El primer abrazo que recibí, al emerger del aeropuerto a la calle, provino de la humedad en el aire. El aroma a cloaca y polvo me plasmó de inmediato en una ciudad que hierve sin descanso.
Caminé con prisa a la parada donde los taxis aguardan a los clientes. Esta era la parte que menos me gustaba de aterrizar tan tarde: acercarme a solas a la fila de carros, desplegada en medio del silencio de la noche y la montaña; sus conductores, una docena o más de hombres, de pie junto a sus mascotas de metal, charlando o riendo como adolescentes.
Trato - y he mejorado con el tiempo - de no desconfiar tanto de los hombres. Sé que la mayoría son personas de bien, pero vaya la capacidad de hacer mal de aquellos que son distintos.
Vive en mí el recuerdo de Viviana, mi prima mayor, violada por su mejor amigo días antes de este mudarse de país para atender la universidad. Reside, también, el gruñido entre dientes del ex novio de mi mejor amiga; el tipo apretaba su muñeca mientras le reprochaba que bailara con otros en el club. Y las memorias que no tengo las conjuran las noticias, prácticamente diarias, acerca de los feminicidios que plagan la ciudad.
Así que en ese entonces, con tán sólo veintidós años, me aproximaba a la docena de taxistas con un vacío en el estómago, que se expandía como si mis pasos lo fueran bombeando con aire.
Buscaba el rostro más amigable, indecisa entre si optar por uno joven, a quien pudiera agradar por ser mi contemporáneo, o uno mayor en cuyo dueño pudiera inspirar algún sentimiento paternal. Mi vista saltaba nerviosa de cara en cara, convencida de que entre tantas podía esconderse una mala decisión. Posiblemente una tragedia.
“Buenas noches señorita, ¿para dónde?” me dijo un conductor, apagando su cigarrillo. Se veía serio, como si no le llamara la atención. Pero no me gustó que ni siquiera esperó mi respuesta para dirigirse a la puerta de su carro. Hoy sé que seguro estaba cansado, pero en ese entonces sentí como si su pregunta fuera un anzuelo, y que me había otorgado el deber de morder la carnada.
“Déjeme revisar rápido” mentí, tratando de ver si alguien más amistoso me ofrecía sus servicios.
En ese preciso instante brillaron sobre mí y los taxistas los faros de un carro, acompañados por un cornetazo alegre.
“Cariño” me llamó una voz que aún recuerdo parecida a la de mi abuela. “Si quieres yo te llevo.”
La persona bajó sus luces, pues debió darse cuenta de que me encandilaban. Primero noté su cabellera, lisa como si estuviera recién consentida en la peluquería. Luego el letrero en el techo del vehículo.
TAXI
La conductora, una señora de quizás 50 años con aretes gruesos y redondos, se asomó.
“¿Vas en dirección a la ciudad, no?” me preguntó con fácil familiaridad.
Asentí en vías de montar mi equipaje en su maleta. Pude sentir, en el callar de los taxistas, que les molestaba este resultado. Después de todo, un forastero había entrampado su territorio. Quizás lo pensé así porque el fumador tiró, con un poco más de fuerza de la necesaria, la puerta de su vehículo.
Pero ya poco me importaba, pues en cuestión de segundos tomé asiento al lado de esta dama y partimos hacia las oscuras carreteras que me llevarían a la ciudad.
No habíamos ni perdido de vista el aeropuerto cuando ella buscó conversación.
“¿De dónde vienes?”
“Buenos Aires” le dije, poco a poco más cómoda.
“¡Mira no más! Llevo años queriendo ir a Argentina.”
Le comenté que era lindo, sobre todo si uno disfruta los paisajes naturales. Mi conductora sonrío, atenta al camino. Me percaté entonces que era mayor de lo que había pensado, probablemente en mitad de sus sesentas. Su maquillaje, si bien no modesto, estaba aplicado con muy buen gusto, con la única intención de disimular los defectos de la edad y acentuar las virtudes que aún se mantenían: unas finas cejas negras y un par de ojos azul hielo.
La señora al volante me preguntó cuánto había durado el vuelo, aclarando después de yo responderle que me veía “cansada”.
“Y te confieso que también un poco asustada” agregó. “Te vi saliendo de la terminal tan tarde y hasta de lejos noté que lo último que querías era tener que arriesgarte a viajar con un hombre desconocido.”
Asentí. Ella me entendía.
“Pero que conste: jamás he escuchado nada malo acerca de esos señores. ¡Y mira que soy chismosa!” me dijo con una risa carrasposa e irresistible.
“Por cierto, me llamo Ainara”.
La conversación era muy fácil dentro de ese escarabajo Volkswagen. Hablamos acerca de mi carrera (estudiaba periodismo), un poco de política, el lamentable estado de las playas públicas. De alguna forma u otra la penumbra que atravesábamos dejó de importarme, pues me sentía en compañía de una amiga.
De la nada, Ainara dejó de hablar en medio de una oración.
Su rostro sucumbió a una terrible palidez.
Algo en el retrovisor la había espantado, y no podía remover sus ojos del espejo.
Volteé para mirar a través de la ventana trasera, pero sólo ví oscuridad. Volví a acomodarme hacia adelante.
“¿Todo bien Ainara?”
La señora trataba de mantener la compostura. Era evidente por cómo luchaba por no temblar, y por la forma en la que se aferraba a no hablar. Tan similar a como sus manos - antes tan sueltas - se afianzaban al volante.
Sin embargo, Ainara sonrió.
“Disculpa Claudia, cariño…” dijo en un suspiro ahogado. “Es que vi algo que había olvidado.”
“No te preocupes.”
No sabía de qué hablaba, pero necesitaba que mi conductora estuviera tranquila. Por primera vez desde haberme subido a su carro el silencio reinaba entre nosotras.
Ainara se inclinó, con la mayor ligereza posible, hacia mí.
“Hay un demonio persiguiéndome” susurró.
Su secreto me hubiera causado risa, de no ser por el absoluto pavor con el que me lo confió. Volví a voltear: negro, ornamentado con un ocasional y débil poste de luz.
“Sé que suena loco, y créeme cuanto lo siento… pero te prometo que vas a llegar a salvo Claudia.”
Ainara aceleró lo más que pudo, o al menos lo que le permitió su anticuado vehículo.
“¡¿Qué está pasando?!” exigí saber, y con la inhalación que siguió a mi pregunta me percaté de algo que parecía haber cambiado en el interior del automóvil: el aire súbitamente se había tornado hirviente y espeso.
Viendo atrás creo que la mejor manera de describirlo es como un baño de vapor, pero cuya humedad provenía de una marmita llena de aceite.
Con cada respiración mis pulmones se llenaban de brasas. Me urgía ventilar el carro. Necesitaba aire fresco. Pero con tan sólo tocar la manilla de la ventana chillé y retrocedí, pues ardía como los hierros de un horno. El cristal mismo también quemaba mis manos.
“Perdóname Claudia…” dijo Ainara, de quién había removido mis ojos por breves instantes, pero que al volver a verla se había transfigurado por completo.
Su mano, bañada en sangre, sostenía los dientes que se habían deslizado de sus encías, como hacemos en esas pesadillas donde perdemos las piezas de nuestra dentadura. La pupila azul hielo se había desvanecido de uno de sus ojos, ahora una luna llena incandescente e hinchada. Su melena, antes tan debidamente acomodada, estiraba su cuero cabelludo hacía abajo, haciéndola ver como un calvo.
Con un vistazo, y sin poder respirar del calor, heredé la palidez que poco antes había poseído a Ainara. En el rostro de mi conductora, detrás de una sonrisa demacrada, veía el miedo que desde niña he temido experimentar.
“Vas a llegar bien” me aseguró, con una voz y una sonrisa que ya no parecían suyas. O que quizás siempre lo fueron.
Clack.
Los seguros de las puertas bajaron al unísono.
“Sé que tienes miedo, pero si sales te vas a matar.”
Poco me importaba su advertencia. Rezaba al cielo por respirar, por dejar entrar una ráfaga de la humedad que me había recibido al salir del aeropuerto.
Comencé a patear, con todas mis fuerzas, los vidrios enfrente de mí y a mi lado. Podía jurar que el ardor haría otros cristales burbujear, pero permanecían puestos. Irreverentes a mis zancadas.
“Discúlpame Claudia” lloraba Ainara, la piel de su cara ahora colgando de su cuello como un biberón. “Ya vas a llegar, te lo juro.”
La oscuridad de afuera parecía penetrar el auto y marmolearse con el calor que invadía mi cuerpo. Poco a poco ví más y más negro, al mismo tiempo que veía menos y menos del cuerpo que había sido Ainara.
Volví a mí en medio de una oscuridad parecida. Olía terrible, a cloaca.
El siguiente sentido en despertar fué mi audición, que recibía el rumor sobrecogedor de un chorro de agua, chocando con el techo del Volkswagen. Todo a mi alrededor parecía mojado. El interior del vehículo era un pozo.
Al salir del viejo carro me descubrí en medio de arbustos y una larga extensión de lodo. La pestilencia era insoportable.
Al voltear pude poco a poco entender dónde estaba.
El desagüe sobre el taxi de Ainara era fétido, pero quizás era lo único que pudo refrescar la llameante temperatura de ese transporte, que ahora yacía destrozado. El agua y las ventanas, rotas por el impacto, permitieron la fuga de ese calor inexplicable.
Ainara no estaba por ningún lado. Mi amigo Tomás - quien de milagro pudo recogerme a esas horas - me ayudó a buscar a la señora. Luego de una o dos horas nos rendimos y reportamos el incidente.
Algo me dice que Ainara no pudo escapar del mal que la perseguía, fuera un demonio o algo aún más terrible. Es el mismo presentimiento que me hace creer que ella tenía la convicción de que su destino final no debía significar mi muerte.
Una sospecha de que voló en ese escarabajo para encontrar las aguas negras y enfriar el automóvil, antes de ser retirada por siempre de este mundo.
Es cierto que el rostro de Ainara (si es que así se llama, o llamaba) me era tan desconocido como la decena de taxistas a quienes, probablemente sin razón, temía.
Pero en su desesperación por mantenerme a salvo, incluso cuando experimentaba una agonía que aún no me es extranjera, reconocí una sensación de hermandad y amistad que aún me acompaña.