Samanta es lo mejor que me ha pasado en la vida, pero temo que fué un error mudarme con ella.
En el transcurso de nuestra primera cita convergimos en una condición: si estábamos destinados a ser novios debía de suceder lentamente, en oposición a los hechizos del deseo. Nada de planear viajes, ni de conocer a la familia antes de los seis meses, ni de promover la relación por las redes sociales. Y por supuesto, ni hablar sobre mudarnos a un mismo lugar.
A veces parecía que estábamos más enfocados en frenar una pasión naciente que darnos a disfrutarla, sobre todo porque desde sus inicios la realidad ha sido innegable: Sam y yo nos llevamos extraordinariamente bien, y nuestra pequeña sociedad nos aporta beneficios mutuos.
Ya con cuatro meses en la relación, comencé a dormir dos o tres noches por semana donde mi novia. Fué una concesión que se manifestó gradualmente. Sin darme cuenta había hasta comprado un cepillo de dientes que se hospedaba en el baño de Samanta. Por su lado, ella aún procuraba no cohabitar mi apartamento (en parte, creo, porque era pequeño y desordenado.)
A pesar de querer ser prudentes, nos estábamos acostumbrando a pasar más y más tiempo juntos. Las leyes de la naturaleza, nuevamente, prevalecían sobre nuestras reservas: las relaciones tienen una fuerza gravitacional que ni la más sumas cautelas pueden resistir.
Lo cual me agradaba, incluso si no quería aceptarlo.
Disfrutaba saber que, en las noches, podía extender mi brazo y alcanzar a Sam. Tocar su mejilla y sentir su aroma en el aire. Escuchar su respiración entremezclarse con el tenue murmullo de una ciudad que dormía afuera de su ventana.
Un miércoles por la noche me desperté a su lado, pero sin aire, tosiendo. Asfixiado por un hedor a acero, y a muerte.
Usualmente procuro no despertar a Samanta, pero mis espasmos eran violentos. Tosí por unos treinta segundos o más. Necesitaba respirar, pero la habitación apestaba. Mi mano atravesó la oscuridad y aterrizó en el hombro sudado de mi novia.
“Perdón…” le dije tosiendo. “Cr… creo que tragué… respire saliva.”
Sam no contestó. Permaneció quieta, postrada como una estatua caída. Agradecí, en ese momento, el no haberla despertado. Su trabajo como periodista demanda que se levante horas antes del amanecer.
Sin embargo, me llamó la atención que su hombro no estaba meramente sudado, sino bañado. El líquido era tibio, al punto que pensé que mi novia sufría una fiebre.
“Samanta” le susurré, apoyando el reverso de mi mano sobre su frente. “Sammy, ¿te sientes bien?”
Su rostro también estaba pintado en una cálida humedad. Mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, y fuí capaz de discernir que la palma de mi mano, tal como su frente y su hombro, estaba teñida en algo oscuro.
El cuerpo entero de Samanta estaba bañado en ese negro, el cual alcé a mi nariz para olfatear.
Sangre, con su perfume a metal.
Bajé la mirada, en pánico. Mis piernas reposaban en un charco de sangre.
Encendí una lámpara, implorando que todo fuera una ilusión óptica
Pero al inundarse de luz la habitación no pude contener mis alaridos: Samanta estaba revestida en su propio rojo. Bañada en el mismo jugo que corría por sus venas. Inmóvil. Inerte en su palidez.
Comencé a llorar y a gritar su nombre. La zarandeé de un lado a otro, buscando reanimarla como quien sacude un aparato para que vuelva a funcionar.
Y, para mi sorpresa, Samanta se despertó.
“¿Qué pasa Joaquín?”
Su expresión obnubilada era incapaz de disimular su enfado. La tomé por las muñecas, buscando cualquier posible incisión en su cuerpo.
“¿Samanta qué te pasó?” le pregunté, aún llorando “¿Qué es toda esta sangre?”
Samanta arrancó sus muñecas de mis manos, súbitamente preocupada por mi observación. Miró a su alrededor con urgencia, pero a la vez con confusión.
“¿Qué sangre?” preguntó.
Mi novia tenía el sueño pesado, pero hasta un narcoléptico sería capaz de ver el pozo carmín entre las sábanas, y de olfatear la fetidez animal.
“¿Cómo que qué sangre? Mira” dije al mismo tiempo que aparté las telas, remojadas como panecillos en tinta escarlata, para enseñarle la laguna en la que nos sentábamos.
Hubo un largo silencio, en el que Sammy permaneció con sus ojos clavados en el colchón. Tratando de encontrar lo que yo, con tanta claridad, podía ver, y a su vez buscando las palabras para responder a mi descubrimiento.
Finalmente, volvió a alzar la mirada, y me vió a los ojos con un cruce de delicadeza con severidad.
“Chamo, no sé que te fumaste… pero yo ando bien y no veo nada.”
Esa fué nuestra primera gran discusión. Me parecía inaudito que ella no reconociera la sangre en su cama, mientras que a ella le irritaba mi insistencia al respecto. Le exigí que me mostrara su cuerpo, para comprobar que carecía de alguna lesión, pero se rehusó por parecerle una “ridiculez.” Juro que, por un momento, pensé que Samanta estaba tratando de negar haberse infringido un abominable daño a través de hacerme cuestionar mi propia sanidad; que, en el fondo, esto era una manera de “pedir auxilio''.
Cuando tomé el teléfono para llamar a una ambulancia, Samanta me lo arrancó de las manos.
“¡¿Estás loco Joaquín?! Ni de vaina vamos a llamar a una clínica, ¿qué diablos te pasa?”
Le respondí, molesto, que no estaba loco, pero sí preocupado, y creo que ella reconoció en mí tono de voz que esa angustia era sincera. Sugirió tomar fotos, tanto de su cama como de sí misma, y enviarlas bajo mi supervisión a sus dos mejores amigas, quienes vivían en España y ya debían estar despiertas.
Dicho y hecho, las dos respondieron al manojo de fotos no más de tres minutos después de recibirlas. Y ninguna vió en ellas el pozo de sangre.
No sabía qué decir, pero tampoco quedé satisfecho. Le imploré a Samanta que me permitiera llamar a la vigilancia del edificio y solicitar que uno de los porteros subiera al apartamento. Quizás un par de ojos frescos validarían aquel espanto que contemplaba.
Menos de media hora después, el vigilante se encogía de hombros en la habitación.
“Les juro que no veo nada” aseguró, “tan sólo una cama de sábanas blancas y tu novia en una bata y pantuflas. Ambas limpias.”
No sabía qué decir. Me sentía aturdido, y asustado. ¿Cómo podía existir tal disonancia entre mi experiencia y, al parecer, la del resto del planeta?
Pedí dormir esa noche en el sofá, aunque creo que Samanta me hubiera enviado ahí de yo no haberlo sugerido. Mi genuina inquietud también la asustaba.
Y en la mañana, luego de tan sólo recibir una hora de sueño, desperté para descubrir que la cama se encontraba tal como la había descrito el portero: impoluta. Sin una gota de aquella sangre.
Samanta y yo discutimos, por varias horas, la posible causa de mi experiencia. No sin un alto grado de buena fé, ella sugirió que quizás el estrés del trabajo me había “cruzado los cables”. Que esta era la manera de mi cerebro anunciar que le urgía recuperarse de su fatiga: nutriendo la ilusión de una pesadilla.
De mala gana me resigné a aceptar esa teoría, en parte porque ello me resultaba más apetecible que la idea de que algo más siniestro había tomado posesión de mi consciencia.
Me tomó varias semanas antes de permitirme volver a dormir en el lecho de Samanta, pero una vez me atreví a hacerlo, dejé de tener las sangrientas apariciones.
Al menos, dejé de tenerlas en su cama.
La segunda vez ocurrió en el baño. Mi novia se duchaba mientras yo me lavaba los dientes. Cuando volteé a preguntarle algo lo ví, a través del vidrio glaseado de la puerta corrediza de la ducha: el rojo oscuro, casi vinotinto, revistiendo el cuerpo desnudo de Sammy. Salpicando las paredes donde se bañaba, y entremezclado con la espuma en su piel y su cabellera.
Al salir de la bañera, empapada de pies a cabeza en ese rojo, mi novia me encontró apoyado del lavamanos, hiperventilando. Aún sosteniendo el cepillo de dientes untado de pasta.
Cuando me preguntó qué me pasaba no fuí capaz de contestarle, al menos no de inmediato. Ni siquiera tenía idea de cómo verla.
“La sangre” fué lo que pude decirle. “Está pasando de nuevo.”
Mi novia tampoco sabía qué decir, más que preocuparse por mi sanidad. Le dije que regresaría más tarde (igual me tocaba salir a trabajar), bajo la expectativa de que la visión sanguínea volvería a desvanecerse como lo hizo en la mañana que desperté en el sofá. Y doce horas después, al retornar de la jornada laboral, así fué. Los ríos escarlata ya no corrían, y el resto de la noche fué dedicada a la misma conversación sobre mi horario abarrotado y mi falta de descanso.
La tercera vez que encontré la sangre fué en el suelo. Las pisadas de Samanta, en rumbo a su cocina, habían dejado atrás trazos de su torrente sanguíneo. Los seguí hasta la mesa donde mi novia preparaba las hallacas para varias cenas navideñas. El inmisericorde rojo, nuevamente, la cubría de pies a cabeza, y se colaba entre sus dedos hacia la masa naranja y el guiso de los platillos.
Esa vez me ahorré mis palabras. Permanecí en silencio, avergonzado por mi propia insanidad.
Pero durante la cena, cuando mi ensangrentada amante notó que no tocaba la hallaca que me había preparado “para hacer control de calidad”, no requirió de un preámbulo de interrogantes para saber lo que me ocurría.
“Volviste a verla, ¿no?”
Asentí, aún sin decir media palabra, y Samanta me abrazó. Me mareaba la humedad en su cuerpo y el aroma a acero que invadía mis fosas nasales, pero luché para que no me importaran.
Necesitaba aquel abrazo.
Ambos acordamos que empezaríamos a dormir en mi casa, incluso si quedaba un poco más lejos del trabajo de Sam. Asumimos que reposar en mi hábitat me haría sentir más a gusto, y por ende más relajado.
Y así fué: en mi propio hogar jamás volví a ver la sangre derramada sobre mi novia, y su compañía hacía de mi apartamento un lugar bastante agradable.
Hasta la tarde en la que sus alaridos interrumpieron la siesta que tomaba en mi hamaca.
“¡JOAQUÍN! ¡DIOS SANTO JOAQUÍN, ¿QUÉ TE PASÓ?!”
Samanta me había encontrado lleno de sangre.
Según ella, goteaba incesantemente a través del chinchorro. Tanto así que ella pensó que mis restos descuartizados colgaban del lecho, y se sorprendió cuando me alcé intacto.
Revisé mi cuerpo, y la fábrica de la hamaca. A mi vista, estaban pulcros.
Encontré la mirada aterrorizada de mi novia al otro lado de la habitación. Ahora me tocaba a mi reconfortarla, confeccionar alguna especie de explicación para lo inexplicable.
“Sé que da miedo Sam, pero también es tu imaginación. Tú trabajas hasta más que yo, y mucho más temprano… y no me extrañaría que te haya metido la idea de la sangre en la cabeza.”
Ella pretendió estar de acuerdo, pero igual se excusó para ir a caminar y coger aire fresco. Al regresar, me informó que la inmundicia había desaparecido.
Sin embargo, fué sólo después de ella volver a ver la sangre, esta vez mientras yo disfrutaba de un partido de béisbol, que Samanta decidió regresar a su apartamento. Acordamos, a duras penas, que quedarnos en casa de la otra persona estaba agitando nuestras mentes de formas que no podíamos comprender, o controlar.
Así que, contraria a la mesura y la frialdad que acordamos en nuestra primera cita, decidimos que quizás no convenía mudarnos juntos a un nuevo apartamento. Asumiendo que el nuevo espacio, virgen a ambas presencias, a lo mejor desinfectaría nuestros subconscientes de cualquier inmundicia que aterrorizaba nuestros sentidos.
Y el paso forzado, por los momentos, ha sido terrible.
En parte porque nuestra convivencia ha sido armoniosa, automática. Lo suficientemente fácil como para los dos abandonar nuestra preciada independencia. Puedo distinguir, en medio de los silencios de nuestra fácil cohabitación, el sinsabor mútuo de saber que carecemos de pretextos para retener las vidas separadas que nos investían de nuestra propia identidad. Es, bajo cierta luz, una dulce derrota.
Por otra parte, el paso no me alejó de las visiones de sangre de las que, en teoría, nos habíamos propuesto huir.
Muy por el contrario, las tengo con recurrencia: a menudo sabré que han regresado cuando olfateo ese hedor a acero que he llegado a aborrecer, y luego voltearé para encontrarme con la imagen de Samanta vistiéndose, tomando café o leyendo una novela… cubierta de pies a cabeza en el tinte rojo oscuro que empapa, también, sus cercanías. Como si cada uno de sus vasos sanguíneos hubiera estallado para dejar correr sus reservas.
Pero a diferencia de antes, me he vuelto adepto a callar cuando lo veo. A disimular serenamente mi perturbación, pues no sé si está visión está destinada a perdurar a través de los años.
Y por otro lado, una noche me levanté con el sonido de Samanta respirando con violencia una bocanada de aire. Tosiendo como hice yo aquel miércoles, asfixiado por la pestilencia a metal.
Incluso en la oscuridad podía distinguir el blanco de sus ojos, desplegados por el horror con el que me contemplaba a mí, quien reposaba a su lado.
No era necesario que le preguntara qué le ocurría para saber lo qué veía, pero igual lo hice para hacerle saber lo mucho que me importa su sanidad.
Ella, con la experticia de una impostora, tan sólo me concedió una sonrisa.
“Duerme Joaquín. Tan sólo tuve una pesadilla.”
Ambos nos hemos vuelto especialistas en convivir, y en callar.