Carretera



- Recuento de Danny, profesor de religión-

Fui criado católico, como la gran mayoría de los niños en Venezuela. Hoy por hoy, me sigo considerando católico, e incluso soy parte del departamento de pastoral de un colegio Jesuita.

De la misma manera, siempre he creído en fantasmas, espantos y aparecidos, y es algo que preservo desde pequeño, al igual mi devoción religiosa. En Venezuela ambas convicciones se complementan: si Dios y sus ángeles existen en el más allá, nosotros y las ánimas malditas existimos en el más acá, lejos de su abrazo.

Por todo esto crecí a la espera de que algún día me cruzaría con alguna alma en pena, y no me cabía duda de que inmediatamente, casi de forma instintiva, sabría con qué me había topado. Esta espera siempre me llenó de miedo, incluso en mi adultez.

Hace unos años manejaba de noche. Iba a pasar el fin de semana en la playa con un grupo de amigos, donde ya me esperaban. Mi trabajo me mantuvo atado hasta las 10 pm, cuando por fin pude dirigirme ahí con mi pequeño Golf del 95.

La carretera que conecta a la capital de Venezuela , Caracas, con el pueblo costero de la Guaira, está dispuesta entre la tupida vegetación del monte de y la orilla del mar. Es una de las incontables vías abarrotada de postes de luz sin funcionar, convirtiéndola en un camino de alto riesgo para los conductores, pues de noche se cubre en tinieblas.

Mi vista siempre fue pésima, así que manejaba con la mirada clavada adelante, tratando de distinguir lo poco que alumbraban los viejos faros de mi pequeño automóvil. Fue en ese esfuerzo de a duras penas ver la oscuridad que vino a mi una sensación desagradable, un presentimiento de que algo terrible me esperaba, escondido entre las sombras. Sin entender cómo, supe lo que causaba miedo: podía presentir que esta sería la noche que, por primera vez en mi vida, me cruzaría con un fantasma.

No había pasado media hora de ese presentimiento, cuando en medio de la oscuridad, a unos cincuenta metros, mis tenues faros me permitieron ver los primeros indicios de una figura humana, parada al lado del camino pegado a un barranco de la montaña. Sentí un nudo en el estómago a medida que me aproximaba y lograba detallarla mejor: era una mujer, muy pálida, de pelo oscuro, vestida con blue jeans, una franela y un par de converse blancos. Movía sus brazos frenéticamente, pidiendo que me detuviera.

Esos segundos fueron eternos. No sabía si pisar el acelerador, siguiendo un temor infantil, o ser civilizado y ver qué le pasaba. Me decía que esto es Venezuela; que es peligroso pararse de noche, sin importar lo que vieras. Pero ya a pocos metros de ella, cuando noté la abundante sangre que corría por su frente y se mezclaba con su cabellera, estacioné el carro a su lado. Sentí el olor a caucho quemado apenas me bajé.

“¿Qué le sucedió?”

No contestó. Ni siquiera volteó a verme. Tan sólo miraba al mar, atónita, balbuceando palabras incomprensibles.

“Señorita, ¿qué le pasó?”

Me acerqué, pero ella se echó para atrás como si fuéramos imanes opuestos, jamás arrancando su mirada del oscuro océano, ni parando de balbucear. En otras ocasiones hubiera pensado que estaba drogada, pero esto era distinto. Sus ojos vidriosos por las lágrimas no estaban extraviados, sino que veían con devoción el horizonte. Como si en su estado catatónico, algo muy lejos la llamara con urgencia.

Justo cuando pensé “Dios, ¿es esto el encuentro que temía desde niño? ¿Es en serio un fantasma?”, la mujer se tiró al suelo a llorar. Nuevamente me acerqué con timidez para consolarla, y nuevamente se alejó. Tan sólo apuntó al barranco al lado del camino.

“Abajo… abajo…” fué la única palabra que reconocí de sus balbuceos.

Miré la empinada bajada. El olor a quemado emanaba de su fondo, donde yacía un carro completamente destartalado, apenas distinguible por el humo que echaba. Volteé a preguntarle qué pasó y vi algo que me petrificó: la mujer volvía a estar parada, viendo el horizonte, dándome la espalda. Como si nunca hubiera estado sollozando en el asfalto, tan sólo segundos atrás.

Sabía que ella quería que bajara, y luego de unos momentos visualicé el por qué: en el asiento del vehículo destruido había alguien sentado, inmóvil, escondido por las sombras y el humo.

Con urgencia comencé a descender el barranco. Me tambaleaba de un lado a otro, sosteniéndome de matas y arbustos. A medida que me acercaba al vehículo, más temía lo que iba a encontrar. En la mitad de la bajada mis terribles sospechas aumentaron: el contorno de esa persona inmóbil, ocupando el asiento del piloto, era el de una mujer.

En una larga pausa escuché los latidos acelerados de mi corazón sobre el sonido del mar. No quería confirmar que ya sabía quien ocupaba ese asiento, pero debía continuar. Bajé lo más lento que pude, tratando de retrasar una llegada que alcancé brevemente.

El carro humeante era prácticamente chatarra. Cabizbajo, no me atreví a quitar la mirada del barro en el suelo mientras forzaba la puerta del conductor, pero al abrirla lo primero que se toparon mis ojos fue la punta de un pie pequeño y muy quieto. Tenía puesto un converse blanco.

Respire profundo, pero al alzar mi rostro esa bocanada de aire escapó y dio paso a un espeluznante mareo. Todos mis pesadillas de niño me sobrellevaron, como la llegada de una noticia para la que nunca estarías preparado: la mujer que había encontrado en la carretera yacía sentada en ese asiento. Muy pálida, con blue jeans y una franela, de pelo oscuro, con sangre cubriendo su frente. Y su mirada perdida en el espacio, muerta.

Quería voltearme y huir, subir ese barranco despavorido con la esperanza de no encontrar su fantasma en la carretera, esperándome. Que la imagen de este desafortunado cadáver fuera la última vez que viera su rostro. Pero algo en mí evitaba que me moviera. Me sentía preso dentro de ese carro, atónito ante lo que había encontrado.

Fue entonces que un sonido repentino, proveniente del asiento trasero, me hizo entender inmediatamente la razón: gentil pero perfectamente distinguible de los ruidos del monte y el océano, escuché detrás del cuerpo el suave bostezo de un bebé.

Me asomé por la ventana trasera, cuyo vidrio se había despedazado. Ahí, aún en su asiento especial, dormía un niño que no alcanzaba el año de edad. En paz, sano y salvo.

El terror más intenso que jamás había sentido fue disipado por una profunda serenidad. Con mucho cuidado cogí el asiento del bebé, y lentamente subí de vuelta a la carretera desolada, donde no encontré el espíritu de su madre.

Más tarde en la clínica de emergencias donde inspeccionaron a profundidad el estado del niño, me informaron que su nombre era Gustavo, y el de su mamá Carla. Sólo me dispuse a irme cuando sus familiares llegaron, para introducirme y contar lo que sucedió. Decidí omitir mi encuentro con Carla, porque no sabía cómo se lo tomarían. Al regresar a mi carro, vi de reojo mi retrovisor. Pudo haber sido el cansancio, porque no duró ni un segundo en el reflejo, pero creí verla sentada atrás mío. Y creo que me sonreía.

Es común en Venezuela encontrarse con el fantasma de alguien que acaba de morir. A veces es una forma de avisar a los seres queridos de su partida, otras veces es para dejar un último mensaje. Los Venezolanos viven con sus muertos, los llevan consigo y estos permean el día a día y cada una de sus noches.