco, la imagen terminó de desvanecerse, y el eclipse había terminado.
Ninguno de mis compañeros, al otro lado del pasto, presenció el mismo horror que yo. Cuando retornamos a la cocina doña Dominga (con su cabellera de nuevo blanca en lugar de grisácea) mencionó lo pálido que me veía.
Me ofreció un chocolate caliente, el cual acepté con temor, y sin poder dejar de ver a Nana. La perra me veía fijamente, jadeando con completa felicidad.
Nunca he regresado, ni planeo regresar, a la granja. No me cabe duda de que la visión que presencié aquel día fué un reflejo del pasado, de lo que ocurrió con mi querido amigo Francisco.
Tampoco poseo explicación alguna para justificar aquel espejismo. Quizás, en formas que los humanos aún no estamos listos para comprender, la naturaleza también esconde sus secretos. Quizás, sólo un encuentro entre las penumbras de la noche y el resplandor del día es capaz de propiciar la ocasión perfecta para revelarlos a quienes les incumben.
Mas no es lo sobrenatural lo que aún me persigue de este recuento.
Continúo atormentado por la idea de que Francisco amaba a este lugar, a su trabajo, a su jefe, a doña Dominga, a sus animales. Y se sentía, genuinamente, amado por ellos.
Pero entonces recuerdo como, a su vez, Francisco no dudó ni un segundo en acabar con la vida de esa gallina, o la de esa vaca.
Posiblemente, al igual que con estas criaturas, algo sucedió que cambió por completo los impulsos de estos, sus seres queridos.
Puede que en esa vida exista un orden natural de las cosas, en el cual la muerte es a veces el único resultado aceptable. Y que la necesidad de llevar a cabo ese resultado eclipsa cualquier afecto que el corazón pueda sentir.