En medio de alguna fiesta - una de tantas que se desdibuja y confunde entre las otras en mi memoria - Eric me miró con lágrimas en los ojos. Es lo más cerca que llegué a verlo llorar.
“Coño Ben, es que de pana siento que eres la única persona que me conoce” me confesó.
Mi mejor amigo había pasado meses aprendiendo merengue, salsa y bachata, sólo para enterarse, en la primera fiesta a la que se había atrevido a asistir ese año, que ninguna niña quería bailar con él.
De cara a Simón, Marcos y Ariel, nuestros otros mejores amigos, Eric bromeaba junto a ellos de su infortunio. Sólo conmigo se permitía demostrar lo mucho que le dolía.
Y es que claro que era lastimoso, sobre todo para alguien tan tímido como él. Muchos asumían que Eric era socialmente inepto, pero la realidad es que simplemente era diferente. Alguien quien trataba de pertenecer a un mundo en el que pocas veces encajaba.
El resto de nuestro grupo, a pesar de saber esto, veían sus particularidades como bromas o chistes. Mas eran precisamente aquellas particularidades sobre las cuales Eric y yo habíamos entablado una amistad. La única diferencia en mi caso es que yo había expandido mi personalidad más allá de lo que me hacía peculiar, mientras que Eric había desarrollado una fantástica manera de ser a partir de su singularidad. En consecuencia, nuestro entorno le hacía saber que era distinto.
Quiero aclarar algo: Simón, Marcos y Ariel también querían mucho a Eric.
“Es un tipazo. Pero man, qué callado” me dijo en alguna ocasión Simón.
“No aporta. A veces no sé si en verdad la pasa bien con nosotros” completó Ariel.
Ese era el tema: Eric no hablaba mucho. Se animaba a cualquier plan, y en su sonrisa (que era enorme) se podía ver que la estaba pasando bien. Era genuinamente feliz a nuestro lado, contemplando, en un generoso silencio, la alegría que compartía con nosotros.
Sin embargo, algo que los otros no sabían - pues pocos tenían conocimiento al respecto - es que a mi mejor amigo se le hacía muy difícil reír.
Incluso la más pequeña carcajada desataba una tos firme y saboteadora. Algo en la garganta de Eric - los médicos creían que era resequedad - trastornaba sus risas en las toses de un fumador crónico.
Si algo le daba pena era aquel impedimento, que limitaba su derecho a reír. Por ello sustituía sus risas con la sonrisa más grande que he conocido. Aquella que se caracterizaba por un diminuto colmillo superior izquierdo, cuya pequeñez daba paso a un hueco en medio de sus otros dientes.
Y nada hacía a Eric sonreír más que la naturaleza.
Durante uno de los muchos viajes que hicimos a la cabaña de la familia de Marcos, Eric se permitió, en medio de las partidas de dominó o poker, recorrer las orillas de una laguna cercana.
El pequeño lago quedaba a un par de metros del patio trasero de la casa de verano, y en cada ocasión el más callado del grupo lo bordeaba a pie, en el transcurso de unas tres largas y solitarias horas. Siempre regresaba de sus caminatas con un rostro despejado y una sonrisa transparente. Ojalá más personas pudieran divertirse a solas como él.
Por eso no me pareció extraño verlo, durante aquella visita, acostado en el pequeño muelle de Marcos; bocarriba y con sus cuatro extremidades abiertas, como si esperando el abrazo de la luna, las estrellas y todo el firmamento.
Los otros ya dormían, así que más nadie llegó a ver lo que probablemente sería nuestro último vistazo de Eric.
Suponiendo que al rato dejaría la orilla para regresar a la casa, me acosté en el sofá de la sala.
A la mañana siguiente había logrado soportar los primeros rayos del Sol sobre mi rostro, mas no fui capaz de ignorar el sacudón de Mario.
“Ben, ¿dónde está Eric?”
Al parecer tenían al menos 20 minutos buscándolo, y no caían las llamadas a su celular.
Me asomé por la ventana, y mi mirada cayó de inmediato sobre el muelle vacío. Bajo aquel cielo inclemente y despejado parecía que nadie lo hubiera pisado en décadas.
Hacia el final del día la policía ya era parte de nuestra búsqueda, pero tras seis meses de investigaciones nadie poseía indicio alguno del paradero de Eric, o qué sucedió desde que, de lejos, lo observé admirando la noche.
No he vuelto a experimentar una pérdida tan ponzoñosa. No sólo ya no contaba con la más cercana y real de mis amistades, sino que su desaparición tampoco me había dejado respuestas.
La persona que mejor me conocía había partido de mi vida sin dar explicaciones, lo que causó que mi corazón lo convirtiera, súbitamente, en un extraño. Un abismo se había impuesto en medio de nuestra hermandad, y entre nuestras vidas.
Por varios años el grupo evitó siquiera mencionar aquella casa de veraneo en donde Eric parecía haberse desvanecido. No queríamos admitirlo, pero nos parecía un lugar maldito. No porque creíamos que se había tragado a nuestro compañero, sino porque sentíamos que nos había influenciado a dejarlo a solas. A la merced de lo que sea le había pasado.
Pero eventualmente, ya terminando la carrera de la universidad, recibí un texto de Ariel.
marcos quiere ir a la cabaña en carnavales,. te pegas?
Había un cierto suspenso en la propuesta. Podía palpar la indecisión de Ariel, Simón y hasta del mismo Marcos entre los píxeles. Nadie se atrevía a decir si era inapropiado o una buena idea regresar al lugar donde dejamos de ser cinco.
Mas en la noche, justo antes de acostarme, un sin fín de lugares comunes revoloteaban en mi cabeza, el más grande siendo que “Eric no quisiera que dejáramos de hacer esta clase de planes”. Viendo atrás, creo que mi verdadera intención era no permitir que su memoria se convirtiera en una sombra a la que temerle.
Si va. Dile que voy activo contesté, consciente de que seguramente contestaba por los otros cuatro.
Los dos primeros días de vuelta en la cabaña fueron agradables, nada en su interior parecía haber cambiado. Fué fácil dar con las piezas de dominó o las fichas de póker, y sentarse toda la tarde a jugar, tal como en tantas ocasiones habíamos hecho.
Lo que no sabían mis tres amigos es que planeaba pasar mi última noche de ese viaje a las afueras de la casa.
Algo, quizás curiosidad o ansias, me llamaba a dormir bajo las estrellas, tal como lo había hecho Eric. Cargando mi saco de dormir hacia la orilla me fastidiada el no saber lo qué me motivaba. ¿Conmemorar a mi mejor amigo? ¿Sentirme más cerca de él? ¿Tratar de comprender su última noche con nosotros, a partir de una de sus tantas particularidades? Quizás todas las preguntas eran válidas, pero incluso sin respuestas caminaba.Sólo me detuvo pisar el muelle.
El crujido de sus tablas, bajo el peso de mi pie vacilante, me hacía saber que podía dormir cerca del agua, pero jamás sobre ese muelle. Era demasiado para mi. Hedía a la ausencia de mi amigo.
Miré a mi alrededor. La grama del jardín seguía empapada por una lluvia, al igual que la arena bajo mis pies. A dos pensamientos de darme por vencido, me percaté de un objeto alargado, recostado sobre un tronco.
Una canoa.Le dí vuelta, revisé su interior con mis manos y la encontré perfectamente seca. El haber permanecido invertida la había protegido del chaparrón. Sabía que este sería mi lecho.
Me aseguré de atar con firmeza el bote a un poste de madera, desplegué mi saco de dormir en sus tripas y me acosté, expectante de encarar un cielo luminoso, libre de la contaminación de las luces de mi ciudad.
Negro. Todo el firmamento parecía clausurado por las nubes.
Asumí que poco a poco irían apareciendo las estrellas, a medida que mi ojos se acostumbraban a la oscuridad.
Pero transcurrieron los minutos y la vasta sombra permanecía sobre mí, tan inamovible como el recuerdo de Eric, anclado a mi memoria.
Finalmente descendiendo a las negruras de un sueño, me preguntaba si mi tímido amigo, acostado en el muelle, también había visto ese cielo cruel y avaro.
Fuí despertado por el vaivén de la canoa.
Incluso ante ese negro embrujo en el cielo, me era evidente que bote se mecía de lado a lado.
Me alcé de inmediato, casi perdiendo mi balance y el de la canoa, y alrededor mío sólo vi agua. El bote sobre el que dormía se había desatado del poste, y flotaba en medio de la laguna. Sin la Luna o las estrellas, sus aguas eran un pedazo de la oscuridad que las escondía.
No comprendía como el triple nudo, al final de una soga enrollada múltiples veces alrededor del madero, se pudo haber deshecho. O cómo el humilde navío, plantado con seguridad en la arena, había sido arrastrado hasta el lago. En el momento supuse que había sobreestimado mis competencias de marinero.
Estudié mi situación. Incluso en la oscuridad podía ver que flotaba, prácticamente, en el medio de la laguna. Las orillas más cercanas quedaban a cincuenta o sesenta metros de mí, y no tenía remos con los que moverme a ellas. Usar mis manos, nadar o gritar por ayuda me parecían más inconvenientes que soluciones.
Puede que el peso de la frustración me llevó a sucumbir a la más malcriada de las ideas: esperar a que la canoa flotara a alguna orilla o que, en la mañana, algún vecino me encontrara. Así que, renunciado a dormir, volví a acostarme, con mis vistas entregadas a las sombras en las alturas. Hamacado por los serenos toques del lago.
A suspiros de volver a conciliar el sueño, algo golpeteo la canoa.
Toc toc toc… toc toc toc…
No perdí ni un segundo para asumir que se trataba de un pez, o quizás una rana.
Toc… toc… toc toc toc toc…
Y sin embargo, esta vez no quise levantarme. Los golpes sonaban al lado de mi mejilla, impactando en la madera a meros centímetros de mi rostro.A esos se le unieron más toques, esta vez cerca de mis pies.
Toc… toc…
Petrificado, sin atreverme a abrir los ojos, revisaba cualquier posibilidad que pudiera tranquilizarme: peces, algas, trozos de madera, alguna pelota extraviada...
Y entonces empezaron los susurros.
“Aquí hay alguien. Oigan.”
Apenas podía escuchar las voces.
“Mira cómo respira… está asustado…”
“Shhh… baja la voz.”
Había cuatro o cinco personas alrededor del bote.
“¿Cuál es este? ¿Marcos, Ariel, Benjamín o Simón?”
Escuchar nuestros nombres me hizo abrir los ojos, hincar mis uñas en mi pierna… pero no asomarme a ver quien hablaba de nosotros.
Sólo pude ver aquel cielo oscuro, enmarcado por las paredes de la canoa que era asediada por aquellos murmullos.
“¿Cuál es?” insistió uno.
“Benjamín” respondió otro.
Alcé sutilmente mi cabeza, viendo si contaba con algo además de mis puños para defenderme.
“Vamos a voltear la canoa.”
Sólo conseguí las llaves de mi carro, las cuales encajé entre mis nudillos. Consciente de que no servirían para nada.
“No, no… espera…” susurró una de las malditas voces.
Y el susurro se convirtió en la voz que no había escuchado en años.
“Ben.”
Era Eric.
“Soy yo Ben.”
Su habla era tan nítido como aquel con aquel con el que me pidió consuelo años atrás, tras ser rechazado decenas de veces en la pista de baile.
Pero sus intenciones eran otras.
“Salta” me dijo “Yo te ayudo a nadar a la orilla.”
Podía olfatear que, detrás de la familiaridad de esa voz, se pudría un engaño.
Permanecí quieto, en silencio. Actuando como si sólo el aire ocupara la canoa.
Pero algo golpeó el bote de un lado, y otro golpe le correspondió del otro lado.
Y pasó de nuevo… y de nuevo… y de nuevo…
La canoa se iba a voltear. El agua, poco a poco y a brincos, comenzó abordar.
Sólo cuando era capaz de ver el otro extremo del lago, y sabía que en cuestión de instantes me vería cara a cara con quienes intentaban hundirme, pude abrir la boca.
“¡AUXILIO! ¡AUXILIO!”
Grité por auxilio. Grité, y el alarido rebotó de un extremo de la laguna al otro.
Y aunque los empujones no cesaron, la canoa dejó de moverse. Algo, o alguien, resistía los forcejeos, y la aguantaba en su lugar.
Alcé la cabeza, sin saber qué esperar a encontrarme.
Mis ojos pudieron distinguir, al otro extremo del bote, una figura. Perfectamente quieta, sosteniendo la canoa con firmeza. Como si sentada en la superficie de la laguna.
No tenía idea a quien veía, pero sabía que su agarre era la única frontera entre yo y la maldad de aquellas aguas.
Poco a poco comenzaron a dispersarse aquellos empujones. Eventualmente, sólo permaneció el silencio, aquella figura y yo.
De un momento a otro, la sombra comenzó a empujar la canoa hacia la orilla. Yo sólo podía verla, pasmado y aterrado. Durante el trayecto, la cosa sonrió.
Incluso en la penumbra sabía lo que veía: la sonrisa de Eric. Aquella que siempre me pareció la más grande del mundo.
El crujido de la arena, raspando la base del bote, me sobresaltó. Tomé asiento y me percaté que estaba de regreso en la costa del jardín de la cabaña.
Al voltear, no había nadie en el otro extremo de la canoa.
Eric me dijo, en un par de ocasiones, que sólo yo parecía conocerlo.
Lo que más maldigo de aquella noche es que siento que me alejó aún más de mi mejor amigo.
Verán, lo que sea que me quería vertir al lago no sólo sonaba como Eric. También reía con aquella tos que, en vida, tanto le avergonzaba. Escuché aquellas risas, y sus respectivas toses, mientras los susurros trataban de voltear la canoa.
La risa y la tos eran suyas. No me cabe duda.
Por otro lado, lo que sea que impidió el naufragio y luego me retornó a tierra firme se comportaba como Eric en su lealtad, su calma, sus silencios. Pero aquella sonrisa, aunque igual de grande, carecía de una imperfección clave: el hueco que dominaba el espacio cedido por aquel diminuto colmillo.
Aún no sé cuál de las dos presencias era Eric.
Me urge convencerme a mí mismo de que fue la sombra benevolente; mas de las dos imitaciones es la del susurro la que más me recuerda al quinto de mi grupo.
De ser así, ¿pudo haber sido aquella gentil figura la que, en otra noche, lo raptó de nuestras vidas? ¿Para convertirlo en esa malicia que deseaba ahogarme?
¿Quién es, hoy en día, aquel a quien consideré mi hermano?