En el sueño, el vientre de mi madre era muy cálido.
Flotaba dentro de ella plácidamente, tal y cómo lo había hecho años atrás, en aquellos primeros meses donde pasé de no existir, a tan sólo empezar a ser. Permeada por algo que, en vida, llamaría “felicidad”.
En el sueño, el resplandor que conocería al nacer ya alcanzaba a mis ojitos en gestación. Y mis oídos rudimentarios escuchaban, reverberando a través del líquido amniótico, las canciones de cuna de mamá. Captaba, también, la ilusión en las voces de todos sus seres queridos, prometiendome su cariño a pesar de no haberme conocido. Por el mérito de ser su hija.
“Toca. Acaba de patear” escuchaba a mi madre decir, y la sombra de una palma amiga, a contraluz de ese brillo fulguroso, se apoyaba sobre su estómago. Y en lugar de una patada, eran mis diminutas manos quienes palpaban las paredes de mi progenitora, buscando recibir el candor de esas figuras.
Y repentinamente, justo cuando sabía que me tocaba nacer, esas sombras cubrían por completo mi visión, y mi corazón se veía sumergido en un profundo terror. Sentía que estaba atrapada, reconociendo que si permanecía a oscuras muy pronto iba a morir.
Era así como finalmente despertaba. Esa reminiscencia jamás se sintió como un sueño, sino como la más vívida de las regresiones. Lo primero que hacía en las mañanas siguientes era salir de mi cuarto, buscar a mamá y sorprenderla con el más fuerte abrazo.
En un abrazo así, verdadero, retornaba por un instante a la alegría plácida y pura de ese calor de su vientre. Aquella que antecedía a esa espantosa penumbra.
Incluso con 11 años, jamás me había extrañado la recurrencia de esta experiencia. Tenía una enorme fascinación y curiosidad por el trabajo de mamá: era enfermera en un área de maternidad. Desde que tengo memoria admiro que mami ayude a traer vidas al mundo.
Pero aún más importante: Mamá es mi mejor amiga, y siempre hemos sido increíblemente cercanas. Nuestras peleas no son más que tontas escaramuzas, de las cuales terminamos riéndonos más adelante, y le he confesado secretos que temía admitir hasta a mí misma.
Quiero dejar eso en claro, antes de continuar con esta historia.
Que no quede duda del amor que le tengo. Nunca me ha hecho daño, ni he sentido rabia o resentimiento hacia ella, o de ella a mí.
Pero he venido entendiendo que todos nacemos con algo terrible que desconocemos en nuestro interior. Una carga incomprensible de la naturaleza humana. Es única para cada persona, pero sea lo que sea, jamás debe ser perturbada.
Muy a mi pesar, creo que la invoqué esa noche, cuando tuve por última vez la pesadilla. O al menos, esta es la única explicación que le encuentro a todo lo que sucedió.
Siempre podía presentir, justo antes de acostarme, que se avecinaba la pesadilla. Lo sabía porque mi mente no dejaba de pensar al respecto. Harta de entregarme al miedo, decidí con firmeza que ya no me quedaría asustada en la oscuridad del vientre, sintiendo que iba a morir justo antes de mi nacimiento. “Esta vez”, me prometí, “voy a nacer.”
Con esa convicción, me permití retornar al saco embrionario, y quedarme dormida.
Pero esta vez no fui trasladada a la barriga de mamá.
Al despegarse mis párpados, me encontraba aún en mi habitación oscura, sumergida en un calor húmedo y asfixiante. Mi espalda sudorosa había empapado el colchón.
Y sin mi permiso, mi cuerpo empezó a moverse. Mi torso se levantó, y mis piernas me sacaron de la cama. Salí de mi habitación a recorrer mi casa en tinieblas, sin saber a dónde me dirigía con tanta decisión. Como si, detrás de un vidrio, fuera testigo de mi propio sonambulismo.
Recuerdo, sobretodo, el espeso calor de ese aire. Sentía que atravesaba un pozo de aceite tibio, oscurecido por la mugre. Recuerdo también el pavor de sentirme incapaz de liberar las cadenas de este trance inexplicable, y de retomar el control de mi cuerpo.
La única luz en toda la casa provenía de la cocina, de donde salían las voces de Carola, mi hermana mayor, y mamá charlando. Me acerqué a la entrada abierta, y por varios minutos estuve escondida al lado del umbral, escuchandolas en silencio. Mi hermana consideraba renunciar a su trabajo, y mamá la aconsejaba.
Súbitamente, mi cuerpo se alejó a hurtadillas de la puerta de la cocina, y se acercó a un mueble en el comedor, donde guardábamos vajillas y platería de fiesta. Con completa independencia, mis manos abrieron cada una de sus gavetas.
Arriba del mueble colgaba un espejo, donde pude examinar mi reflejo. No había nada peculiar en mi apariencia, ni en mi expresión, ni en mi mirada. Más allá de mi frente húmeda y perspirada, me veía a mi misma, hurgando con sigilo los contenidos de ese gabinete.
Hasta que, finalmente, saqué un cuchillo de trinchar.
Escondí la hoja en un bolsillo, debajo de mi camisón de pijama, y caminé de vuelta a la cocina. Mi mente pataleaba en pánico, de la forma en que lucharía por escapar de una pesadilla, y mi alma temblaba ante la serenidad con la que mi cuerpo ejecutaba esta coreografía inexplicable. Me detuve en la puerta de la habitación donde mamá y Carola compartían un bizcochuelo, y las observé detenidamente. Mi hermana fue la primera en percatarse de mi presencia.
“¡Ariadna!” dijo Carola, apenas logrando reprimir un grito por la sorpresa. “Casi me matas del susto, ¿qué haces?”
Quería gritarles que me ayudaran, pero mi cuerpo no les ofreció respuesta. Sentí mi quijada y puños apretarse.
“¿Está todo bien Ari-?” empezó a preguntar mamá.
“Cállate maldita puta. Tú no eres mi madre.”
Ambas quedaron atónitas. No encontraban palabras para una agresión tan inesperada. Por dentro, yo sólo quería llorar y rogarles perdón por algo que no podía controlar.
“¿Me puedes explicar qué carajos estás diciendo?” demandó mi madre.
“Te dije que no me hables, maldita. Mi verdadera madre está muerta. Tú la asesinaste”
Mamá se levantó, y mi hermana, pálida, siguió su pauta. Sentí vértigo en mi corazón.
“La mataste a cuchillazos, desgraciada. Le apuñalaste la barriga porque sabías que yo estaba ahí de bebé, y querías matarme a mí también.”
Mamá caminó hacia mí. Vi en sus ojos lagrimosos una rabia que calaba a lo más profundo de su ser, la cual no había conocido antes, y que no he vuelto a presenciar desde esa noche.
“¡Puta asesina!” continué escupiendo. “Debería hacerte lo mismo, y mandarte al infiern-”
Una bofetada hizo voltear mi rostro. Mami no me había puesto la mano desde mi última nalgada, cuando era tan sólo una criatura. Y nunca con esta intensidad.
Al saborear la sangre saliendo de mis encías y deslizándose a mis labios, volví a retomar el control de mi cuerpo. Me arrodillé a sollozar, confundida y desesperada.
Intenté explicar lo que me había sucedido, y al final, sólo logramos acordar que había sido un caso extraordinario de sonambulismo.
“Se te cruzaron los cables, o algo” dijo mamá, sin poder ocultar su amargura.
Y con eso nos mandó a dormir, sin verdaderas conclusiones o respuestas de lo sucedido.
Algo que nunca les he contado, ni a mamá ni a Carola, es del cuchillo debajo de mi camisón. Esperé hasta que estuvieran acostadas para regresarlo al mueble de donde, horas antes, lo había retirado. Al cerrar la gaveta, volví a examinarme en el espejo.
Ya no reconocía por completo mi reflejo. Siempre pensé que en mi interior sólo había juegos, risas, y un cariño insaciable por la gente que quería.
Pero en el espejo ahora veía también una alimaña peligrosa, cargada de una rabia hacia mi familia que no podía explicar. Mi madre también la había visto, y detestaba que ahora le tocaría intentar aprender a quererla como parte de su hija.
Sin mayor razón, abrí la ventana y tiré el cuchillo al monte, lo más lejos que pude. No iba a arriesgar la posibilidad de volver a usarlo. Al día siguiente, mamá me despertó con un abrazo.
“Nunca dudes del amor que te tengo” me dijo, intuyendo que necesitaba escucharlo. Pero sé que le hablaba, también, a esa parte mía la cual la había herido tan sólo horas atrás.
Ni ella ni yo queremos reconocer, al menos no en voz alta, que sabemos que ahí permanece, reprimida debajo de toda mi luz. Incluso cuando más nunca volví a soñar con la oscuridad de las entrañas de mamá.
Lo que significa que tampoco he vuelto a sentir el calor de su vientre, y que cada vez se me hace más difícil recordarlo.