Yo sé que fue lo que vi. Sólo me faltan las razones para comprenderlo.
Todo en esta vida tiene una explicación. Son nuestras herramientas de percepción, tan limitadas y fáciles de engañar, las que seriamente reducen nuestra posibilidad de obtener tales explicaciones; empezando por nuestros humildes sentidos. Debe ser por eso que, como oftalmólogo, me dedico al cuidado del ojo humano.
Mi trabajo favorito, cuando cursaba la carrera de medicina, tuvo lugar en un cementerio. El más antigüo de mi pueblo.
Necesitaba un ingreso que no me quitara mucho tiempo de mis estudios, y que se basara en una actividad lejos de los escritorios, donde ya pasaba la mayor parte de mis días. Los encargados del camposanto no eran sino cuatro: dos sepultureros, una señora de servicio y una secretaria. Todos familiares cercanos, de apellido Rivera; primos y hermanos que habían crecido a la par. Todos descendientes de generaciones que, tal cual ellos, se habían dado al cuidado del reposo de cientos de pueblerinos.
Los cuatro Rivera eran buenas personas. Amigables y divertidos, lo cual era inclusive más importante para un joven universitario. Compartían un entusiasmo diligente y fundamental por su negocio, pero habían fallado en donde sus padres no: ninguno llegó a tener hijos a quienes heredarles su profesión.
Al parecer este cementerio era una pasión de carácter familiar. Era muy peculiar, por no decir sospechoso, que un extraño estuviera dispuesto a trabajar donde tantos culminaban - y otros empezaban - algunos de los peores momentos de sus vidas.
Por ello comprendo la incredulidad con la que me recibieron cuando, blandiendo un blazer y mi currículum, entré en búsqueda de una posición. Pensaban, naturalmente, que era una gran burla.
Sin embargo, fui concedido la entrevista y, tras discutirlo ahí mismo entre ellos, me ofrecieron el trabajo. No les quedaba otra opción: el más jóven de los cuatro era el sepulturero Manuel, quien recién cumplía los sesenta y cuatro. Su espalda se lo recordaba tras cada palazo al subsuelo.
Y si lo que buscaba era trabajo manual, pues vaya que lo encontré. Jamás había sudado tanto como cuando cavé mis primeras fosas (tres de ellas para abuelas que, curiosamente, compartían el nombre “Camila”). La tierra, en lugar de salir del hoyo, parecía ascender; como lo haría la lava de un volcán en erupción. Sólo con el pasar del tiempo sudé menos, mis palmas dejaron de ampollarse y comencé a ganarme el respeto del lodo, sus lombrices y aquellos dos metros entre los vivos y sus muertos.
Día tras días mis emociones también se calibraron. El primer entierro al que asistí me exprimió varias lágrimas, las cuales llegaron sin vergüenza hasta mi temblorosa barbilla. Carlos, el otro veterano sepulturero, posó su gruesa mano sobre mi hombro.
“Respira Antonio” me susurró. “Sé que cuesta, pero estamos acá para los seres queridos. Prometo que se te hará más fácil.”
Dicho y hecho, meses después de aquella promesa dejé de perder la compostura. Adopté, en lugar de mis llantos, una vigorosa sensación de propósito. Al igual que los Rivera, sentía la responsabilidad de mantenerme atento, pero sereno. Callado y a la orden de los dolientes.
Disfrutaba mucho aquel empleo. Las conversaciones con los familiares jamás dejaron de entretenerme. Eran personas sencillas, pero sumamente educadas; repletas de anécdotas, chistes, consejos y observaciones. Resulta que trabajar de por vida en el lugar donde toda persona culmina su existencia te ofrece un abanico interminable de curiosidades sobre la humanidad.
También te otorga un profundo sentido del humor. Clara, la señora de servicio, se la pasaba haciendo punzantes bromas sobre las personas - vivas y muertas - que entraban al cementerio.
“Ese muerto sí que quedó bien arreglado” dijo durante un almuerzo, masticando cochino y risitas. “Señora que se haya asomado al ataúd, señora que salió con una clase de maquillaje.”
Claro que nos reímos de su comentario, como tantas veces lo hicimos por su humor negro.
Me fue aún mejor cuando fui promovido a guardia nocturno. Una posición que nadie más quería, pero que el crimen en la vecindad ameritó.
Ya eran muchas las noticias de robos a tumbas en otros cementerios. Los maleantes entraban durante las más solitarias horas de las noches para excavar los sepulcros, en búsqueda de cualquier joyería que arrancar de los cadáveres, cenizas y esqueletos.
Pero a pesar del riesgo que implicaba vigilar el negocio, esa no era la razón principal por la que se hacía difícil conseguir quien tomara la posición.
La verdadera causa eran un sinfín de supersticiones.
El camposanto de los Rivera tiene, al menos, siglo y medio de existencia. Durante el cual no sólo ha acumulado metros cuadrados, ahora ocupando un territorio mucho más grande que el de sus modestos inicios.
Ha reunido también una enorme cantidad de historias de fantasmas.
Los Rivera no querían admitirlo, pero las leyendas eran conocidas en todo el pueblo. Es muy posible que el cementerio aún no había caído víctima de hurtos porque hasta los maleantes temían entrar al lugar de tantos mitos. Susurros que ahogaban el canto de las ranas, miradas asomadas detrás de las lápidas, destellos y gruñidos atrapados en los mausoleos… Estas eran sólo algunas del abanico de historias que había escuchado durante mi infancia.
Y ninguna era tan conocida como la leyenda de tres brujas que fueron ahorcadas dentro del cementerio.
Existen muchas versiones del relato, todas con sus ligeras variaciones de las circunstancias, la culpabilidad de las hechiceras y las consecuencias en la comunidad. Mas esta era la esencia de todas era las iteraciones:
Tres hermanas, huérfanas, eran brillantes, rebeldes y extravagantes. Jamás asistían a misa, a diferencia del resto del pueblo, cuya población entonces era mucho más pequeña y devota. En cambio se les veía bailando cerca del río, desnudas ante las sombras de la luna nueva. En lenguas desconocidas chillaban y reían, llamando a lo que se decía era el diablo. Como el lobo que aulla por el resto de la manada.
Así que al ser apresadas por magia negra, lo primero que perdieron fue el habla. Sus lenguas fueron amputadas, para luego ser colgadas por la garganta, en la ramas más elevadas y descubiertas de un árbol. Para que todos (pero sobre todo todas) en el pueblo recordaran las consecuencias de existir fuera del abrazo misericordioso del Señor. Y en lugar de sogas, las hermanas fueron estranguladas con cadenas, pues se suponía que el hierro las mantendría guindadas en el tronco por más tiempo que un mero cordón.
Pero al día siguiente de su muerte, sus cadáveres ya habían desaparecido. No había rastro alguno de las cadenas o de los cuerpos.
Los Rivera me aseguraron que las tres hermanas sí existieron, y que su injusta ejecución se llevó a cabo dentro del terreno del que ahora se ocupaban. También me demostraron, con documentos verificables, que una larga temporada de desgracias cayó sobre la población: una plaga aniquiló a la mayoría de los ancianos e infantes; los sembradíos se volvieron infértiles, lo que casi diezmó por completo a la comunidad; una ola de alcoholismo y suicidios tomó posesión de los que quedaron.
Todo eso fue cierto e histórico, pero me resultó difícil creer en las anécdotas de ultratumba.
Aquellas historias inverosímiles, sobre supuestos espectros de las presuntas magas, atravesando las oscuridades del cementerio. Vestidas de blanco y sangre, aún arrastrando las cadenas de su muerte. Cada una por su lado, buscando por siempre a los otros dos miembros de su familia.
“Todos las hemos visto” me dijo en voz baja Matilda, la secretaria. “Tan sólo un mes antes de que llegaras, una de ellas pasó enfrente de la ventana de la oficina. Era alta, y su mirada parecía atravesar el cristal. Ve: lo recuerdo y se me pone al piel de gallina.”
Tan genuino era el pavor de los cuatro dueños del cementerio, que tomé la posición de guardia con algo de ternura. Me alegraba resguardarlos de un temor de tal magnitud.
En mi caso, no pude haber pedido un mejor ascenso. Ahora podía dedicarme a la universidad y mis prácticas durante el día, mientras que mis noches en el camposanto me permitían estudiar en la serenidad de la noche. El silencio de un cementerio es, después de todo, un silencio muy especial.
Así que inicié mis obligaciones de guardia, convencido de que mi trabajo favorito se había tornado aún mejor.
Tres semanas después, escuché el primer tintineo de una campana.
Sucedió cuando cerraba la entrada trasera, para empezar mi ronda final a través del cementerio. El ruido era suave, casi menguante. Una pequeña ráfaga de metal.
Tomé un bate de acero en la oficina y me dispuse a ver de dónde venía, pues sabía que tales campanas existían dentro del camposanto, pero que sólo podía ser manipuladas desde el interior de los ataúdes bajo tierra.
Verán, esta era otra de las peculiaridades del cementerio: muchos de los sepulcros más antigüos contaban con una campanilla, colgada en el borde de sus lápidas. De todas guindaba una fina cadena, que descendía al subsuelo a través de un delgado conducto, usualmente de mármol.
Y el último eslabón de esa cadena, en teoría, colgaba ya dentro del sarcófago. Para que su ocupante pudiera jalarlo, sonar la campana y alertar al cementerio en caso de no estar, verdaderamente, muerto.
Por supuesto, no existían reportes de que estas adiciones a las losas hubieran sido necesarias. Pero tampoco ayudaban a acallar los rumores de que el lugar estaba maldito y embrujado.
Mas yo sabía, andando con el palo de béisbol y una linterna, que sólo dos cosas podían hacer sonar a las campanas: algún intruso, dándoselas del gracioso, o algún criminal que hubiera logrado profanar el féretro.
Esa noche recorrí cada rincón del cementerio, sin volver a escuchar la diminuta campanada o toparme con algún forastero.
Inquieto pero sin pruebas, cerré y me fuí a casa. Convencido de que mis oídos me habían jugado un mal truco.
De ser ese el caso, se avecinaban muchos más engaños.
Al menos una vez por quincena, la calma de la madrugada era perturbada por el tintineo de una de estas campanas. Resonando en la distancia, como una piedra arrojada a un lago, cuyas ondas se esparcen y agrandan. En cada ocasión respondía a su llamado con una extensa revisión del perímetro, a veces por varias horas, sin hallar el origen del particular sonido.
Pero hubo una guardia donde todo fue diferente.
Era la mitad de la noche, alrededor de la una de la madrugada. Usualmente podía estudiar a esas horas, pero el sueño volteaba las palabras de mi libro de biología celular. Decidí estirar las piernas y refrescar la mente. Permitirme una caminata e imaginar las vacaciones en Cancún a las que iría en menos de un mes.
Al poco rato de andar sin rumbo entre las lápidas me detuve, para remover uno de mis zapatos. Una piedrilla tenía varios minutos hincándose en la planta de mi pié.
En eso, escuché una campana.
A los pocos segundos sonó otra. Y otra. Y otra.
Y luego un alarido. Lejano, pero estridente.
El sosiego en mi se erizó ante el dolor de aquel grito, que parecía eterno. Como si emanara del pulmón de un zepelín.
Y eventualmente, regresó el silencio. Los grillos y las ranas volvían a habitar la noche.
Me mantuve de pié por largos momentos, paralizado. Sólo cuando di mi primer paso en dirección a la oficina, en donde guardaba el bate de béisbol, me percaté de que aún sostenía mi zapato.
Esta vez, antes de salir a buscar al intruso, llamé a la policía, pues estaba seguro de que no era el único dentro del cementerio. El oficial me dijo que una patrulla llegaría en menos de media hora. Rezaba que tratábamos con algún manojo de adolescentes, y no con un grupo de criminales.
Jamás le dí tiempo o crédito a la posibilidad de que fuera algo más.
Tenía la linterna conmigo, pero opté por no encenderla. Ya conocía la geografía del cementerio como mi rostro en el espejo, y prefería no advertir a quien lo hubiera infiltrado de mi presencia.
Pocos lo saben, pero al costado del camposanto se dispone una larga senda de tierra, disimulada por una colina y una densa fila de árboles y arbustos. Su altura permite vigilar el terreno desde una posición elevada. Por lo que, sin encender la linterna, y armado con el mazo de mi equipo favorito, decidí atravesarla.
Fueran quienes fueran los que me acompañaban se habían ocultado bien. Incluso desde el elevado camino, mis ojos no detectaban la más mínima sombra entre las lápidas, o el más sútil movimiento sobre la grama. La naturaleza parecía muerta por encima y debajo de la tierra.
Andaba lentamente, con los ojos como una lechuza embalsamada. El crujir de mis pasos parecía la única señal de vida.
Hasta que volví a escuchar el tintineo de varias campanas.
Todas llegaron a mi oído derecho. Aún remotas, pero sin duda más cercanas que antes.
Volteé en su dirección, y encontré a quien pensé que buscaba.
Alguien corría en mi dirección, a unos cincuenta metros de mí.
“¡Quieto!” le ordené, al mismo tiempo que encendí la linterna. Su rayo no alcanzó a la persona, pero mi vista fue capaz de detallar lo que se apresuraba en la oscuridad.
Era una mujer, alta.
Mucho más alta que yo.
Sus manos se movían libremente, al compás de su cabellera suelta y descontrolada. Recuerdo la palidez de su piel, incluso en medio de aquella penumbra.
Blanca como lo que sea que tenía puesto. Una especie de bata.
La mujer me había visto, de eso no cabía duda. Y sin embargo, no dejaba de correr hacia mí, acompañada del sonido de esas campanas.
“¡Deténgase señora! ¡Ando armado!” le advertí, alzando el bate y dando un paso al frente.
Y con eso, la mujer giró y entró a aquel monte al lado del camino. El tintineo de las campanas cesó.
Fui yo quien entonces corrió en su dirección. Estaba - y sigo - convencido de que alguna pobre drogadicta se había perdido en la propiedad de los Rivera.
A pesar de asomarme en su dirección, no encontré indicio alguno de su presencia. La ladera con vista al cementerio permanecía en plena quietud. Nuevamente muerta.
Dí la vuelta y me apresuré a la oficina, donde había acordado encontrarme con la patrulla.
Muy para mi sorpresa, los oficiales ya habían llegado, y se habían adelantado a investigar. Me esperaban de pié y entre las lápidas, apuntando la luz de sus linternas a tres bultos en el suelo. No estaban sólos.
Las masas sobre la grama eran tres muchachos, dos varones y una hembra. Estudiantes de comunicación social, tan sólo unos años menores que yo.
Y tal como predije, estaban absolutamente drogados. En sus mochilas había marihuana, cerveza y éxtasis.
Ello no impidió que la policía los cuestionara con vehemencia.
“Déjense de estupideces” dijo el superior de los oficiales, “y empiecen a contarme lo que hacen acá.”
“Le estamos diciendo la verdad señor” juró uno de los muchachos, al borde del llanto. “Sólo vinimos a ver las estrellas.”
Era cierto que el firmamento se veía particularmente espectacular sobre el camposanto, aunque pocas veces me detenía a admirarlo.
“Jefe” le dije a aquel policía que tenía el mando. “Estos no son todos. Hay un chica que ví por allá arriba, corriendo.”
Los muchachos intercambiaron miradas entre ellos, confundidos, y negaron mi declaración. Aseguraron que sólo eran tres.
“Chamo, yo sé lo que ví” les respondí. “Y por lo que noté tu amiga está bien tronada. Se puede caer y hacer daño.”
Nuevamente, el grupito negó lo que decía. Los patrulleros les demandaron la verdad, pero no alteraron su postura.
Mas bien, empezaron a temblar.
La muchacha encontró mis ojos con su mirada enrojecida. Cristalizada en un temor que no podía sacudirse.
“¿Osea que también la viste?” me preguntó.
Sólo entonces los tres intrusos se dispusieron a contar lo que habían presenciado: en medio de risas escucharon un alarido. El desgarrador grito de una mujer.
Demasiado asustados para atravesar el cementerio, decidieron ocultarse detrás de un mausoleo cercano.
“Y fué ahí que la vimos” contó el muchacho. “Vestida de blanco y corriendo así, entre las tumbas.”
Los policías estaban molestos, pues consideraban que todo era un acto. Y a pesar de que el recuento se asemejaba tanto a lo que presencié en el camino de tierra, también continué presionando por “la verdad''.
A los pocos minutos de esta danza, uno de los oficiales sugirió continuar la conversación en la estación.
“Vamos” ordenó a los tres muchachos. “Se vienen con nosotros.”
Sólo cuando los tres estaban de pie, la muchacha alzó la vista y notó algo a mis espaldas.
Algo que vació la sangre de su rostro y asfixió un grito en su garganta.
A ese grito mudo le siguió un alarido, pero no el suyo. Venía de mis espaldas. Acercándose con la velocidad de un trueno.
Ni en las clínicas he vuelto a escuchar un chillido así.
Los dos patrulleros y yo volteamos. Sus linternas alumbraron a una mujer.
Pálida, con un bata blanca. Su rostro y sus ropas manchadas de sangre. Pasó a meros metros de nosotros, corriendo como un fugitivo.
Todos los presentes notamos que, alrededor de su cuello, colgaba una cadena, cuya extensión se enroscaba en sus muñecas y piernas.
Y de esta cadena, colgaban campanas.
Voló, sin dejar de aullar aquel terrible alarido. Mis ojos quizás me engañaron, pero podría jurar que su velocidad era más rápida que el andar de sus pies descalzos.
A pocos metros de nosotros, esta persona entró en la negrura, y se perdió de nuestra vista. Ni las linternas, ni mi vista entrenada por meses de oscura vigilancia, la localizaron. Su grito desapareció meros segundos después, aun cuando colgó del sosiego como lo haría una pestilencia del aire.
Nadie quería hablar. El oficial a cargo no pudo disimular un ligero tartamudeo, cuando se atrevió a romper el silencio.
“¿Q- qué le pasa a tu amiga?” preguntó, intentando sonar más molesto que asustado.
Nuevamente, los muchachos negaron conocer a quien acabábamos de ver. Imploraron, mas bien, que los sacáramos del cementerio.
Y me consta que, en esta ocasión, no mentían. A diferencia de la mujer que corría en el camino de tierra, esta era más baja (mucho más baja) que yo.
Por días intenté dar con algún rastro de las dos mujeres. Los Rivera me insistieron que no perdiera mi tiempo, pues había sido testigo de “dos fantasmas.”
“Dos de las tres brujas” me dijo Carlos. “¿Y sabes las campanas que cargaban, Antonio? Eso lo hacen para hacer ruido, y encontrarse entre ellas. Porque se siguen buscando.”
Yo también sigo en una búsqueda, mas no de patrañas o mitos sobre espantos y aparecidos.
Ando a la espera de encontrar la explicación que aclare lo que vi aquella noche. Tarde o temprano llegará, pues existe.
Debe de existir.