La tarde que falleció mi mamá confesé sin problema algo que antes me tragaba:
“¿Ven? Por esto no creo en Dios.”
Nunca más volví a mencionarlo, pero me cuesta creer en la existencia de un ser que parece estar siempre ausente, como todo un extraño. Cuesta tener fé en alguien que nadie conoce.
Otra cosa que no todos conocen es cómo se siente estar al borde de la muerte, y vivir para contarlo. Se convierte en una sensación tan nítida en tu memoria, de la misma forma que todos conocemos cómo es estar despierto, y cómo se siente soñar.
Por eso sé que lo que vi en la noche que pensé que iba a morir no fué un sueño. Aún no sé qué creer al respecto.
Todo empezó un viernes, cuando desperté sin poder respirar, y con el peso de un yunque sobre mi cuerpo.
Tan sólo días atrás, a pocas semanas del inicio de la cuarentena en España, había sido diagnosticada de tener COVID-19. El virus que estranguló al mundo me había alcanzado.
Al principio no era más que un resfriado común. De no ser por mi hija ni me hubiera hecho la prueba, aunque hoy en día admito que temía salir positiva y ser parte de algo tan nuevo, y tan repentino. Los médicos, ante la suavidad de mis síntomas, sólo me prescribieron descansar en casa. En un par de semanas eso debería curarme.
Inicie el reposo un martes. El miércoles seguía igual, a la expectativa. El jueves, para mi grata sorpresa, me sentí algo mejor y lo anuncié a toda mi familia y amistades por WhatsApp.
Entonces llegó ese viernes. Mis pulmones conocieron la sensación de haber olvidado cómo respirar o retener aire, y mis piernas conocieron una nueva debilidad, la cual les impedía sostener al resto de mi cuerpo.
Prácticamente arrastrada por mi esposo, fui internada en el hospital y aislada en una habitación de cuidados intensivos, donde viviría mis horas más frágiles y terroríficas. Vi con la impotencia de un observador cómo mi realidad seguía el libreto de las noticias: me estaba convirtiendo en una cifra más, precipitándome a ser otra presa de la pandemia. Arrastrada por una marea salvaje que hacía de mi vida algo minúsculo e insignificante.
A pesar de los cuidados de médicos y enfermeras, mi salud continuó deteriorándose. La noche del domingo sentí que me estaba yendo. Desvaneciendo. La mejor manera de ponerlo es que me estaba abandonando. Le envié un mensaje a mi esposo, el cual no tengo memoria alguna de escribir:
“Creo que de esta no salgo.”
Y así lo creía. Estaba convencida de que este podía ser mi final, y que en medio de los delirios donde mi conciencia iba y venía eventualmente vería solo negro, sin saber qué estaba viendo, o quien era, o sabiendo del todo.
Pensé que me tocaba despedirme de mis hijos, escribirles cuánto los quiero y que siempre iba a estar con ellos. Que recordaran que sólo se tienen el uno al otro, porque el resto de la gente va y viene.
Pero no quise hacerles esa canallada, estando ellos tan lejos y sin la posibilidad de verme. Dos viven fuera del país, y mi hija no podía visitarme. No iba a agregarles otra angustia, y más cuando las cartas no estaban echadas. Aún quedaba algo de esperanza. Una lucecita en medio de una densa nube de humo.
Así que, en los instantes que me lo permitía el delirio, traté de despedirme en mi mente de ellos y de todos mis seres queridos. Uno a uno, los traje a mi imaginación para decirles adiós y gracias. Les daba un fuerte abrazo y los dejaba ir, para darle paso a la siguiente despedida.
Pensé entonces en Dios. Aquel en el que no creía.
Por primera vez en mucho tiempo, conscientemente me puse en sus manos. Le dije que no quería irme, pero que confiaba en que tomaría la decisión correcta.
Y así me quedé: esperando... esperando... esperando...
Esperando hasta que, imagino, perdí el conocimiento.
Y de la nada, escuché música. Un ruido viniendo del pasillo, el cual abrió mis ojos.
A duras penas me senté en mi cama, y escuché con atención. La música era entonada por una multitud de voces, todas femeninas. Era una especie de canto gregoriano.
Tomó minutos, pero logré levantarme y, en medio de jadeos, caminar hasta la entrada de mi habitación, lo más lejos que me permitía llegar el tubo de la máquina de oxígeno. Abrí la puerta.
Un brillo impresionante me forzó a cubrir la mirada. El canto inundaba cada rincón del piso. Poco a poco, pude ver la imagen que se grabaría por siempre en mi memoria.
En el pasillo de la clínica había una especie de procesión. Una larga fila de monjas, vestidas con hábitos negros. Llevaban consigo unas velas altas, altísimas, que daban muchísima luz.
De ahí venía esa desbordante claridad, que encandilaba todo: filas y filas de esas velas, como enormes cirios de iglesia. Daba la ilusión de que sus llamas se encontraban en las alturas, uniéndose en una gran lengua de fuego.
Recuerdo el calor de esa luz con absoluta nitidez: abundante brillo y ardor, al compás de esas monjitas en marcha.
Confieso que, además de asombro, esta escena me irritaba. Estaban molestando a todos los pacientes en estado crítico.
“¿Pero bueno qué pasa?” les reclamé. “¿No se dan cuenta que van a despertar a todo el mundo?”
Las monjas no me hicieron caso. Continuaron su procesión, dando pasitos cortos. Noté a otro paciente, un señor como de mi edad, salir de su habitación, o hasta donde también le permitía su máquina de oxígeno. Encandilado y atónito por lo que veía.
“¿Están locas?” insistí. “¡Tienen un escándalo montado!”
Fue entonces que una de ellas volteó y me miró directamente. Su rostro, bondadoso, muy dulce, me dió una suave sonrisa de labios cerrados.
Y desperté en la cama del hospital, inhalando una enorme bocanada de aire. Era de día.
Me sobrellevaba una sensación de irrealidad. Sé cómo se siente un sueño, pero lo que había vivido, por más increíble que fuera, no se parecía en nada. Y de haberlo sido, es sin duda el sueño más real que he tenido en toda mi vida.
Permanecí sentada un rato largo, contemplando la noche anterior. Al rato, escuché una conmoción en el pasillo.
La habitación de ese paciente, el cual también vió la procesión, estaba siendo desalojada. Sacaron de ella un cadáver envuelto en plástico, como una bolsa de basura para el bajante. No sé si el cuerpo era el de ese señor, pero sin duda salía del mismo cuarto. La pandemia, tal cual una marea salvaje, había arrastrado otra vida, convirtiéndola en algo minúsculo e insignificante.
Curiosamente, ese día empecé a mejorar. Quedaba un largo trecho para recuperarme, pero los médicos estaban sorprendidos con mi progreso, y a la semana volví a casa a terminar mi reposo.
Todos me dicen que la procesión fué una pesadilla, pero incluso en mi apartamento la sentía, a veces hasta en mi habitación. En las noches, dormida o despierta, mi rostro captaba el calor de ese resplandor, y mi olfato, aún cuando ausente por el virus, recogía el aroma a cera de esas velas en fuego.
Hasta el día de hoy me pregunto: si este fué mensaje de Dios, ¿qué quiso decirme? ¿Asegurarme que me cuidaba? ¿Hacerme sentir en deuda por mi falta de fé? ¿Decirme que pudo ser mi cadáver en la bolsa, o al contrario, que no era mi momento? Dicen que hay que ver para creer. Esta bien: ahora creo. ¿Pero qué pasa si al ver crees, pero no entiendes?
Por eso me esfuerzo en enfocarme en aquello que, precisamente, creo porque lo entiendo: cada día es un regalo, y son los pequeños momentos de felicidad con nuestros seres queridos lo que más importa. La vida es impredecible, y nuestro tiempo para amar y ser amados limitado. No sabemos cuando el río cambie de cauce, acelere y nos lleve a una catarata.
A menudo pienso en todo eso, y en lo que vi esa noche. Quizás nunca sabré el significado, si es que había uno del todo. Sólo queda conmigo lo que me hizo sentir ese momento: ni miedo, ni paz.
Solo impresión, y esa luz.