El anuncio parecía multiplicarse por el vecindario como un nido de roedores. La hoja de papel enmarcaba la fotografía, pixelada y grisácea, de una van blanca, con los vidrios completamente ahumados. Debajo de la imagen se leía este mensaje:
¡PELIGRO!¿Has visto esta camioneta?
Varias vecinas han reportado ser perseguidas por este vehículo.No tiene placas, y ninguna de las víctimas pudieron describir al conductor.
En caso de verla, favor reportar al 911.¡Anda con cuidado! ¡Protejamos nuestra comunidad!
La advertencia revistió cada poste y cada vitrina del vecindario, y más temprano que tarde se manifestó en las redes sociales. Mis amigas, en particular, la compartían con urgencia y temor.
“La misma historia se repite: si eres mujer, jamás estarás a salvo'' declaró una compañera de la oficina en Instagram.
Yo, siendo hombre y proveniente de un país infestado de crimen e inseguridad, había perdido el miedo a transitar las calles desde el momento en que pisé Canadá.
Librarme de ese temor, con el cuál había crecido, fue la primera recompensa que recibí por emigrar. Como quien abandona a una pareja abusiva y poco a poco desafía su sombra, eventualmente paré de caminar por las noches con mis llaves entre los nudillos; dispuestas como garras para apuñalar a mis atacantes.
Pero el miedo no fué lo único que perdí. Con la comodidad del primer mundo, mi profesión inherentemente sedentaria y las hibernaciones correspondientes a largos inviernos, se fue escurriendo de mi sistema el vigor juvenil que había traído junto a mis maletas. Con él, salieron también las contadas habilidades físicas que poseía.
Nunca he sido particularmente fuerte o atlético, y menos ahora que tengo treinta años. Dedicarme a evadir gimnasios durante mi juventud fué un desperdicio de mi metabolismo, en ese entonces ágil como una gacela. Veinte kilos de sobrepeso después, y ahora tengo un encuentro recurrente después de la ducha: en el espejo hayo el reflejo del hombre Michelin, pero revestido de gelatina en lugar de cauchos.
Así que comencé a correr. A pesar de la nieve y el gélido invierno, estaba determinado a trotar seis veces por semana. Haría lo que fuera necesario para recobrar mi delgadez y corregir mi postura.
Mis primeros desempeños fueron penosos. Tan sólo era capaz de ejercitar, pausadamente, por 5 o 10 minutos; 15 si me sentía intrépido. Y mis piernas toleraban apenas tres de las seis sesiones semanales.
“Es sólo cuestión de tiempo” me decía para sosegar la frustración. “Ya irás mejorando.”
Esa era mi misión: mejoras graduales. Victorias incrementales. Bajo ese mantra llegaba de la oficina, me colocaba las zapatillas y salía, dispuesto a fallar cuantas veces fueran necesarias hasta cosechar mi primer triunfo.
Durante la trotada de la quinta noche de Febrero, recordé mi adolescencia.
Fuí educado en un instituto donde la norma era practicar algún deporte, y suprema entre todas las actividades físicas reinaba el fútbol. Si eras parte de ese equipo de mediocres goleadores, implícitamente eras ungido con las potestades de un santo (y tirano) colegial.
Por mi lado siempre me han aburrido los deportes, así que opté por no pertenecer a aquella estirpe. No comprendo como hombres, hechos y derechos, lloran viendo un partido.
Mas años después, zapateando toscamente la acera de alguna calle en Canadá, con piernas similares a dos endebles columnas de libros, trataba de motivarme con la memoria de lo rápido que era en las clases de educación física.
Julio, nuestro entrenador, las iniciaba haciéndonos dar una vuelta alrededor del colegio, lo que representaba una distancia de casi tres millas. Y a pesar de todas las predicciones y probabilidades, en un grupo donde (al menos) tres cuartos los estudiantes perseguían un balón varias veces por semana, yo siempre terminaba entre los tres primeros.
“¿Cómo coño corres así con esas piernitas?” me preguntó en una ocasión, atónito y jadeante, uno de los mejores futbolistas.
Yo no sabía qué responderle, pero estaba convencido de que este era mi nicho: repentinamente, deseaba darme a conocer como el veloz del colegio. Aquel que hacía sólo una cosa mejor que nadie: ser inalcanzable en una carrera.
De no tener otra habilidad física, estaría satisfecho.
“¡Ah!” exclamé, trotando en Canadá.
Había tenido el primer dolor de la jornada. Un estirón en el reverso de la pantorrilla. Bajé la velocidad, pero sin darme permiso de detenerme.
Mi pensamiento regresó al colegio. Al último lapso antes de la graduación.
Las chicas se habían fugado a nuestra clase de educación física. Usualmente era tímido con ellas, pero esa mañana estaba en mi elemento. No podía esperar a sorprenderlas con mi rapidez.
Aún mejor: Roberto Briceño, quien siempre llegaba de primero, estaba enfermo. Sólo por ese día, su posición era mía para perder. Confiaba plenamente que la obtendría.
Dicho y hecho, así lo hice: gané la carrera, hasta con un par de minutos de ventaja sobre el siguiente estudiante. Había volado como nunca antes, y ni siquiera me faltaba el aliento. Buscando escuchar la admiración de las chicas ante mi proeza, caminé hacia las gradas donde se sentaban, pretendiendo buscar el bebedero.
Trataba de disimular, pero mis oídos eran antenas; en búsqueda de cualquier elogio o suspiro a mi favor.
Silencio. Las chicas chismeaban entre ellas sobre una discoteca.
Sólo una, Ariana, río cuando pasé frente de ellas.
No debe ser sobre mí… ¿o sí? pensé entonces.
Tragué el más pírrico sorbo del bebedero. Pensé escuchar un cuchicheo con mi nombre, pero debía ocultar mi angustia. Caminando de regreso, Ariana estalló en risas.
“Jorge, qué raro corres.”
Su comentario aterrizó como un bofetón en mi testículos.
“¿Ah?” le pregunté, tratando de reír con ella. “¿Por qué?”
Ariana se paró y comenzó a imitar lo que podría describirse como un robot en medio de un ataque epiléctico.
“Corres así” me explicó entre carcajadas, “pareces una gallina loca.”
Sus amigas rieron, y yo me retiré al baño. A partir de entonces comencé a correr menos y con decadente vigor.
Y sólo en Canadá, con trece años más, veinte kilos adicionales, una columna endeble y músculo blandos como el caramelo, había decido intentar convertirme una vez más en el veloz.
Pero las rodillas me mataban, como si mis dos rótulas, con cada paso que daba, estuvieran siendo mascadas por un par de cascanueces. Y los pensamientos sobre quién había sido, en lugar de motivarme, siempre me regresaban a las burlas de Ariana y sus amigas. Así que optaba, en cambio, por dedicar mis pensamientos a no desvanecerme corriendo, o preocupaciones propias de la edad como mis finanzas.
Bajé la velocidad, y comencé a sobar mis piernas. Los cascanueces de mis huesos tenían que soltar sus mandíbulas si yo planeaba continuar trotando. Sólo entonces, viendo mi aliento convertirse en vapor, caí en cuenta que esta no era cualquier noche de Febrero. Hacía más frío de lo usual, y la nieve se estaba tornando en hielo. Decidí que me convenía más regresar a casa.
Alcé la mirada, y al otro extremo de la cuadra vi un vehículo entrar a la calle.
Una van blanca.
Cálmate. Muchísima gente tiene camionetas así.
Recordé que, en caso de sentirse amenazado, es preferible andar erguido y con seguridad, para parecer menos vulnerable. Enderecé la espalda y proseguí caminando, acercándome más al carro.
No quería ceder al miedo, pero no pude evitar bajar la mirada y ver, ya a metros de la van, que no tenía placas.
Continúa caminando, los reportes dicen que sólo persigue a mujeres… deja que te pasen de largo.
El carro color nieve y de vidrios oscuros ya estaba a mi lado, a uno o dos metros de mí. Luchaba por no voltear a verla; de la misma forma que, años atrás, no quise voltear y ver a las chicas en las gradas.
El conductor no se detuvo. Continuó caminando lentamente. El crujir de la nieve bajo las ruedas se alejaba firmemente de mí, y me permití respirar con alivio.
Ahora sólo llega a casa, y date un ducha caliente-
El pensamiento del agua cálida no se había ni asentado en mí cuando escuché el tenue chirrido de los frenos.
Miré para atrás. La van estaba dando la vuelta.
Quería pensar que únicamente buscaba estacionarse... pero comenzó a acercarse a mí.
No.
Empecé a correr. Era tarde, y todas las casas tenían sus luces apagadas. En el tiempo que me tomaría tocar una de sus puertas sería atrapado sin problemas.
“¡AUXILIO!” grité a todo pulmón. “¡ME PERSIGUEN! ¡ME QUIEREN MATAR!”
No sabía qué querían conmigo, pero poco me importaba. Sólo rogaba que algún vecino se asomara y me dejara entrar a su hogar. O en su defecto, que llamara a la policía.
Seguí corriendo, tratando de ignorar las molestias en esas rodillas que erigían mi gordura. Seguro de que en cualquier instante un par de brazos me atajarían. Volteé.
La van continuaba siguiéndome, pero con lentitud.
Jamás aumentando su velocidad. Cómo un depredador con la más cruel paciencia.
No me queda duda de cuál era la intención de su pausada persecución: esperar a que me agotara. Que consumiera por completo mis energías para luchar.
“¡ALGUIEN AYÚDEME!”
A dos calles había un parque. Tenía que llegar a él. La nieve no dejaría al carro pasar, y podría así esconderme entre arbustos, o incluso saltar al patio trasero de algún vecino.
Corre, me ordenaba. ¡Maldita sea, corre!
Una cuadra. En una cuadra mis zapatillas se hundirían en la nieve que revestía el césped del parque. Aquella blanca frialdad que dentendría a la carroza de acero.
El bazo comenzó a apuñalarme desde adentro, pero no era el momento de consentir sus malacrianzas.
Corre.
Media cuadra. Ya podía ver la entrada del parque, de la cual se asomaban las ramas desnudas de los árboles, cuyas sombras me darían su amparo.
Por favor, por favor, por favor… Dios, ya casi estoy ahí... por favor.
Diez metros…
Dos metros…
Llegué al parque, y la nevada cubrió hasta mis rodillas. La atravesaba como de niño embestí las olas de alguna playa. Me dirigí, sin pensarlo dos veces, a la arboleda más cercana. En ella las ramas me azotaban, como si quisieran que diera la vuelta, pero yo sólo quería correr. Continuar distanciándome de mis perseguidores.
Debí haber atravesado ese pequeño bosque por al menos cinco minutos. El frío había adormecido mis piernas y sus rótulas adoloridas. Al salir de los árboles llegué a un claro, el cual ascendía a una pequeña colina. En la cima había un cercado.
Una casa, pensé. Sólo debía ascender la empinada ladera, y estaría a salvo. Habría sobrevivido mi escapatoria.
Por última vez, corrí. La breve pausa había permitido la manifestación de un dolor en mis pulmones, pero sabía que todo se acabaría pronto.
Entonces, a mitad de la subida, escuché un par de silbidos. Llamándome desde abajo.
Voltee, implorando que me encontraría con algún guardaparques. Pero el espanto no le dio crédito a mis ojos.
La van subía la ladera.
Lentamente. Con una paciencia indetenible.
“¡Ven acá!” me gritaban sus pasajeros. “¡Te tenemos un asiento!”
Sigo sin entender cómo el vehículo llegó ahí. Pero en ese momento no podía darme el lujo de entender. Corrí, con todas las fuerzas que me quedaban. Comencé a llorar.
“No seas una niñita” me aullaban. “Ven con nosotros.”
“¡AUXILIÓ!” fué lo único que chillaba en respuesta. “¡ALGUIEN AYÚDEME!”
La cerca estaba a menos de cinco metros, pero el ronroneo motorizado de la van me mordisqueaba los talones. Su tripulación, cómo un séquito de fanáticos, silbaban, rugían victoriosos. Sabían que me alcanzarían.
Ayúdame Dios.
Tres metros.
“¿A dónde vas putita?”
Don metros.
“No puedes escapar”
Un metro.
Tomé la cerca con mis manos, y salté.
El parque era enorme, y casi nunca lo había pisado. No lo había recorrido lo suficiente para saber que, detrás de esa valla de madera, había un precipicio de casi diez metros.
Desperté horas más tarde, al ser hallado por una pareja que paseaba a su perro.
Hace un par de meses volví a caminar, aunque sigo andando como un bebé en sus terceros pasos. La recompensa de mi audacia fue permanecer con vida, junto a varias fracturas en mis piernas, la dislocación del hombro izquierdo y quebrar dos de mis vértebras.
Los inicios de mi convalecencia fueron duros. Me sentía humillado, infeliz, pero eventualmente aburrido. Hurgando mi celular, descubrí una notificación de su función de cuentapasos:
“¡Buen trabajo! Has conseguido un nuevo récord de cardio.”
El mensaje era de aquella noche. La quinta de Febrero.
Había corrido, en total, una distancia de casi seis millas. Aproximadamente el doble de mis célebres carreras en educación física.
El veloz jamás se ha ido. Sigue en mí. Y apenas mis rodillas sanen, mis vértebras se pongan de buenas, y me mude de esta ciudad, volveré a correr.
Correré hasta volver a encontrarlo.