Correa



- Recuento de Annie, enfermera -

Bella era la mejor mascota que yo Dan hubiéramos podido adoptar. La pequeña Yorkie era obediente, juguetona, cariñosa, y sentíamos que tenía un poquito nuestras esencias en su personalidad. A menudo decíamos que sólo le faltaba hablar para ser humana.

Pero más allá de eso, sabíamos que daría su vida por nosotros. Que olvidaría su tamañito, como tanto perros de su estatura hacen, para resguardarnos de cualquier peligro.

Luego de dos años casados, queríamos ahorrar para comprar nuestro primer apartamento en la ciudad. Mis suegros nos ofrecieron vivir por un año en su cabaña de verano, para evitar gastar en renta. Las idas y vueltas al trabajo serían larguísimas, pero decidimos que una temporada trabajosa valdría la pena una vez que tuviéramos nuestro propio hogar.

Soy una chica muy citadina, así que el pueblito donde quedaba la cabaña me aburría un poco, y luego de nueve meses ahí no podía esperar a irme. Sin embargo, siempre encontraba pequeñas cosas que volvían mi tiempo más ameno: el aire era más limpio, el ritmo de vida más gentil, los vecinos más amables y genuinos. En la noche el jardín, donde Bella adoraba jugar y revolcarse, se inundaba de luciérnagas. Dan y yo a menudo compartimos una copa de vino para verlas, volando bajo un cielo estrellado que no teníamos en la ciudad.

Caminar con Bella era otra de las pocas cosas que disfrutaba, así que lo hacía todas las tardes, un poco antes de que bajara el Sol. Manejaba hasta un pedazo de carretera cercano al bosque, y por ahí paseaba con mi perrita.

La tarde de nuestra última caminata era particularmente bonita y silenciosa. La luz del atardecer doraba todo a mi alrededor y el aire olía a primavera. La emoción de Bella de bajar del carro hizo particularmente difícil ponerle su correa.

A pocos metros del vehículo, escuché el sonido de algo moviéndose entre los arbustos.

No llamó particularmente mi atención. Ya me había acostumbrado a ruidos similares, provenientes de algún conejo o pajarito. Sólo por si acaso era una cascabel, acerqué a Bella un poco más al centro de la carretera, y continué caminando.

Jamás imaginé que, de la nada, cuatro coyotes se abalanzarían sobre mi perrita.

Todo sucedió tan rápido que ni al dolor le dió oportunidad de llegar a ella y hacerla chillar. Yo fui la única que interrumpió el silencio del campo.
“¡No! ¡Bella no!” gritaba con cada patada que le daba a los coyotes. “¡Déjenla!”

Pero ninguno la soltaba, o volteaba a verme. Estaban devotos a su presa, cada uno zarandeando sus fauces y jalando para su lado. Luchando por el bocado más grande.

Hubiera tirado de la correa con más fuerza, pero noté que su cuello empezó a rasgarse y teñirse de sangre. No quería ayudar a despedazar a Bella.

Continué pateando, hasta que vi su cara… y no encontré en ella ni un rastro de vida.

Era demasiado tarde. Si permanecía ahí sólo sería para ser testigo del resto de la carnicería.

Solté la correa. No pude evitar sentir que los ojos cadavéricos del animalito que había sido mi mascota me veían, llenos de confusión y miedo al ser arrastrada a los arbustos por los coyotes.

En silencio, regresé al carro y me fuí. Después de varios minutos pasmada, llamé a Dan. Sólo cuando escuché su voz pude parar el coche, y llorar desconsoladamente.

Esa noche un policía vino a confirmar que había encontrado lo que quedaba de la perra. Me insistió que no quería verlo, ni que tenía mucho sentido tratar de buscar los restos, pero me trajo la correa que había dejado atrás, en el camino.

Por mero hábito, la guindé en el perchero de la entrada, y me olvidé de ella. En los días próximos sólo pensaba, con rabia, en que no podía esperar para al fin dejar ese pueblo. Y en que daría lo que fuera por volver a tener a mi perra.

Entonces empecé a tener las pesadillas, o lo que fuera que hayan sido.

Siempre empezaban con el sonido de los lloriqueos de Bella.

En el sueño, creo, recorría por cada rincón de la cabaña, buscándola: las escaleras, la azotea, los baños, el sótano… A medida que más me acercaba a sus llantos, más se escuchaban los gruñidos de los coyotes. Acechando la vivienda, tratando de devorar una vez más a Bella.

Y siempre que la encontraba, escondida debajo de algún mueble, y tiraba de su correa para sacarla, me daba cuenta que jalaba de algo completamente distinto: una hebra de sus delgados intestinos, pegados a lo poco que quedaba de su pecho y cabeza. 

Al despertarme, amanecía con la correa entrelazada en mis manos. Como si la hubiera buscado en medio de la noche y traído a nuestra cama, pero sin memoria alguna de haber hecho ninguna de las dos cosas.

Al igual que mi esposo, intenté no pensar mucho al respecto. Desde pequeña había sido sonámbula, y asumimos que con el tiempo las pesadillas dejarían de suceder.

Pero todo se volvió aún más difícil de dejar atrás cuando empecé a sentir a Bella durante el día.

De la nada escuchaba el andar de sus patitas caminando por el piso de madera, o el chillido de su juguete favorito, o el gentil toque que me daba en la pierna cuando cenaba y me pedía comida. En cada ocasión volteaba, y me entristecía cuando no la veía ahí.

Aunque no podíamos explicar cómo percibía todo esto tan vívidamente, empezó a agobiarme la culpa de haberla abandonado; como sabía que ella no hubiera hecho con nosotros.

Llegué a preguntarme si quizás quería que la buscara. Que esta era su manera de hacerme saber que estaba esperando por mi, a que recuperara lo que sea que quedaba de su cuerpo entre los arbustos de ese camino.

Uno de los últimos días antes de volver a la ciudad, tomé un saco de tela y me dirigí al lugar del ataque, el cual había evitado a toda costa. Caminé el trayecto entero, tratando de prepararme mentalmente para encontrar algunos de sus restos, quizás un par de huesitos, y llevarlos conmigo al jardín de la cabaña, donde planeaba enterrarlos.

Pero apenas mis ojos divisaron en la distancia el camino de tierra, tuve que voltearme y regresar. Me estaba imponiendo una penitencia carente de sentido, y la cual no podía cumplir. Todo lo que quería hacer, a estas alturas, era seguir adelante con mi vida.

Llegó, finalmente, el día de la mudanza. Yo manejaría nuestro vehículo, y mi esposo me seguiría en un camión con nuestras cosas.

Ya en camino, recordé algo que arruinó mi emoción: la única forma de llegar a la autopista dirigida a la ciudad, era atravesando la carretera del ataque.

“Tomará sólo un segundo” me dije en voz alta. “Un segundo y listo: puedes olvidarlo.”

Apreté el volante al cruzar hacia el camino de tierra, y procuré mantener la vista al frente cuando pasé de largo el lugar donde ví por última vez a mi perrita.

Pude respirar al dejar atrás los matorrales. “Listo”, pensé

Y justo en ese instante, escuché un ladrido. Incesante, y adolorido.

Miré el retrovisor, esperando ver el reflejo de algún perro pequeño que habíamos pasado. Pero no había más que el camino, el camión conducido por mi esposo, y el sonido de los aullidos inconfundibles de Bella.

Chillando, como no pudo hacerlo la tarde en que la despedazaron.

Como si nos estuviera implorando “por favor, no se vayan sin mí”. 

Semanas atrás, esos ladridos me hubieran hecho parar el carro. Pero ese día aceleré. A fondo. Sin mirar atrás.

Necesito saberlo: ¿Soy despiadada por haber acelerado?