Aquella noche comenzó conmigo acostado sobre una pegostosa cama plegable, observando las grietas que decoraban el techo de una decrépita celda, construída antes de 1880.
Esperaba a mis amigos, incapaz de conciliar el sueño. Un pensamiento abordaba hasta el más recóndito rincón de mi consciencia:
Soy feo. El más feo de mi grupo.
Conozco a mis compañeros desde primaria, y son prácticamente los hermanos que no tuve. Los tres sabíamos, ya desde pequeños, que estudiríamos medicina, y fueron muchos los recreos donde fantaseamos sobre nuestros futuros como doctores. Ganando fortunas y prestigio, desenvolviéndonos en una vocación que, de verdad, importa.
Dicho y hecho, Armando, Santiago y yo ya teníamos entonces cinco años en la Universidad Central de Venezuela. Armando apuntó a la oncología, Santi a ser neurocirujano y yo opté por encargarme del corazón humano, en cardiología.
Es así como, dos días antes de la noche que aquí narro, los tres habíamos arribado a una diminuta localidad no muy lejana a Sabaneta, en la cual nuestras prácticas universitarias habían sido asignadas. La comunidad tenía escasos recursos médicos, así que nuestra residencia temporal fué cálidamente recibida por sus miembros.
Escanio, un pescador encargado de darnos la bienvenida, nos condujo a nuestros aposentos. En el camino nos aseguró que no eran “gran cosa”, pero que la brisa pegaba “sabroso” de noche.
Al llegar y ver por primera vez la prisión pensamos que eran las ruinas de una antigua casona colonial. Fué sólo al entrar y ver las filas de barrotes oxidados que comprendimos en donde nos hospedaríamos.
“Les ofrecería alguna habitación u oficina” dijo Escanio, “pero hace rato se cayó el techo en todos los cuartos de ese lado de la cárcel.”
El pescador señaló entonces una de las celdas, la única con camas.
“Les recomiendo quedarse ahí. Entra luz y fresco, y es la única que no gotea de noche.”
Agradecimos sus arreglos, en parte porque no teníamos la posibilidad de reprocharlos, y nos dispusimos acomodar nuestras pertenencias alrededor de las tres camas plegables. Era evidente que, hace mucho, aquellos amarillentos colchones habían sido blancos.
Pero en el momento que Santiago se sentó sobre la inmunda cama confesó lo único que ocupaba su mente.
“Bueno señores, es Viernes y yo quiero buscarme una Zuliana.”
Armando rió y le dió los cinco.
“Me leíste la mente” dijo.
Yo también pretendí reírme, aunque me resultó difícil hacerlo con entusiasmo. Me hundía el peso de saber que mis prospectos de conquista, a diferencia de los de mis amigos, eran inexistentes.
Santiago siempre había sido un muchacho buenmozo, de esos que las mujeres buscan antes que el buscarlas a ellas. Su gancho se afiló especialmente durante la universidad, al esculpir su cuerpo durante horas y horas en el gimnasio. Y para rematar, Santi es un increíble bailarín. Tiene más facilidad moviendo los pies, en cualquier pista de baile, que respirando.
Armandito, por su parte, compensa su aspecto regular y poco notable con una actitud intrépida. No importa que tan inalcanzable parezca una muchacha, Armando le busca conversación y, lo que es hasta más importante, logra reírse genuinamente con ella. Creo que el suyo es un caso de estudio, de cómo el mejor imán recae en saber divertirse con uno mismo.
Desde que alcanzamos la edad de ir a fiestas, eran más las ocasiones donde uno o ambos terminaba liado con una chica que las que no. En comparación, mis resultados eran tan patéticos que no me quedaba más que mentir al respecto: mantuve por años haber estado con cuatro muchachas, cuando la realidad es que tan sólo me había dado un besito a los 16, jugando la botellita.
Quizás torpemente pensé que aquel viernes, en el que habíamos llegado a la cárcel, sería diferente. Después de todo, éramos foráneos, exóticos, distintos. Pero la trama estaba destinada a repetirse: durante una fiesta a las costas del mar, Armando se despareció por horas con una chica sonriente y bajita, mientras que Santiago bailó salsa con dos mejores amigas, ambas con piel color a avellanas.
“Es que eres demasiado buenón” me decían, como tantas veces me habían dicho, al regresar esa noche al espacio entre los barrotes.
“A toda chama le aburre un carajo que busqué ser siempre nice.”
“Huelen la desesperación.”
“Tienes que se lanzao’ y que sientan que te sabe a bola.”
Ya ni recuerdo que les respondí entonces, pero seguro fué una mezcla entre lamentarme y verme refunfuñón. Resignado, decidí que no los volvería a acompañar a salir al día siguiente.
Y así fué como, finalmente, me encontraba en esa irritante espera, con la mirada clavada en la pintura seca y quebrada del techo de esa prisión. Repitiendo el mensaje que tantas veces había invocado para mí, con la insistencia de una oración:
Soy feo. ¿Qué mujer quisiera hablar con un tipo como yo, cuando hay tantos Santiagos y Armandos por escoger?
Sé que no es bueno tenerse lástima a uno mismo, y prometo que hoy en día trabajo para no hablarme de una forma tan inclemente y perjudicial. Pero me he dado cuenta que, excluyendo a aquellos que comparten mi posición, pocos pueden comprender porque me es difícil detener ese discurso interno.
No siempre me ha disgustado mi apariencia. De niño me sentía guapo, e incluso me daba lástima aquel compañero de clase que no tenía la mejor pinta. Pero al llegar la pubertad mi anatomía estalló en una revolución: fuí el primero de mi promoción en comenzar a quedarme calvo antes de graduarme, mis cachetes fueron ametrallados por el acné y el estirón que tanto esperaba (para al fin ser más alto) jamás arribó, lo cual confieso que sospechaba sería el caso, pues siempre he sido un muchacho de modesta corpulencia.
Hay quienes dicen que todo es una cuestión de actitud, de carisma; pues vaya que es difícil cuando ves a una tras otra chicha darte la espalda. Sabes que estás fuera de juego con tan sólo poner pie en la cancha. Asumes, por ende, que tu debido lugar es en las gradas, admirando. Tratando de hacer tuyo el éxito de los verdaderos jugadores.
Así que ahí me encontraba: lamentándome una vez más por la mano que había recibido. Molesto por mi posición, e incapaz de buscar soluciones. Sólo que esta vez me angustiaba tras barrotes, mientras mis dos mejores amigos se aventuraban con quién sabe qué muchachitas del pueblo.
Eventualmente, escuché un par de voces acercarse al pasillo.
Coño… ojalá no traigan a nadie para acá, pensé. Lo último que necesitaba era que me restregaran sus éxitos en la cara.
Pero sólo Armando y Santiago entraron a la celda, cargando consigo un humor jocoso y triunfante.
“Tres mujerones Rubén” me contaron, “las más bellas de la fiesta. Capaz vienen para acá.”
Trate de recibir sus noticias con entusiasmo, consciente de que no esa no era la primera vez en que los números de invitadas estaban a mi favor, y que aún así no cambiarían nada.
Pero poco a poco fueron arrastrándose los minutos, y el júbilo de mis amigos se fué erosionando con su pasar. Tomó dos horas para que tiraran la toalla, apagaran las luces, y se recostaran en sus colchonetas color mostaza.
“Esta vez nos embarcaron”, asumieron los dos, seguros de que tarde o temprano volverían a verlas por ahí, merodeando en la vecindad.
Santi y Armandito conciliaron rápidamente el sueño, pero yo permanecía igual de despabilado que antes. A esas alturas podría haber conseguido un doctorado en la estructura de aquellas grietas en el techo.
Recordé entonces que no es bueno permanecer en cama con insomnio; que conviene más pararse a dar una vuelta, idealmente en la oscuridad. Así que eso hice: levantarme.
Y al alzar mi torso, vi a tres mujeres. Paradas afuera de la celda.
Estaban de blanco, con vestidos sumamente ligeros, incapaces de esconder la anatomía de sus cuerpos. Y tan sólo nos observaban, sonrientes y en silencio.
No sabía qué decir; estaba procesando demasiadas cosas a la vez. Por un lado, nunca había visto, en persona, a alguna mujer intencionalmente vestida con ropas así de reveladoras. Por otro, su visita me inquietaba.
¿Cuánto tiempo tienen ahí viéndonos? me preguntaba.
“Buenas buenas” escuché entonces a Armando decir, al mismo tiempo que sacudió a mi otro amigo a punta de palmadas, para hacerlo despertar.
“Más vale tarde que nunca” dijo Santiago, abobado por el sueño pero revitalizado por quienes lo aguardaban tras los barrotes.
“Les dijimos que vendríamos” dijo la mujer del medio. Era alta, y su cabellera lisa y oscura hacía ver a su piel más pálida de lo que en verdad era. Sus dos acompañantes tenían el pelo mucho más corto.
“Bueno, ¿qué esperan?” preguntó una de las bajitas. “Abran para que entremos.”
Santiago y Armando se voltearon a verme. Era yo quien tenía la única llave de la celda. La cerrábamos siempre por seguridad, en especial cuando dormíamos. Sin la llave, no había forma de abrir los barrotes. Ni por dentro, ni por fuera.
Y estaba agradecido entonces de que era yo quien tenía esa única copia, pues no tenía intención alguna de abrir.
“¡Dale pués Ruben!” ordenó Armandito.
Pero me negué. Algo de esas tres mujeres me hacía no querer tenerlas cerca de mí.
“Típica vaina tuya” reclamó Santi. “¿De verdad estás así de celoso?”
La respuesta, en gran parte, era un sí… pero esta decisión nada tenía que ver con la envidia, sino con la actitud de tres extrañas, a cuatro o cinco metros de mí, que nos veían como tres buitres de mármol: inmóviles y pacientes, aguardando su carroña.
Mis amigos comenzaron a hurgar mis cosas, vaciando mi equipaje y volteando mi colchón al compás de toda clase de insultos. Los tontos no sabían que la llave estaba en uno de mis zapatos, escondida entre la plantilla y la suela del calzado.
“Muchachos, permítanos darles algo de inspiración” dijo entonces la más alta, en un susurro que pareció retumbar en toda la prisión.
Sé hacia qué tipo de historia creen que esta anécdota se dirige. Yo también lo creí en ese instante, tal cual lo creyeron mis amigos. Los tres no pudimos sino voltear, avasallados por la curiosidad.
Pero no fueron sus prendas las que, simultáneamente, comenzaron a remover las muchachas
No, fué su piel.
Con la facilidad de alguien pelando un plátano, empezaron a remover largas y anchas lonjas de su tez, revelando músculos sangrientos, pulsantes.
“¿¡Qué carajo es esto!?” preguntó Armando, al borde del llanto.
“¡Auxilio! ¡Escanio! ¡Auxilio!” gritaba Santiago, asumiendo que nuestro anfitrión también dormía en aquella estructura centenaria.
“Abrannos” ordenaban entre risitas estas mujeres. La del medio había arrancado toda la piel sobre su brazo izquierdo, hombros y clavícula; la de un lado había tirado de su ombligo para arriba, desgarrando su vestido y uno de los senos en el proceso; la del otro había removido su rostro y cuero cabelludo, tal cual una máscara, dejando atrás un cráneo musculoso, de ojos exorbitantes.
“Queremos estar cerca de ustedes” susurro la calavera.
Mis compañeros soltaron mis pertenencias y empezaron a empujar las camas amarillentas y sus equipajes contra la entrada, tratando de formar una barrera adicional entre ellos y los tres espantos.
“¡AYÚDANOS MAMAHUEVO!” me imploraban, incapaces de recordar en el momento que la celda estaba cerrada con llave. Sus mejillas brillaban con la tenue luz de la luna, y entendí que lloraban de miedo.
Sollozaban como bebés, aterrorizados por algo que eran incapaces de comprender. No eran más que niños los cuales, jugando a sentirse como hombres y adultos, se metieron donde no debieron haberse metido.
Viendo a Santiago y Armando, dándome cuenta de quienes eran, algo pequeño impactó mi pecho, y rebotó en el suelo.
Tac tac tac tac.
Pensé que era una piedrita, pero hasta en la oscuridad reconocí aquella forma blanquecina: un diente.
Una de las mujeres, la que ya no tenía ni piel ni senos en su torso, nos arrojaba su dentadura. Arrancaba, uno a uno, sus dientes, para lanzarlos a nosotros de la misma forma que alguien lanza guijarros a la ventana de su amante.
“Chiiiiiiicos” silbaba a través de esa boca dilapidada. “¿Quéeeeee esperan?”
Su pregunta, morbosamente juguetona, bastó para tomar mi colchoneta y unirme al esfuerzo de mis amigos. Quizás no hacía falta esa barrera, pero quería anular cualquier oportunidad de que esos tres seres irrumpieran en nuestra habitación.
Justo entonces, una cuarta persona entró al pasillo: Escanio.
“¡Váyanse malditas! ¡Regresen a satanás!” comandaba a todo pulmón.
El pescador cargaba una linterna, y una botella de anís. Tomó un enorme trago del licor y roció a las mujeres de escupitajos. Las tres apariciones chillaron.
“¡Fuera he dicho!” ordenó Escanio, y mis amigos se unieron a su clamor, gritando lo mismo con desesperación.
Despavoridas, las tres mujeres corrieron hacia el final del corredor, y saltaron a través de una pequeña ventana. Sin detenerse a ofrecer explicaciones, Escanio se apresuró a rociar de anís aquella ventana, seguido por todas las demás y cada posible entrada en el conjunto de celdas.
“Listo… menos mal que el licor aún las ahuyenta” dijo al concluir. Volteó a vernos con severidad, y preguntó quién de los tres había tratado de conquistar a las mujeres. Santiago y Armando alzaron la mano.
“Así es como ellas encuentran a sus presas: se dejan conquistar” explicó Escanio. “No las había visto desde que tenía su edad, cuando yo y mis amigos nos las pasábamos buscando mujeres. Pero al menos ya sabíamos, por cuentos de pueblo, qué eran y cómo espantarlas.”
Preguntamos entonces lo necesario: ¿qué era lo que habíamos presenciado?
“La verdad nadie sabe, pero se dice que son las hijas de hombres y sirenas, que no pueden vivir en el mar, pero que también odian su piel humana. Así que no les queda otra que pasar el tiempo buscando hombres a quien atormentar. Hay más de uno que ha perdido la cabeza, por dejarse encantar por ellas.”
Escanio se dispuso entonces a acomodar una de las camas en su posición original.
“Menos mal que hoy colgué mi chinchorro en el jardín de la cárcel” concluyó el pescador.
El resto de las prácticas en ese pueblito transcurrieron sin mayores percances. Jamás volvimos a ver o saber de esas tétricas hembras, en gran parte porque mis dos amigos dieron por terminadas sus ínfulas de Casanova. O al menos hasta volver a nuestra ciudad.
Por mi lado, esa noche conocí la paciencia.
Han pasado quince años desde entonces, en los cuales no he tenido sino un manojo de citas y una relación breve y modesta. Muchos considerarán aquel panorama triste y solitario, pero ya no me oprimen tales aseveraciones de mis circunstancias.
No hay maneras infalibles de vivir la vida. La forma como mis amigos se desenvolvían en el romance tiene sus encantos, cómo no, pero también sus defectos, sus puntos ciegos.
He aprovechado mi soledad para viajar, establecer muchísimas amistades, recopilar experiencias que jamás hubiera imaginado poder disfrutar por mí mismo. Feo o no, carismático o no, vivo y agradezco mi vida.
Todo pasa en su debido momento; no en el de Santiago, ni en el de Armandito. Lo más probable es que haya alguien para mí, más adelante en mi camino. Y, si se hace valer, esa sí es una espera que vale la pena prolongar.