Aquella tarde entramos a sala, y descubrimos a dos personas ocupando nuestros asientos.
“Muéstrame los tickets hijo” me pidió mi padre.
Le echamos una rápida ojeada a nuestros boletos y efectivamente, esas eran nuestras butacas.
Papá se acercó y, muy amablemente, le informó a los jóvenes extraños que esos eran nuestros puestos. La sala estaba prácticamente vacía, así que los muchachos con acento se cambiaron a la fila de enfrente sin chistar.
No me había ni reclinado en el sillón cuando mi padre reanudó su conversación con los turistas.
“Where are you from?” les preguntó con genuino interés.
“California” respondieron.
“Ah!” exclamó papá. “I did my masters in California!”
Mi padre jamás desaprovechaba la oportunidad de entablar una conversación. Idas a restaurantes, museos o el cine se alargaban unos treinta minutos gracias a las súbitas tertulias que iniciaba con cualquier transeúnte que llamara su atención. Y es que ese era el superpoder de papá: interesarse genuinamente en las vidas ajenas. Hallar incontables temas de conversación en los detalles más triviales de un desconocido.
“And how long have you been in Spain?” preguntó mi padre a los californianos, luego de casi cinco minutos de interrogarlos gentilmente.
“Ya Pa” le susurré, “creo que quieren charlar entre ellos.”
Papá se rió, les deseó que disfrutaran la película y tomó su asiento a mi lado. Le pasé su refresco (siempre una Coca-cola de dieta) y dispuse mis palomitas grandes sobre el reposabrazos entre nosotros. Papá hincó sus dedos en el mantequilloso bidón y extrajo su primer manojo de maíz, el cual arrojó poco a poco en su boca.
Crujido, crujido, crujido.
Crujido, crujido, crujido.
En menos de un minuto extrajo su segundo puñado, y tuve que acercar el pote a mi.
“Bueno papi pero déjame algo. La película ni ha empezado.”
La verdad nunca me gustó que papá insistiera en sólo pedir una orden de palomitas para los dos cuando él terminaba atragantándosela toda. Pero aquello era tan intrínseco a nuestro ritual de ir al cine una vez al mes que se había tornado protocolar. Ya ni se me ocurría cuestionarlo.
Pero además, parte de todo ritual involucra también pequeñas concesiones. Papá obtenía la mayoría de nuestros agasajos, pero era yo quien - a menudo a su pesar - escogía la película.
Saqué mi celular para responder a un mensaje de whatsapp, y le di play a un video de un pitbull robándose una bandeja con tocino, sin recordar que tenía el volumen al máximo.
Ninguna de las otras seis personas en la sala se inmutó ante los distorsionados ladridos. Papá, por su lado, volteó como si hubiera escuchado un cañonazo en su oreja.
“Pero bueno hijo, estamos en un cine.”
“Perdón, ya apago el celular.”
Mas en vías de silenciar el teléfono me entró una llamada, la cual inició los primeros acordes de Whole Lotta Love, de Led Zepellin. Hice lo posible por colgar de inmediato, pero no me adelanté a la molestia de mi progenitor.
“Tu de verdad que eres una cosa seria” resopló.
“Ya pápa, basta” le respondí, en un tono similar a un ladrido, al mismo tiempo que apagué el dispositivo. No hay cosa que deteste más que ser regañado en público.
Ahí mismo cesó de contestarme, y al minuto la sala bajó las luces y dió inicio a los trailers. Pero no podía sacudir de mi cabeza la forma en la que le había hablado a mi acompañante.
Papá y yo siempre tuvimos diferencias, pero incluso en nuestros momentos más álgidos procuraba jamás hacerle sentir que me molestaba su presencia. Desde el divorcio con mi madre le atormentaba la idea de que a su único hijo le fastidiaba su compañía; que de no ser por un sentimiento de obligación jamás querría hacer planes con él.
Es cierto que mi padre se había vuelto menos sensible con el tiempo, pero ese seguía siendo un punto débil para su autoestima.
No me tranquilizaba que papá, siempre tan conversador durante nuestras visitas al cine, permaneciera callado después de mi comentario. Incluso había dejado de comer palomitas.
Ya papá. Basta.
Mis palabras retumbaban hasta en las más profundas bóvedas de mi memoria.
Media hora después del inicio de la cinta (alguna peliculita de acción tan inconsecuente que ni siquiera puedo asegurar que era, efectivamente, de acción), papá seguía callado. Sólo podía escuchar su respiración acentuada (desde que soy pequeño lo recuerdo respirar así: como alguien que tenía que acordarse de coger aire).
Miré a mi padre de reojo en un intento de descifrar su expresión, pero ya se había colocado sus gruesas gafas de pasta. No podía verle los ojos y el resto de su rostro permanecía inmóvil, bañado en el brillo azul que se reflejaba de la pantalla.
“Papá, lamento si te hablé mal hace unos minutos” susurré.
“No te preocupes” respondió de inmediato.
Se me hacía difícil descifrar su tono, sereno pero brusco.
“¿Estás seguro?”
“Sí. Estoy seguro.”
Transcurrió quizás otra media hora en los que permanecimos en absoluto silencio, como nunca habíamos acostumbrado en las salas del séptimo arte, y en la que yo fuí incapaz de disfrutar la función. Nuestras ideas solían caracterizarse por comentarios, chistes, críticas positivas o negativas de la película.
Le arruiné el cine a papá, era todo en lo podía pensar.
Súbitamente, mi acompañante se alzó de su butaca.
“Voy al baño.”
Caminó al otro lado de la fila y salió de la sala.
Catorce minutos después no había regresado a su asiento.
Asumí que “el baño” era tan sólo su excusa para hacer una llamada telefónica. No era la primera vez que lo hacía. Le envié un texto:
¿Papi vienes?
Pasaron seis minutos más, y papá ni siquiera había leído el mensaje.
¿Estás bien? le escribí.
Nada. Papá era de los que contestan rápido.
Salí de la sala. El cine entero estaba prácticamente vacío. Tan sólo llegaba a escuchar el murmullo de un grupo lejano, al final del pasillo.
Seguí aquel ruido y me condujo a una docena de personas, quienes compartían rostros de consternación y realizaban llamadas telefónicas.
Rodeaban el cuerpo de un hombre, desplegado sobre la alfombra de puntos rojos y violetas.
“¿Señor me escucha?”
Mi padre no reaccionaba.
No es lo más común morir súbitamente de un derrame cerebral, pero eso fué precisamente lo que se llevó a papá, en un lapso menor a media hora.
Pasó más de un año antes de que se me ocurriera volver al cine. Lo evitaba como el hijo pródigo evadía el hogar que había abandonado. Fuí invitado a ver una película de Marvel y tuve que escaparme antes de alcanzar el punto medio de la historia. Le dije a mis amigos que me sentía “pésimo del estómago”.
Ese pretexto era, parcialmente, real. Siquiera ojear el afiche de un estreno que le hubiera interesado a papá ataba mi estómago en un doloroso nudo.
Pero entonces llegó lo que hubiera sido su próximo cumpleaños, y soñé con él.
En el sueño me llevaba a ver el Rey León, mi primera película.
Al levantarme abrí mi computadora y compré una entrada para ver La Forma del Agua a las dos de la tarde, hora en la que el cine tendía a estar vacío, tal como a él le gustaba.
Compré, también, otro boleto. Para la butaca de al lado.
Por razones que no comprendí entonces reservé en el cine donde papá había muerto. Al llegar no sentí el espantoso estrujón en mis tripas (pero sí evité el pasillo donde habían encontrado a mi padre inmóvil).Yo era una de las tres personas en la sala. Tomé asiento con mi refresco y palomitas grandes. Las publicidades empezaron momentos después.
Recuerdo conectar profundamente con la película de Del Toro, pero debió ser porque me encontraba profundamente sentimental. En un par de ocasiones tuve que secar alguna lágrima furtiva, y una absoluta soledad embargaba mi alma.
Tomando un sorbo de refresco escuché algo que me hizo voltear.
No había nadie a mi lado, pero a mis oídos llegaba una respiración.
Pensé que era mi imaginación, que el volumen de la música en la película me estaba jugando un truco. Pero en un momento de pausa en la trama no me cupo duda: a mi lado respiraba alguien.
Inhalaciones y exhalaciones acentuadas, como las de quien tiene que acordarse de respirar.
Traté de ignorar a mis oídos. Estaba, después de todo, en medio de una actividad con una carga emocional y nostálgica elevada.
Pero cada escena de sosiego en la cinta estaba acompañada de aquella respiración.
Y eventualmente, a ella se le unió otro sonido familiar.
Crujido, crujido, crujido.
¿Podían mis oídos estar así de defectuosos? ¿O quizás se habían vuelto hipersensibles, al punto que escuchaba a los otros dos asistentes de esa sala a mi lado?
Crujido, crujido, crujido.
Los chasquidos ocurrían a mi derecha. De ellos estaba y estoy seguro.
Y le siguieron el son de suspiros, breves risitas, uno que otro comentario murmurado e imposible de descifrar.
Eventualmente tuve que preguntar.
“¿Papá?” susurré.
Crujido, crujido, crujido.
“¿Eres tú papá?”
Crujido, crujido, crujido.
El habla, las risas, los suspiros y la respiración persistieron hasta la conclusión de la película.
Incluso habiéndolas sentido por más de dos horas, continuaba repitiéndome que todo habitaba en mi mente. Que tan sólo viví una pantomima de mi duelo.
Justo entonces el cojín de la butaca a mi lado se alzó, tal cual haría si un ocupante se hubiera levantado.
Observando esto percibí también el recipiente para las palomitas, prácticamente vacío, y recordé que no había comido sino dos puñados de maíz inflado, durante el breve lapso de tiempo antes de que los sonidos empezaran a manifestarse.
Saliendo de la sala escuché a los otros dos miembros de la pírrica audiencia quejarse con un empleado del recinto. Ambos aseguraban que alguien se la pasó susurrándoles en el oído durante la película entera, o resoplando risas en momentos incoherentes con la trama.
“Me provoca más nunca volver a este cine” declaró uno de ellos con furia.
Pero yo sigo volviendo. Al menos una vez al mes.
Reservo dos butacas y traigo a la sala unas palomitas grandes, una coca cola regular y una de dieta (siempre de dieta). Coloco el refresco adicional en el brazo de la butaca de al lado, y el pote de maíz entre ese asiento y el mío.
En contra de toda lógica, la gaseosa y las palomitas parecen desvanecerse en cada ocasión. Sin falta.
Y al finalizar la película volteo, para decir las últimas palabras de mi nuevo ritual.
“Gracias papá.”