Costa



- Recuento de Santos, fotógrafo -

“Tápate los ojos, no veas.”

La orden de papá me tomó por sorpresa. Llevábamos horas atorados en el tráfico, y la luz del Sol tostando nuestro vehículo me había puesto somnoliento. Estaba impaciente de llegar a Margarita, y pasar Semana Santa en la playa.

Pero esa hipnosis de veraneo se interrumpió cuando pasamos el sitio del accidente. Movidos por el morbo, los otros conductores se aseguraban de bajar la velocidad para ver los daños, tanto mecánicos como humanos, de la colisión. Ahí yacía la causa de esa interminable tranca.

Yo compartía la misma fascinación de robar un vistazo de la tragedia, así que no los juzgaba. Furtivamente, mi mirada escudriñó entre testigos, oficiales y chatarra retorcida por algún cuerpo inmóvil, tendido sobre el pavimento.

Y rápidamente lo encontró, desplegado con negligencia sobre un charco de sangre.

“¡Te dije que no vieras Santos!” dijo papá al compás de un manotazo al volante.

Desvié mi vista del difunto justo cuando nuestro carro logró dejar atrás la escena de su muerte, y escapar del estancamiento. Mamá no esperó en advertirme algo que se tornaría cierto.

“Te vas a arrepentir de no habernos escuchado y andar mirando lo que no debías.”

Yo le insistí que “se relajara”, pues “no había visto nada”. Me era mucho más fácil mentir que digerir en voz alta lo que acababa de contemplar.

En el asfalto yacía un hombre, un poco más joven que mi papá. Su camisa blanca apenas mantenía en posición los estragos que se escapan de su estómago rasgado.

Tenía, también, una mueca extraña. Su mandíbula había quedado totalmente dislocada, dejando su boca, sangrienta y con varios dientes perdidos, horriblemente abierta. Y así, la perplejidad característica de una muerte fresca, parecía poseída por una sonrisa en el semblante de ese pobre hombre.

Llegamos a la playa esa noche, a una casa que alquilamos junto con mis tíos. Compartiría una litera con Juan, el más viejo de mis primos. Yo tenía 14 años en ese entonces, y él 8. Siempre nos las hemos llevado bien, pero ya sabía a quién le tocaría ser su niñero en estas vacaciones, y ese no era un prospecto particularmente divertido.

Afortunadamente el clima era espléndido, y desconozco cómo, pero los adultos consiguieron un par de playas prácticamente desiertas. No recuerdo mucho de los primeros días ahí, tan sólo una callada parsimonia, el grato contraste del calor solar con la frescura del mar, y muchas empanadas de cazón que comí cerca de un malecón.

Por su parte, mi primito Juan estaba completamente perdido en su mundo. Más allá de solicitarme una guerra de bolas de arena (la cual le permití ganar, por compasión), se divertía a solas, con su imaginación. Ojalá todos fuéramos tan afortunados.

Una tarde, ya cercano a esa hora de cautela ante la subida de la marea, pasaba el rato nadando debajo de las olas, para esquivar su impacto. Era una buena forma de matar el tiempo. Emergía del agua cuando divisé a alguien en el mar, a la distancia.

La persona estaba a unos 30 o 40 metros de mí, ya demasiado lejos para estar a salvo de la resaca. Caminaba hacia la costa lentamente, como una boya andante.

Me saludó con la mano. No lo reconocía, pero podía distinguir que era un hombre, así que voltee a la orilla, hacia mi familia. Vi a papá y mi tío sentados en sus tumbonas.

Había algo raro en el rostro y el cuerpo de ese extraño. Pensé, por un instante, que el tinte rojo y rosado en su pecho era una franela, antes de entender que en realidad contemplaba algo dantesco.

Era el muerto. Su mandíbula colgante esculpía esa mueca similar a una sonrisa.

Volvió a ondear un saludo con su mano, y noté por primera vez el doblez de una fractura en su brazo. Escapé del océano y corrí directo a mi familia, quienes reían en medio de un chiste.

“¿Pueden ver a alguien en el agua? ¿Ahí a lo lejos?”

Intenté ayudarlos a encontrar al difunto, pero era inútil: ahora yo tampoco podía verlo. Mi tía pidió que describiera lo que había pasado, pensando que alguien quizás se estaba ahogando.

“No me van a creer” respondí, “pero había alguien caminando de lejos, donde ya es demasiado hondo para caminar… y se parecía al muerto que vimos en la carretera.”

Mi papá me dió un manotazo, aderezando su reprimenda con una pequeña risa.

“Eso te pasa por ver lo que no debías de estar viendo, gafo. Hazme el favor y déjanos tranquilos. Acompaña a tu primo Juan a armar su castillo de arena.”

No pude dejar de pensar en esa persona. Sin duda la había visto, pero tuve que convencerme de que su espantosa similitud con la víctima del accidente había sido mi imaginación.

Los adultos mantuvieron su insistencia de no ser interrumpidos por “los jóvenes” durante el resto del día. A la mañana siguiente regresaríamos a la ciudad y, en pro de poder tomar unos whiskys y conversar abiertamente entre ellos, me pidieron que caminara con mi primito por el vecindario costero. No tenía más que hacer, así que accedí sin reproches.

Era una noche callada, y no había casi nadie en las calles. Me amargué cuando pasamos de largo a un par de compañeros de mi promoción, acompañados por un grupo de niñas de otro colegio. Sin duda la pasaban mucho mejor que yo. Actué distraído, pero no pude ignorar cómo se reían, aún creo que de mí.

Llegamos hasta el malecón donde había disfrutado tantas empanadas, y que coronaba la penumbra ondulante que era el mar de noche, antes de dar vuelta e iniciar nuestra caminata de retorno. Ahora éramos los únicos afuera, así que podíamos andar en medio de la calle. Durante el trayecto, volteé varias veces para asegurarme de que no venían carros.

Y en una de esas lo encontré por segunda vez, caminando por el medio de asfalto. Tal cual como nosotros.

El muerto nos seguía, lento pero seguro, a una distancia similar a cuando lo ví en el agua.

Pensé rápido. Antes de que Juan pudiera verlo, lo tomé de la mano y lo reté a una carrera de regreso. Fue lo único que se me ocurrió para alejarme a toda velocidad de ese lugar.

Esa noche, esperé en cama a que todos los adultos durmieran para a hurtadillas revisar y asegurar cada una de las puertas y ventanas de esa casa alquilada. Igual no pude dormir.

Sería en la mañana cuando vería nuevamente a ese fantasma, aparición, espejismo extraordinario, o lo que sea que haya sido.

Los carros habían sido cargados con las maletas, y arrancábamos nuestra vuelta a la ciudad. Sería un trayecto largo, y el tráfico sin duda sería igual de pesado que antes, pero me venía bien. Aprovecharía para reponer el sueño de la noche previa que pasé en vela.

Como acostumbrábamos, papá me pidió que diera un último vistazo antes de que el carro terminara de salir de la propiedad. Hacía años habíamos olvidado una tumbona, y esta pasó a ser una de esas minúsculas costumbres que, más allá de útiles, compenetran a una familia.

Un mal presentimiento, que me vino a mitad de dar la vuelta, se confirmó cuando vi por última vez al triste difunto. Trataba toscamente de escalar una reja de alambre baja que se imponía entre él y nosotros.

“No quedó nada papá”, sentencié al mismo tiempo que arranqué mi mirada del cadáver, y nuestro vehículo por fin partió.

Por meses me pregunté si esa aparición me continuaba persiguiendo. Arrastrándose más allá de las playas, a través de varios estados, llegando a nuestra ciudad, y eventualmente a mi.

Supongo que es cierto: hay cosas que nadie debería ver, a menos de que uno esté dispuesto a que te persigan de por vida.