Mamá,
Esta semana se cumplieron diez años desde la última vez que te ví. Han pasado muchas cosas que optaste por no compartir con nosotros: cumpleaños, viajes, graduaciones, navidades… Sé que fue tu decisión el no formar parte de estas memorias, pero conociéndote—lo poco que te conozco creo conocerlo bien—sospecho que la hubieras pasado bien.
Quizás te interese saber un poco en donde estamos hoy en día. Jamás nos fuimos de la casa donde nos viste crecer. Papá lleva cuatro años casado con Ana, su segunda esposa—aunque todos creemos que debió permitirse ese matrimonio mucho antes. Ana es una gran persona: dulce, atenta, entregada, honesta y firme. A veces esa firmeza puede ser un poco excesiva, pero también la hace confiable. Ha sido, en todos los sentidos, la madre que alguna vez tuvimos—sobre todo para Alonso, que no tuvo ni la oportunidad de conocerte.
Por cierto, Alonso ha cambiado mucho. Es muy bueno en básket, y dibuja bastante bien. Creo—y me importa poco si no te agrada—que le gustan los otros niños. Tiene más amigas que amigos, y cuando bromeamos que alguna le gusta se queda callado. Si tengo razón, ojalá sepa que puede confiar en mí y que nadie en esta familia lo va a rechazar, quiera a quien quiera. Pero ya contarnos será su decisión. Lo que importa es que por ahora parece ser un chamo alegre.
Agostina está muy bonita, pero anda en una onda patinetera que la tiene repleta de moretones y raspones. Papá dice que quizás lo mejor es que se fracture el brazo para que deje de andar arriesgándose, pero ella es demasiado inteligente para permitirse tal torpeza. Siempre ha sido la más inteligente, lo cual sospecho que le da rabia, porque todos sabemos que lo heredó de tí. Apenas tiene dieciséis y sabe que quiere estudiar ingeniería nuclear, probablemente en Estados Unidos.
Quiero hacer lo posible por no darte muchos detalles de nuestras vidas, incluyéndome. De mí no escucharás mención alguna de lo que nos gusta comer, nuestras películas favoritas o cómo resolvimos las peores peleas que hemos tenido desde que te fuiste. Tan sólo te comento los aspectos más públicos y superficiales de nosotros, aquellos que un tercero escucharía de alguien más, o que podría descubrir con una breve búsqueda en internet; como el hecho de que me gradué de psicólogo, hace poco terminé con mi segunda novia y que compré un corolla azul, el cuál estrené en un viaje a Río Chico. Más allá de eso, todo lo que te contaré a partir de este punto en esta carta considéralo un lujo, o un privilegio al cual renunciaste hace diez años.
No quiero que te quepan dudas mamá: cometiste uno de los peores y más crueles males que pudieras hacerle a alguien. Viste a tres hijos, para quienes eras el mundo, y decidiste darles la espalda, sin ofrecerles ni la más mínima razón. Hoy en día Papá reconoce que no eran una buena pareja, y sólo puedo asumir que tu infidelidad te daba más vergüenza de la que podías soportar con buena cara… pero la deshonra, pública o privada, pasa con el tiempo. Las preguntas que, en tu ausencia, quedaron en esos tres niños, no.
¿Mamá está brava con nosotros?
¿Mamá estará más feliz con su novio?
¿Será que mamá tiene otros hijos? ¿Los querrá más?
El tiempo y nuestros esfuerzos tan sólo les han bajado el volumen en nuestros corazones, y la relevancia en nuestras vidas. Pero hay una que no termina de desaparecer, o de hacerse más pequeña. Tan sólo retrocede, escondiéndose detrás de buenos momentos y distracciones:
¿Qué tan malos podemos ser para que nuestra propia madre nos abandone?
Sospecho que estaremos todas nuestras vidas tratando de contestar esa pregunta. Hay un dicho que dice que uno “perdona, pero no olvida”. La intención detrás de esa expresión—venganza—no encaja en mi situación: ojalá tuviera la capacidad de dedicarte esa amenaza, mantenerte en una deuda perpetua con nosotros. La realidad, mamá, es que soy yo el que me siento en deuda contigo. Tu partida me dejó con el deber, la multa, de tener que darte razones para que vuelvas. Eso es lo que no olvido.
Así como mis hermanos no olvidan tus actos. Aquellos que hacías en el vestidor del cuarto de visitas, con la máscara veneciana, las marionetas de trapo y cartón, y la manta de mariposas. Alonso y Agostina pidieron ver la danza una y otra vez, hasta el día que tu disfraz fue puesto por última vez.
Yo intenté, varias veces, tomar las riendas y reemplazarte. Papá lo intentó antes que yo, pero estaba demasiado deprimido. Cada vez que prometía hacer la danza, y entraba a la habitación y a ese armario para prepararla, se detenía. Hurgar entre tus blusas y chaquetas, a través de cajas de recuerdos que habían coleccionado juntos, lo tumbaba. Siempre lo encontraba sentado, usualmente en la cama de huéspedes. Parecía que se aguantaba las ganas de llorar, incluso a solas—y te digo esto para desmentir todas las veces que le dijiste que no te quería.
Eventualmente le pedí a papá que no se preocupara, que yo me encargaría de hacer el acto para mis hermanos menores. Quería que se ocupara de sentirse mejor, lo cual hizo entregándose por completo a su trabajo—supongo que su versión de la deuda fue algo como “si soy tan mal cónyuge que mi esposa me dejó por otro, pues trataré de ser un excelente empleado. Me empeñaré hasta dejar mis propios huesos en la oficina. Seré mal esposo, pero no mal proveedor para mis hijos”. Entonces, en las tardes donde papá se desvivía en la oficina, cumplí con continuar la función que tantas veces montaste para mí de pequeño.
Agostina y Alonso se sentaban en la alfombra de la habitación, la cual papá había convertido en el depósito de todas las cosas que dejaste atrás, pero que no se permitía desechar. Tal como tú hacías, colgué las toallas en la entrada al vestidor. Mis hermanitos aplaudían mientras me disfrazaba, y mientras colocaba a Figaro y Panchita—las marionetas que preservarte de tu niñez—en mis manos.
¿Te acuerdas cómo decíamos “¡rumba! ¡rumba!”? Pues esa emoción no se perdió ni en Agostina ni en Alonso. Y cuando Figaro y Panchita se asomaban por la cortina de toallas, saltaban como si fueran tus manos las que estaban dentro de los títeres. Juntos repetíamos la canción con la que Panchita, la monita, y Figaro, el gatico, bailaban entre ellos.
¡Tarara Tarara! ¡Qué lindo es bailar, tarara tata! Nos llena el corazón… nos llena la pancita… ¡Mereces un bombón! ¡Taratata!
Cuando Figaro y Panchita terminaban su danza, los niños se paraban para verme salir con el disfraz que tantas veces te pusiste: emergía con la manta de mariposas, como si fuera un fantasma, bajo la máscara veneciana de color azul plata. Aquella cara narizona que antes nos daba miedo, pero que en tu rostro se convirtió en Enzo: tío de Panchita y Figaro, y monseñor de la danza.
Y así bailábamos tus tres hijos. Nos tomábamos de las manos y dábamos vueltas, a pesar de que faltaba una cuarta persona en ese círculo. Girábamos saltando, sacudiéndonos como gelatina, de puntillas, dando patadas al aire e imitando animales (sobretodo monitos y gaticos). Como siempre, terminábamos la danza con un abrazo y le entregaba a Agostina y Alonso sus bombones, dos dentro de cada una de las marionetas—no eran los chocolates blancos que traías de Italia, pero eran chocolates al fin y al cabo.
Como puedes ver, recordamos cada detalle de tu pequeño acto. Como sé que los recuerdas también.
Unos dos o tres años después de que te fuiste, empezamos a olerte por la casa.
Como pasa tan a menudo, no le prestábamos mayor atención al aroma que te caracterizaba. Aquella fragancia que era una mezcla de cítricos, dulce por su delicadeza. Un olor que hoy en día aún me recuerda a llegar a casa del colegio, a cuando me ayudabas con la tarea, a montarnos en el carro para ir a las fiestas de navidad. Agostina y Alonso la sintieron de primero, en sus habitaciones. Luego la percibí en mi recámara, poco antes de que los tres hermanos la olfateáramos en el cuarto de visitas. Papá, a quién le mostramos el olor, se rehusó a darle credibilidad a su nariz… hasta el día que se despertó con tu aroma a mandarina mentolada en tu lado de la cama.
“Muchachos, ¿alguno de ustedes agarró el perfume de su mamá?” nos preguntó durante el desayuno. De las pocas cosas que dejaste atrás en tu tocador fue una botellita de uno de tus perfumes, en la que quedaban, como mucho, tres milímetros de su esencia. Claro, te llevaste contigo cajas y cajas de otros aromas, pero ni te preocupaste por la que estaba prácticamente vacía.
Por supuesto, nos enteramos de la existencia de ese frasquito en ese desayuno. Papá la había tenido guardada y escondida bajo llave, y ante su pregunta tuvo que dignarse a mostrarnos que la había atesorado junto a sus tarjetas de crédito. Intentó convencernos—o convencerse—de que quizás la habías olvidado, y que por más rabia que te tuviera no iba a deshacerse de algo que no le pertenecía. “Quién sabe” nos dijo, obviando que yo, su hijo mayor, tenía catorce años, “puede que vuelva a ver a su madre y ella quiera de vuelta el perfume.”
Pero aquel olor sólo fue el principio de sentirte por toda la casa. Muy pronto, las cosas empezaron a limpiarse y organizarse como sólo tú lo hacías: los armarios se arreglaban en el orden cromático, de colores oscuros a vibrantes, con el que siempre estuviste obsesionada; nuestros uniformes aparecían desplegados al pie de nuestras camas, con las medias rellenando nuestros zapatos negros; el escritorio de papá, que tanto te reprochaba que le tocaras, súbitamente volvía a tener los papeles, los dispositivos y los utensilios alineados en pulcras pilas. Tal y como hacías cuando vivías con nosotros.
Tu ex esposo, atónito, empezó a preguntar a los vecinos, tus amigas y tu familia si sabían de tí, o si te habían visto en el vecindario. Él, como nosotros, se ilusionaba con la idea de que quizás habías regresado a la ciudad. Pero sin importar a quien le preguntaba, la respuesta era la misma: nadie escuchaba de tí desde que te habías ido con Juan Carlos, aquel motorizado del que no se sabía nada. Por lo que ves, tu esposo e hijos no fueron los únicos a quienes abandonaste.
Con mayor frecuencia—a medida que encontrábamos más de estos pequeños rastros tuyos por el hogar—Alonso y Agostina me pedían que hiciéramos la danza. Los días en los que más percibíamos tu olor eran cuando más insistían, como si tuvieran que bailar mientras el aroma a limón y cayenas permanecía en el aire del cuarto de visitas; para sentirte lo más reintegrada posible al juego que tú misma nos enseñaste. Y como yo también estaba perplejo ante la intensidad de aquellas señales—de lo imposible que era negar que eran tuyas—accedía. Mis hermanitos, que tan pequeños te habían perdido, se merecían esa pequeña alegría.
Sólo hubo un día donde me rehusé a ponerme la manta, la máscara, a Panchita y a Figaro. El día donde todo cambió.
Ramón y su hermana Alejandra estaban de visita—me pregunto qué tanto recuerdas a Ramón, quien siempre se quedaba a almorzar. Mi amigo del colegio quería mostrarme un nuevo juego de Playstation que le regalaron durante un viaje, e invité a su hermana porque me estaba empezando a gustar (aunque nunca me atreví a invitarla al cine). Agostina y Alonso estaban arriba, viendo la película de Goofy en el cuarto principal. Papá seguía en la oficina. Al rato de jugar con la consola y merendar, mis amigos se fueron—su mamá los buscó antes del tráfico de la hora pico—y yo me quedé dormido en el estar del sótano. Algo del calor de la tarde y la serenidad después de que se van las visitas siempre me ha dado sueño.
Al despertar de mi siesta, ese olor del que tanto te he hablado impregnaba todo a mi alrededor. Hasta la tela del sofá parecía haber absorbido un poco de la fragancia, como si hubieras sido tú y no quien se acostaba en el mueble. Vi el reloj; el Sol seguía afuera y no había pasado mucho tiempo, pero la película de Goofy sin duda se había terminado, así que decidí chequear en qué andaban mis hermanos. Me pareció curioso que no me hubieran levantado para pedirme que les pusiera otro DVD en la televisión, así como me pareció inusual que la puerta del estar estuviera cerrada con llave.
No sé si lo recuerdas, pero esa es la única puerta en la casa que se cierra por fuera de la habitación. En más de una ocasión reprochaste que no se hubiera cambiado, pero hasta el día de hoy el cerrojo existe al revés, y sigue siendo normal que quien esté adentro se quede atrapado. A menos que, por supuesto, sepan donde está la llave de repuesto.
Desde que tengo memoria recuerdo que la escondían bajo la esquina más recóndita de la alfombra del estar. Pero una vez que te fuiste (y hasta el día del que te cuento), Papá la pegó con teipe en el centro del reverso de la mesa de café. Aun medio dormido la despegué y me dispuse a abrir la puerta, asumiendo que la había trancado sin querer, o que, como mucho, tus otros hijos me habían jugado una bromita. Apenas salí, y subí la escaleras del piso principal, esa calma de las 4 de la tarde, que usualmente me arrullaba a un sopor, me hizo sentir mal. La casa se sentía vacía… de la forma en la que la grandeza de una cueva es inquietante: el hueco que la ocupa hospeda rincones ocultos, y estos rincones hospedan cosas que no vemos, pero que nos aguardan.
La mayoría de las tardes yo era el único en casa—incluso sin mis hermanos, que estaban en alguna clase de karate o natación. Pero por primera vez, me sentía fuera de lugar. Súbitamente, no quería hacer ni el más mínimo ruido, sino escuchar. Abrir los oídos, a ver si podía detectar lo que se me hacía tan desconocido de mi hogar: como siempre, los pájaros e insectos tarareaban en el jardín, el murmullo de la ciudad apenas se sentía y en los cuartos escuchaba las vocecitas de Alonso y Agostina.
Pero la danza, y la tercera voz que la hacía con ellos, jamás la habían cantado por su cuenta.
Subí lentamente las escaleras a la zona de los cuartos, continuando mis esfuerzos de no hacer ruidos. Ahora, aún más que segundos atrás, no quería anunciar mi presencia. Quería darle crédito a mis oídos.
¡Tarara Tarara! ¡Qué lindo es bailar, tarara tata! Nos llena el corazón…
Mis hermanos aplaudían y cantaban, al compás de alguien más. No podía reconocer su voz. Consideré, por tan sólo un momento, que papá había regresado temprano del trabajo. Como deseé que esta fuera una señal de que sus ánimos estaban empezando a mejorar.
“¡Mami! ¡Mami!” dijo entonces Alonso.
A pocos pasos de la puerta, que afortunadamente estaba entrecerrada, me detuve, para detallar esa voz. Mi corazón, al escuchar a Alonso llamarte, parecía haberse inflado contra mi cuello, en una sensación que sólo puedo describir como ardor y vértigo.
¡Mereces un bombón! ¡Taratata! ¡Tarara Tarara!
La tercera voz sonaba como tú. O casi como tú. Tenía esa cualidad rígida de alguien que ha perfeccionado una imitación, pero que no es capaz de variar el tono de su caricatura. Lentamente, me asomé por la ranura del cuarto de visitas. Agostina y Alonso, ambos de pie, aplaudían junto a las manitas de felpa de Panchita y Figaro. Las dos marionetas se asomaban por las toallas del telón, cubriendo las manos de alguien quien, incluso desde el pasillo, olía a ti.
Cuando la persona corrió la cortina, entendí que no te veía, mamá. Esta persona era alta, más que yo o Papá, y por ende mucho más alta que tú. Y sus pies, descalzos, eran evidentemente los de un hombre. Mis hermanos menores no lo notaban, porque miraban arriba, pensando que estabas detrás de la máscara azul. Pero para mí, que confiaba en que no volvería a verte, sabía que quien lideraba la danza no eras tú. Quien sea que agarraba las manos de mis hermanos, escondiendo las suyas bajo la sábana de mariposas, no podía ser nuestra madre.
Sin pensarlo mucho cogí la lámpara de vidrio del pasillo—aquella que era un cubo pesadísimo, sobre la mesita con los perritos de cerámica que nos regaló la abuela. La arranqué del enchufe porque mis ojos sabían que eran lo más pesado que tenía a mi alcance, y porque sabía que tenía que actuar con una velocidad que aún me sorprende. Esperé a que el adulto que bailaba con tus otros hijos me diera la espalda, y afortunadamente lancé el cubo de cristal justo cuando las bisagras de la puerta chirriaron. Espero que te alegre saber que el cubo impactó justo en la cabeza del hombre, y que eso causó que su cráneo se estrellara contra la ventana. No sé si algunos de tus hijos seguiría con vida de lo contrario.
Agostina y Alonso chillaron por tí. Ni siquiera cuando Papá les confesó que te habías ido lloraron tu nombre como cuando el hombre atravesó la ventana y regó el vidrio por el cuarto de visitas. Yo los tomé de la mano y corrí al cuarto principal. Cerré la habitación, pasé la llave, y arrastré un gavetero frente a la puerta, mientras que Agostina y Alonso me pateaban y exigían que les explicara por qué le había pegado a nuestra madre.
“¡Matase a mamá!” me gritaban, de una u otra forma. Los arrastré al baño, y escuché a alguien embestir contra la puerta del cuarto al mismo tiempo que cerraba con llave el lavabo. Podía ver que mi barrera tan sólo me compró un par de segundos, y que jamás sería capaz de impedir que quien nos perseguía entrase en la recámara. Empuje a Alonso y a Agostina por la ventana de la regadera, que daba al techo de la terraza, y por ahí corrimos y pasamos al techo de la casa de los Lander—algo que tantas veces me regañaste por hacer con mis amigos. Agradezco a Dios que Cheo estaba en su residencia para abrirnos y llamar a la policía.
Asumo que para este punto de esta carta debes saber la identidad del hombre que casi se lleva a Agostina y Alonso, quien sabe para qué. Una patrulla encontró a Juan Carlos a pocas cuadras de nosotros, enredado con el alambre de púas del muro de alguna casa en el vecindario. Al parecer llevaba horas escondiéndose de jardín en jardín, de la misma forma que ocultó su vida y hacia dónde se fue contigo. Todo esto se le preguntó durante su interrogación, pero en más de un reporte a Papá el mensaje era el mismo: Juan Carlos, ese enigmático motorizado que te había encantado, era un lunático. Hablaba mucho de tí, y de tu tiempo con nosotros, pero jamás reveló a dónde te llevó, o qué fue de tu vida. En algún momento escuché que te describía como si fueras su personaje favorito de una serie de televisión que se había acabado. Sí llegó a confesar (aunque no sé si se puede llamar “confesión” al relato de un acto al que su responsable no considera un mal) que el momento en que empezamos a olerte fue el instante de que había llegado a espiarnos. Tu novio vivió por meses en el monte al lado de nuestra casa, ocupando su tiempo para venir a vernos. Se bañada con una de las muchas cajas de perfume que te habías llevado, entraba por el techo de la terraza por donde yo y mis hermanos escapamos de él, y nos espiaba. Donde fuera que te olíamos, o veíamos las cosas organizadas a tu manera, él había estado: en nuestras habitaciones, acostado al lado de papá, o viéndome mientras tomaba una siesta en el sofá del estar.
Juan Carlos murió hace unas semanas, de un infarto en medio de la noche. En los años que mantuvo el silencio acerca de tu paradero hicimos las pases con la falta de respuestas: como te conté, papá volvió a enamorarse, y tiró la última botellita con el resto de tu perfume cuando conoció a Ana; con el paso del tiempo Agostina y Alonso empezaron a entender que la persona que nos había perseguido no eras tú, y que probablemente nunca vendrías a danzar con ellos; yo deje de esperar tu llamada para contarte todo lo que acá te escribo.
Supongo que con la muerte de Juan Carlos siento que, así como Papá tenía ese fondito de la fragancia, yo perdí lo último que quedaba de tí en mi vida. Pero no quiero dejar ir ese pedazo de mi mamá sin poner, en algún lugar del mundo, algo que me he dado cuenta con los años.
Tu novio—si así se le puede llamar—te imitaba a cabalidad. Desde tu olor, hasta cómo reorganizaba el escritorio de papá, hasta como arreglaba la ropa en los armarios e hizo la danza con mis hermanos… Juan Carlos los efectuaba como si fueras tú quien poseía su cuerpo. A tal punto que todos contemplamos que quizás, de alguna manera inexplicable, estabas entre nosotros. La gente pudiera llamarme tonto o engañado por pensarlo, pero algo me dice que la única forma en la que este monstruo pudo haberte imitado así es porque le hablabas de nosotros, una y otra vez. Y que de alguna forma, eso revela que nos extrañabas. Así fuera sólo la rutina de soportarnos.
No sé que es de tu vida, pero sí sé que este hombre no te pudo hacer bien. Que si su demencia fue un peligro para nosotros, también lo fue para tí. Me pregunto si fuiste capaz de dejarlo antes de que llegara a ser demasiado tarde para salvarte a tí misma, porque fuera o no estar a su lado el castigo que te merecías, te he perdonado.
Espero, sinceramente, que estés bien. Para algún día pagarte la deuda que me has dejado.
Sinceramente,
Gio.