Con el tiempo he aprendido que todo cambio es también una especie de transgresión. De una forma u otra, ataca y altera lo que conocemos.
Les quiero contar por qué más nunca voy a acampar en la montaña de mi ciudad, el cerro Ávila, a pesar de ser lo que más me gustaba hacer desde mi niñez. Y a pesar de que, acampando, conocí a mis mejores amigos.
Hace años, en 1990, decidimos organizar un "reencuentro" con nuestra querida montaña, después de varios meses sin visitarla. Nuestra graduación de bachillerato, y el inicio de nuestros estudios universitarios, nos había mantenido ocupados.
La subida al punto favorito del grupo, “Los Platos del Diablo”, fué acompañada por el atardecer. En el trayecto los matorrales arañaron gentilmente nuestros antebrazos y pantorrillas, luego refrescados por la niebla, aquella que hace sentir que uno está en la nada. Tal cual como cuando éramos niños.
Para nuestra grata sorpresa, 6 meses sin acampar no nos había quitado aún la capacidad de convertir el ascenso en una larga charla, donde cada uno ofreció un recuento de su nueva vida. En su turno, Javier preguntó si todos “seguíamos pendientes de meterle a la ayahuasca.”
Una parte mía había esperado que se le hubiera olvidado, pero con pocas ganas dije que sí, así como el resto del grupo. La preparación, que incluía una dieta vegana (muy difícil de respetar en Venezuela), había sido tan estricta que no valía la pena tirar el esfuerzo.
Pero esta alteración a nuestra actividad preferida me inquietaba. Entre risas presentía que mi plan de la infancia acababa de recibir su primera estocada. La primera transgresión.
Más tarde, ya asentados en los platos, Javier terminaba de preparar el té alucinógeno. Sentía ansiedad, y el deseo silencioso de que se le estropeara la infusión, así que me aparté del grupo para disfrutar a solas mi vista favorita: Caracas, y la distancia que me refugiaba de ella.
A mis ojos, la ciudad que me vio crecer era tan sólo una grandísima laguna de luces, arropada en un edredón de nubes.
Eso, agradecía, sí que no había cambiado: En ella quedaban todos mis problemas y preocupaciones. Atrás, lejanos. Para cuando regresara de mi reencuentro con amigos.
“¡Juan!” gritó de lejos Samuel, interrumpiendo mi soledad. “¡Deja de hacerte la paja y ven a probar esta vaina!”
Javier, asumiendo (yo diría que jugando) el rol de “Chamán”, se ofreció a no tomar y “guiarnos en nuestro viaje”. No vale la pena que dé muchos detalles de cómo se sintió. Si te gusta vomitar y sentir que tienes retortijones o diarrea, supongo que la ayahuasca es para tí.
También lo es si buscas ver cosas maravillosas, y temibles. Mi entorno se multiplicó infinitamente sobre sí mismo, convirtiendo mi realidad en un panal de abejas sin salida... A excepción de un túnel a través del cual veía la destrucción de una casa en la playa por una bomba atómica. Su nube en forma de hongo, de colores morados, naranjas, cyan, y rodeada por relámpagos salvajes, crecía hasta el cielo, hasta el espacio, hasta las estrellas...
Las estrellas… No sé cómo, pero ahora estaba acostado y observando a la intemperie el cielo estrellado, el cual rotaba como un caleidoscopio. Todos mis amigos me acompañaban. Luisa, una de mis amigas, estaba acostada conmigo, acurrucada en mi pecho.
Recordé entonces cómo hace unos años nos habíamos gustado. Nos emocionábamos cada vez que nos veíamos a solas, sin el resto del grupo. Pero esa complicidad risueña parecía haberse esfumado en el verano, con un viaje de mi familia a Londres. O al menos así lo creía.
Pensando en eso supe que el reencuentro que se suponía iba a alegrarme, como el abrazo de un viejo amigo, sólo había logrado invocar en mi una gran angustia y amargura.
Ese cielo fulguroso, junto a esa tristeza, son mis últimos recuerdos antes de, supongo, quedarme dormido.
Desperté hiperventilado, aún empapado en esa terrible ansiedad y sin sentirme del todo sobrio. Mis manos sintieron los sacos de dormir, y mis ojos eventualmente detectaron el contorno de mis compañeros durmiendo alrededor. Respire profundo: estaba en mi carpa.
Me senté, buscando algo de quietud. Traté de imitar con mi respiración el suave rumor de las nubes, como el aliento de esta montaña conocida como “el pulmón de la ciudad”.
Trataba también de sacudir esa enorme tristeza de saber que había corrompido esta experiencia idílica e inocente. No la estaba pasando mal, para nada. Pero ya no era lo mismo.
Volteé a ver a mis amigos. Entre los cuatro en la carpa, reconocí el contorno ondulado de la única persona con cabellera rula: Luisa. El que durmiera al lado mío me dió algo de paz. Quizás, en esa noche que se sentía tan terminal, algo nuevo en mi vida iba a comenzar.
Súbitamente, Luisa cogió mi brazo. Volteé a verla, y luego de una breve pausa, me abrazó. Y yo le devolví el abrazo.
Jamás la había olido tan de cerca. Sentí en ella el suave aroma a sudor, y a la humedad de la neblina. Me estrujó con más fuerza, y fué entonces que las yemas de mis dedos lo sintieron:
La espalda de Luisa estaba descubierta. Todo su cuerpo estaba desnudo.
Mis músculos se entorpecieron, y pensé que esto era irreal. ¿Cómo podía estar pasándole esto a mi, alguien que aún no había tenido, siquiera, la experiencia de besar a otra persona?
Noté la pastosa sequedad de mi lengua. La oscuridad, y los nervios, sólo me permitían ver el contorno de los rulos de Luisa al momento de ella tomar mi rostro, y darme mi primer beso.
Inmediatamente, mis labios se petrificaron. Suena gracioso, pero su aliento no era natural. Apestaba a carne vencida, a pantano, a mugre perpetua.
“Perdón, no sé si-” susurré al tratar de separarme, pero Luisa me volvió a besar, esta vez con más fuerza. Pero algo en su boca, velada por la oscuridad, había cambiado.
Se había expandido y vuelto viscosa, emanando más de esa pestilencia. Intenté no respirar, escapar de ese hedor a vísceras y bosta. Trataba de apartarla suavemente.
Fue entonces que cambió, una vez más, la textura de lo que besaba. Su garganta expulsó algo sólido y peludo. Algo que se movía.
Y me mordió.
La empujé de golpe, asustado. Su silueta permaneció inmóvil, viéndome. Podía distinguir algo en su rostro, zarandeando de un lado al otro, chillando agudamente.
Mis manos encontraron una linterna en el suelo, y la encendí.
Su luz reveló a una rata, con sus pequeñas garras estiradas hacia adelante, tratando de escapar de la boca de mi amiga.
No, no era su boca. Por un momento no entendí que veía, pero pronto reconocí que el roedor trataba de escapar de la tráquea de una serpiente, con sus fauces abiertas de par en par; brillantes por su baba, y la mía. A sus lados, los ojos del animal me veían con codicia.
Y ese rostro, de cuya boca salía la serpiente, no era el de mi amiga, sino el de una completa desconocida. Entre sus greñas sucias y sudadas, su mirada maldita había encontrado la mía.
Solté alaridos, patadas, puños. Todo el grupo se despertó y trató de calmarme. Ya no éramos cuatro en la carpa, sino tres, todos hombres. Lucía dormía en la otra con sus amigas.
Varios de mis amigos intentaron convencerme de que era una alucinación, pero mis labios ensangrentados tenían las marcas inequívocas del mordisco de una rata, y no cabía duda de que mi terror era real. Eso también los asustaba.
Sólo Javier, el único que no se había drogado, permanecía en silencio, viendo el piso. Concentrándose en su respiración.
“Yo también la ví'', confesó finalmente. “Juan gritó, y por un segundo vi a alguien que no reconocí en la carpa.”
En un santiamén empacamos todo y regresamos a la ciudad, aún a altas horas de la madrugada y mucho antes de que saliera el sol.
El grupo y yo seguimos viéndonos desde entonces, aunque no hemos vuelto a acampar como hacíamos en el colegio. Subimos semanalmente, pero siempre buscando regresar a la ciudad antes de las 5 de la tarde, cuando el Sol comienza a esconderse. Creo que al graduarnos, la naturaleza nos desterró de ese plan.
Desde entonces, he escuchado cuentos de una bruja que corre por el monte.