Cocina



- Recuento -

Hace 5 años me mudé a este apartamento, en medio de un sofocante y húmedo verano. Era la primera vez que iba a vivir completamente solo.

Me tomó un buen tiempo convertir el pequeño estudio, donde un mismo espacio es mi cuarto, sala y cocina, en mi hogar. Mis cosas permanecieron embaladas en cajas por meses, y ni siquiera tomaba la iniciativa de cocinar en casa, a pesar de que había hecho mercado. Creo que veía el apartamento sólo como un lugar para retraerse del mundo. En las noches esperaba largos ratos para quedarme dormido en mi cama sin sábanas, tratando de ignorar la pegostosa humedad de la ciudad, viendo las altas y vacías paredes blancas con la luz que entraba por la ventana aún sin cortinas, de vez en cuando abofeteando una mosca de los cambures que compraba pero nunca me comía. Y en esa espera, tarde o temprano me dormía.

La cocina se separa por una pared y el marco de una puerta, así que es más oscura que el resto de la habitación. Como una semana después de mudarme, tuve un sueño.

En el, me despertaba en medio de la noche, sin fuerzas para moverme, acostado pero con la mirada ya clavada en la entrada de la oscura cocina. Y en ella había alguien, viéndome desde las sombras.

La presencia estaba escondida detrás del marco, con apenas los ojos asomados para verme. Tenía la piel clara, y el pelo marrón y corto. Yo quería levantarme, pero ella me insistía que no lo hiciera, hablando siempre en susurros. Por alguna razón la obedecía.

“No no, no te pares. Quédate acostado”. No podía distinguir si era hombre o mujer.

En el sueño la persona me hacía preguntas casuales: cómo me llamaba, qué hacía, si me gustaba vivir solo. Yo no tenía miedo, me sentía indiferente con su compañía. Eventualmente me desperté. Estaba acostado en la misma posición que en el sueño, viendo directamente hacia la cocina.

Pasaron dos semanas antes de volver a tener el mismo sueño. La persona me veía a escondidas, susurrando preguntas sobre cosas mundanas, de esas que hablas con un conocido que te topaste en la calle. Luego fue sólo una semana, después tan sólo días, y eventualmente empecé a tener el sueño tres o cuatro veces por semana, siempre despertándome en la misma posición, viendo hacia la cocina.

Fue entonces que sus preguntas tomaron otro tono.

“¿Quieres verme?”

Ahí fue la primera vez que sentí temor. Algo en su propuesta me alarmaba instintivamente, como si supiera que sería una revelación que me haría daño. Le dije con firmeza nerviosa que no.

“¿Estás seguro? ¿Por qué no quieres? ¿No te da curiosidad saber cómo me veo?”

Le imploré que no, y no insistió más; por lo menos no esa noche. Desde entonces siempre me hacía la misma pregunta, presionando con mayor hincapié que en su visita anterior. En una ocasión empezó a bajar su cabeza asomada, como si estuviera acercándose al piso.

“Voy a arrastrarme hacia tu cama, para que me veas.”

Me senté y le dije que no, sobresaltado. La persona alzó su cabeza, como si estuviera parándose, sin nunca dejar de mirarme. Esta vez al despertarme estaba sentado, viendo hacia la cocina.

Con el paso del tiempo, estas pesadillas empezaron a afectar mi día a día. Vivía agotado, y en las noches me dormía angustiado, deseando no tener otra visita. Una tarde, pensándolo a fondo, se me ocurrió intentar negociar con la presencia. Le permitiría que se mostrara un poco, con tal de que permaneciera en la cocina y no se acercase. Quizás, pensé, es una parte de mí, tratando de comunicarme algo desde mi inconsciente.

Fue así que la próxima vez que tuve el sueño, y pidió revelarse, accedí a que descubriera su rostro. Permaneció en silencio por lo que sentí fueron largos minutos, viéndome… y lentamente sacó su cabeza de detrás del marco, sus ojos reflejando una mueca parecida a una sonrisa.

No recuerdo exactamente que vi, sólo como me sentí al verlo. Era como el rostro de una persona, casi humano. Esa sutil diferencia me perturbaba, como si todas sus facciones estuvieran ligeramente alteradas, corridas, dislocadas… era el semblante de algo que aún no había perfeccionado la imitación una cara.

De haberla visto en la calle hubiera sentido lástima. Pero en la cocina de mi casa a oscuras, con su mirada puesta en mí como un santo de iglesia, sentía miedo.

Y así la miré, por mucho tiempo, hasta despertarme. Las siguientes noches me acostaba con temor de volver a tener una visita, y de que esta cosa se animara a mostrarse más. Sin embargo, decidí continuar durmiendo con mi mirada dirigida a la cocina. No quería ceder tanto poder en mi vida a una pesadilla. 

Esperé días, semanas, unos meses, y el sueño no regresó. La revelación fue el último vistazo que tuve de la presencia. Sin embargo, me quedaba una visita.

Casi un año había pasado y decidí colgar unas cortinas negras, para reposar en completa oscuridad y así descansar mejor. Fué sólo entonces que empecé a dormir dándole la espalda a mi cocina, ya sin siquiera tomar en cuenta lo ocurrido.

En una de las primeras noches de este experimento sentí que me desperté, en medio de la completa penumbra. De haber tenido a alguien en mis narices no lo hubiera sabido.
 
Y escuché una voz, susurrada a pocos centímetros de mi nuca, pero sin el calor que sentiría del aliento de alguien tan cerca de mí.

“Soy yo. Ahora siempre estaré contigo”.

Traté de golpear a quien estuviese detrás de mí, pero no hice contacto con nada. Recordando a la presencia, esperé a despertarme. Seguro, pensé, este era tan sólo otro sueño.

Me quedé esperando en la oscuridad, en silencio. Esperé y esperé, hasta que los primeros rayos del sol se escurrían entre las cortinas, y acepté que ya estaba despierto.

Nunca más volví a ser visitado.