Cuando se busca un nuevo apartamento es importante contar con ciertos “mínimos”. Lo digo porque, más temprano que tarde, uno ajusta sus expectativas y se resigna a pagar mucho más por mucho menos del monto máximo que juraste—y declaraste con total vehemencia—estarías dispuesto a pagar.
Es por ello que los “mínimos” son cruciales: impiden que bajemos de más los estándares. En mi caso, los míos no pedían mucho: donde fuera que yo y mi amigo Nirav rentásemos, debía estar libre de pestes, goteras y contar con al menos una ventana en cada habitación.
De esa lista, la planta baja de la casa sólo ignoraba la primera—una diminuta cucaracha pegó la carrera cuando abrí la gaveta donde se escondía. Un par de semanas atrás eso me hubiera descalificado al piso, pero tras una secuela de desalientos y aplicaciones negadas, sabía que insectos era más aceptable que roedores. Nirav y yo accedimos a alquilar el apartamento, con el entusiasmo de quienes encontraron un condominio recién construido.
Aquella emoción no era un acto. Conseguir un apartamento en esta ciudad, cuando se es un estudiante sin dinero, es toda una proeza. Además, la casa a la que pertenecía el piso quedaba casi a las puertas del centro, y los dueños—que se ausentaban la mayoría del año, para escapar del invierno—nos permitían hospedar invitados.
Una noche de Febrero, en medio del único invierno que Nirav y yo pasamos en la casa, la planta de mi talón se rasgó con el primer clavo.
Eran quizás las dos de la mañana. El piso estaba a oscuras y me desperté a medias para ir al baño. A mitad del camino, algo filoso se hincó en mi planta. Como un anzuelo, salido de las tablas del suelo.
El dolor del puntazo no fue grande, pero tampoco estaba acostumbrado a un pinchazo tan cerca del hueso. Naturalmente, grité. Mi amigo salió de su habitación, también adormecido.
“¿Tienes alcohol?” me preguntó, al mismo tiempo que extrajo mi planta del suelo. Al detallar qué la había atravesado, descubrimos que se trataba de la astilla más grande que jamás habíamos visto. Una negra navajita, con la longitud de mitad de un lápiz, asomada entre las tablas del piso. Nirav juraba que era metal, yo de madera. Ambos dimos por sentado que era una de las peores imperfecciones de una casa tan vieja y descuidada, en la que pedazos de su descuidado y desencajado suelo estaban destinados a asomarse de forma inoportuna.
Mi amigo me acompañó al baño, donde lavé el hueco y ambos opinamos que—por poco—no había necesidad de sacarme puntos. Acto seguido, busqué pinzas y un martillo, para extraer la astilla (o el clavo, según Nirav) que había arruinado mi noche.
Del incidente, sólo quedan dos o tres gotas sangre. El diminuto puñal se había desvanecido. Los dos asumimos que se había vuelto a deslizar entre las tablas, obra y gracia nuevamente de las imperfecciones de la residencia.
Dos días después, en medio de mi almuerzo, fué Nirav quien gritó. Lo encontré maldiciendo y sobando su pie, el cual había sacado por su cuenta. Otra astilla (o clavo), similar pero quizás un poco más grueso, se alzaba desde la ranura de dos crujientes tablas. Había traspasado su planta—al punto que armó una pequeña tienda de campaña en el empeine—y al extraerlo Nirav tuvo que contener el sangrero con una mano. Inmediatamente corrí a buscar el botiquín; mi compañero aún no tenía acceso a la seguridad social, así que era imperativo resolver la masacre sin tener que ir al hospital.
Con gasas y alcohol en mano, escuché otro grito. Uno que no era de dolor, sino de espanto.
“¿Quién diablos eres?” preguntaba Nirav con alaridos. “¡¿Quién diablos eres?!”
Encontré a mi amigo de pie en la sala, viendo en dirección a una silla de madera de Ikea. Su dedo apuntaba a la rendija de la calefacción, apenas asomada detrás del asiento.
“Había alguien viéndonos desde ese hueco” me dijo, soportando un temblor en su voz.
Pero el hueco de la calefacción era demasiado pequeño. Hasta un niño de cuatro o cinco años hubiera tenido problemas para caber en él. Nirav lo sabía, pero poco le importaba: sus ojos habían visto otros ojos asomados en la rendija, tal como ahora me veían a su lado.
Por varios días, Nirav sólo hablaba y pensaba en aquellos ojos. Buscaba cualquier excusa para permanecer en la sala, y donde sea que estuviera en la casa, se la pasaba volteando de lado a lado, como los futbolistas hacen ciento de veces por partido. El estudiante de programación juraba que tarde o temprano volvería a agarrar otro vistazo de aquella presencia; escondida en la rendija, espiandonos debajo de un sofá, escabulléndose dentro de un armario. No ayudaba que, desde que la vió, los dos habíamos vuelto a tropezar—quizás docenas de veces—con las astillas. Las plantas de nuestros pies parecían las espaldas azotadas de un Cristo, repletas de arañazos y costras que teñían de sangre nuestras medias y calzados. Producto, pensé yo, de una casa muy descuidada. Obra, pensó Nirav, de algo que jugaba con nuestros pies y nuestras mentes.
El segundo vistazo lo obtuvo Nirav en su habitación. Quedaban pocas horas antes de que sonara mi alarma para ir a trabajar en el Starbucks del vecindario, pero fueron los gritos en la otra recámara los que me despertaron. Corrí en dirección a los alaridos, y encontré a mi amigo pegado contra el respaldar de su cama. Su rostro, usualmente tan moreno, pudiera haberse camuflajeado con las blancas sábanas.
“¡Estaba en mi cama Lorenzo! ¡Estaba al borde de mi cama!”
Arrimó una de sus piernas. Incluso en medio del ajetreo me recordó a una osa, resguardando a uno de sus ositos.
“Me pellizcó el pie Lorenzo… fue su pellizco lo que me levantó.”
Mi amigo llamó al propietario hasta despertarlo y preguntarle a gritos que quien vivía con nosotros. Que si sabía del flacucho mequetrefe que llevaba semanas destruyendo nuestros pies, que si sus otros inquilinos también habían sufrido sus enfermas maldades y travesuras, que si por ello la renta del lugar era curiosamente tan barata. Pregunta tras pregunta, logró que el propietario cortara la llamada. Acto seguido Nirav tomó asiento, y lloró. En uno de esos llantos que se toman prestados de la niñez. Traté de consolarlo, sugiriendo que si tanto le afectaba esto siempre podía buscar otro lugar para alquilar.
“No tengo a donde ir” me recordó. “Soy inmigrante… soy pobre… vine sólo.”
Yo entendía, como sólo otro extranjero puede entender. Y fue precisamente por esa comprensión que me dispuse a asistirlo en eliminar—o al menos ahuyentar—al perpetrador de sus pesadillas. Todos los días echamos baygón y colocamos veneno de ratas, ratoneras y hasta clavos cerca de las salidas de la calefacción. En las noches no era mi alarma ni un grito de Nirav los que me despertaban, sino los pasos de mi compañero de cuarto. Rondando por la casa, en búsqueda de su tercer vistazo.
Muy a menudo el sonido de sus pasos era interrumpido por un quejido, el cual indicaba que había dado con otro clavo. No mucho antes aquella queja hubiera tomado la forma de un grito, pero la recurrencia del encuentro entre nuestros pies y las dagas de las tablas había achicado nuestra reacciones. Por más que Nirav trataba de contener el sonido—para evitar despertarme—mis oídos sabían lo que acababa de suceder.
Entre astillas, baygón, ratoneras y venenos mi paciencia empezó a menguar. Mis esfuerzos dedicados a la búsqueda eran cada vez menores, y mi inacción le dió a entender a mi amigo que ya no podía contar conmigo. Tenía que ocuparme de estudiar, trabajar en la madrugada, dormir y esquivar—en la medida de lo posible—las astillas que al irresponsable de propietario poco le importaba remover.
Pero mi aversión a la búsqueda se debía al miedo que me causaba la obsesión de Nirav.
La convicción de su tormento, la forma como le dedicaba cada instante de ocio, sin permitirse ni un momento de paz, comenzó a sentar bases en mi imaginación. Más pronto de lo que me creía capaz, permití que su miedo se convirtiera en mío, y semana tras semana empecé a temer toparme con el responsable de los clavos. Comencé a creer—verdaderamente creer—que tarde o temprano agarraría un vistazo de lo que sea que había visto mi amigo. Él lo describía como una sombra; una descripción tan vaga que mi mente la amoldaba, por su cuenta, a las más tétricas formas y visiones: una figura alta, fuerte y filosa, de mirada blanca y dientes de sierra.
Pero no se puede estar alerta todo el tiempo. Uno no puede prever todas las instancias donde algo puede suceder. Para bien o para mal, queramos o no, eventualmente bajamos la guardia.
Justo antes de las vacaciones de verano—cuando el frío había terminado pero las cortadas en nuestros pies continuaban—conocí a una chica. Una muchachita griega que estudiaba relaciones internacionales. Tras sólo tres meses saliendo nos fuimos de viaje a México, a mochilear y disfrutar de verdaderas playas—y no de esas estafas que ofrecen los lagos de Canadá. Nirav se llevaba bien con mi novia—ambos compartían una gran afinidad por los videojuegos—y asumo que por esa misma razón, esperó a saber que teníamos nuestros pasajes para implorar que me quedara.
“Sé que te estoy pidiendo demasiado…” me dijo, cabizbajo, “pero prometo que encontraré la manera de pagarles a los dos por sus boletos…”
A esas alturas lo comprendía. Tras tantos ratos de silencio en la casa, marinando en aquel temor y detallando las costras en mi pies, capaz hubiera pedido lo mismo. Pero por más lástima que me daba la posición en la que mi vacación ponía a Nirav, no quería perder la oportunidad de viajar con esta chica. Le aseguré que regresaría en menos de dos semanas, y le recordé que yo tampoco quería perder nuestro alquiler, relativamente tan barato.
El vuelo saldría a las cinco de la mañana, por lo que decidí usar mis últimas horas antes de partir al aeropuerto para empacar en lugar de dormir. Mi novia, que era mucho más diligente, soñaba en mi cama mientras yo preparaba mi neceser. Nirav también dormía; era una de las pocas noches donde sucumbía al cansancio, en lugar de deambular por el piso. Saber que todo el mundo reposaba, mientras que yo corría contra el reloj, sólo amargaba la prisa con la que me preparaba. Cuando por fin lancé el neceser dentro de mi maletín de mano, me percaté de que no me había afeitado en días. Podía lidiar con la comezón de mi incipiente barba, pero quería estar lo más listo posible para mi viaje, así que a regaña dientes volví a sacar mi bolsa de higiene. Y como ya era de esperarse, en vías de volver al baño pisé nuevamente una astilla.
Maldije en un susurro enfurecido. Por supuesto—pensé—no podía irme de viaje sin otra cortada de despedida. Esta era particularmente grande, pero sabía que su cortada no requería de mucha atención. Todas las que la habían precedido me habían enseñado a medirlas en base a la intensidad de su dolor.
Frustrado y sintiéndome aún más apresurado, continué con mi recorrido al baño, pues tendría tiempo después de afeitarme para revisar y limpiar la herida. En medio del proceso, y con la mitad del rostro aún cubierto de espuma, sentí por primera vez en toda la noche que estaba agotado. Quizás era el silencio que sumía el apartamento, o la suavidad y el cuidado con el que las hojillas recorrían mi mandíbula, o las seis horas de servir café durante el día… probablemente todas fueron las razones por las que mi vista se hizo pesada, o por las cuales ví a otros ojos viéndome.
Algo en el pasillo me veía, desde abajo. No lo quería creer entonces, pero hoy no tengo dudas al respecto.
La luz encima del espejo era la única encendida en todo el apartamento, por lo que no puedo decir con certeza cómo se veía. Sí creo que era muy distinto a como, por tantas semanas, lo había imaginado: el espía que me observaba desde la oscuridad, asomado debajo de una alfombra como si debajo de esta hubiera una trampilla, no era una sombra. No tenía colmillos con la longitud de dedos, o un par de puntos blancos por ojos.
Su mirada era grande, eso sí creo recordar. Tan grande que hasta me dejó el recuerdo de las dos esferas con las que me espiaba; dos pupilas diminutas, nadando en medio del pálido amarillo de esos globos. El brillo de esos ojos venía prestado de la bombilla del espejo, mientras sonreía como lo hacen los niños—y al mismo tiempo como nunca lo harían.
Y tan súbitamente como lo ví, desapareció. Aún con la cara llena de espuma salí del baño y encendí las luces de la sala. Lo único que quedaba de mi visión era la alfombra levantada, como si alguien le hubiera dado una puntada, o como si un bulto se hubiera desvanecido debajo de ella.
El dolor de la herida, fresca en mi planta, pulsaba con cada latido de mi corazón; como si mi alteración le diera vida propia. Pensé, por un largo rato, en si debía despertar a los demás, o en si debía manifestar en voz alta lo que quería creer era sólo un engaño de mi fatigada cabeza. Después de todo era tarde, y viajar siempre me ponía nervioso.
Consideré que lo mejor era aplanar la alfombra y resumir mis preparativos de último minuto.
Ya en Puerto Escondido, regresando de nuestro tercer día en la playa para bañarnos antes de cenar, revisé el celular por primera vez desde la mañana. Además de algunos mensajes en instagram y en grupos de whatsapp, el nombre de Nirav ocupaba toda mi pantalla. Tenía varias llamadas perdidas y al menos una docena de textos.
Hey hermano, discúlpame que te moleste, pero puedes llamarme? Acabo de descubrir algo…
Discúlpame que te llamé, pero es que necesito hablar contigo
Bro, estás recibiendo mis llamadas?
Todos compartían el mismo tono urgente, suplicante. Asustado. Le hice saber que apenas veía el celular y le pregunté qué había sucedido—aunque no necesitaba explicaciones para suponer la causa de su alarma.
Cuándo fue la última vez que te vacunaste contra el tétano?
La pregunta de Nirav me tomó por sorpresa. Además de estar confundido, era incapaz de recordar la última vez que la había recibido. La inyección es uno de esos asuntos médicos que, aunque primordiales, se pierden en la memoria.
Jajajajaja what? Ni idea, por qué?
Mi compañero de habitación me envió una foto. El retrato de su mano ensangrentada, gracias a un generoso hoyo en su palma.
Ando pensando en ir a sacarme puntos, me dijo antes de enviarme una segunda fotografía, la cual me hizo entender que Nirav siempre tuvo la razón.
La imagen era de un manojo de puyas—aquellas que yo pensaba eran astillas del suelo de nuestro apartamento pero que en realidad, tal como predijo mi amigo, eran clavos. Los primos agigantados, oxidados y cavernícolas de unos alfileres. Nirav los había conseguido dentro de una bolsa de patatas fritas, al sentir como uno de ellos traspasó su mano.
Mi novia de entonces, horrorizada, le ofreció a Nirav quedarse en su casa durante la duración de nuestra estadía en México. Nirav aceptó, pero no sin antes sugerir que regresara antes y que buscásemos de un nuevo lugar donde vivir. Tímidamente rechacé ambas ideas.
Varias cosas sucedieron luego de recibir esas fotografías.
Sin más que decir, apenas recibí los mensajes en Puerto Escondido desempaqué y revisé cada centímetro de mi maleta. Con el cuidado de quien desarma una bomba, una a una desplegué y sacudí mis prendas. Apenas alcé mis zapatos de deporte, sentí algo caer en su interior. Hasta ese momento sólo había usado sandalias en el transcurso de viaje, incluso en el avión.
Lentamente vertí lo que se encontraba al fondo del calzado. Los clavos cayeron sobre la cama sin tender del hostal. No sé cómo ni cuándo llegaron a estar en el fondo de mis zapatos, para aguardar al mismo pie cuya planta, meses atrás, por primera vez rajaron.
El otro suceso se dió inmediatamente luego de este descubrimiento. Esa misma noche mi novia me ofreció que me mudara “temporalmente” a su habitación. Sus tres compañeras de piso jamás apreciaron que “temporalmente” terminara siendo casi la mitad de un año; así como yo no aprecié que fue precisamente esa larga estadía lo que asfixió aquel apasionado y a la vez engañado noviazgo.
Nirav tampoco apreció cuando le dije—en medio de mi viaje—de este cambio de planes. Lo estaba dejando por su cuenta para buscar a alguien que tomara mi habitación, y para lidiar con lo que vivía bajo las tablas. Pero en cuestión de días—incluso antes de que regresara—encontró otro lugar donde quedarse, una casa con otros estudiantes hindúes.
Pero lo más consecuente se dió en el transcurso de varios años, después de recibir las fotografías de Nirav. Cuando el dolor empezó a crecer a través de su mano.
Se manifestó junto a una montañita en su piel, lo que parecía una inusual verruga. Luego una ampolla, cada vez más grande pero demasiado densa para drenar, y luego la punta de un hueso… revelado por la piel que se adelgazaba sin pausa. Algo, dijeron los estupefactos doctores, le estaba carcomiendo la mano. Cuando llegó el día de amputarle el miembro—porque valía más la pena perderlo que permitir que la corrupción se extendiera por todo el brazo—Nirav ya contaba con acceso a la seguridad social. Mi primer amigo en este país tuvo que aprender a ser zurdo, y yo tuve que aprender a cómo pedirle disculpas, una y otra vez, sin dejar de sonar sincero—o poner en él la carga constante de otorgarme su perdón.