“Sergio, o vienes o te toca caminar al colegio” declaraba mamá casi todos los días de mis últimos dos años de bachillerato. Desde que había empezado a rumbear ya no veía posible levantarme a las seis y media de la mañana, así que siempre estaba tarde.
“Vete mamá, yo camino” le declaraba en respuesta, desafiando su firmeza con un tono despreocupado.
Poco después salía a pie, usualmente con una empanada - mi desayuno - en mano. La caminata de veintisiete minutos a mis clases atravesaba el tráfico tempranero, aceras resquebrajadas, talleres de carros y embajadas. Me agradaba sentir que alineaba el ritmo de mis mañanas con una ciudad que encendía sus motores.
Me cruzaba, también, con más de un perro callejero, de aquellos que en Venezuela llamamos “cacris”, lo cual es una abreviación de “cachorro criollo.”
Mamá no compartía mi simpatía por los animales, lo cual derivó en que jamás tuve ni una pecera con tortuguitas. Mis visitas a casas con perros eran mis dosis de interacción canina, mas si fuera por mí hubiera adoptado a al menos uno de esos cachorros peregrinos que recorrían el vecindario, en búsqueda de alguna basurita con la que llenar sus panzas.
En mi país es sabido que el cacri es un perro leal. Concédele un miligramo de atención y automáticamente te dará su cariño. Es un ser que añora ser leal a algún humano.
En una de esas caminatas, esperando en un semáforo, se me acercó uno. Era de estatura mediana, su corto pelaje un inmundo color mostaza. Veía mi desayuno, un cachito de jamón, con tierna desesperación.
Eran pocas las veces que desayunaba cachitos, una de mis comidas preferidas, pero la genuina mirada de aquel cachorro era irresistible.
“Toma” le dije al mismo tiempo que le otorgué un cuarto de mi bocadito, mucho más de lo que le hubiera dado hasta a alguno de mis amigos.
Seguí caminando, y el cacri me siguió hasta la entrada de mi colegio.
“Ok, te toca quedarte aquí” le dije.
Para mi sorpresa, el cacri se detuvo y se sentó en la acera. Incapaz de contener una sonrisa acaricié su cabeza y entré a mi liceo. Estaba tarde para francés.
Al día siguiente, cuando mi madre volvió a dejarme en casa, y pasé nuevamente por aquél semáforo, ahí me esperaba el perro. Le di la punta de mi empanada de carne y me acompañó nuevamente al colegio. Esta vez se detuvo en la entrada por su cuenta, consciente de que su recorrido terminaba ahí.
El trato, entonces, estaba hecho: yo procuraba partir tarde para encontrar a mi compañero de travesías, y el cacri aguardaba en la misma esquina donde conoció al adolescente que había adoptado como su amigo.
En ocasiones salía sin algo que mordisquear, pues el apuro me hacía olvidar que no había desayunado.
“Lo siento” le decía al perro en la esquina, mostrándole mis manos vacías.
Pero poco le importaba. Aún sin comer me acompañaba hasta la escuela, en donde mi grupo de amigos me recibían con bromas al respecto.
“¿Te acompañó el novio?” me preguntaban entre risas, las cuales yo compartía. “¿Cómo es que se llama?”
Los chistes de Caliche (un patán quien, afortunadamente, ya no es nada en mi vida) eran los únicos comentarios que no me causaban gracia.
“Yo salgo de las rumbas y me pongo a atropellar perros así” dijo el gordo con cara de sapo, chupando de un cigarrillo que escondía de los docentes. “No respondo si me lo consigo después del Le Club.”
Caliche no tenía mucho encanto, lo cual compensaba ostentando la camioneta de su padre, que manejaba a todos lados, y una banal malicia que en mi país aún se celebra como una muestra varonil de poder y desparpajo.
Gente como él actúa así para llenar vacíos irremediables, como lo es el no contar con una verdadera amistad como la que tenía con aquel animal.
Pensando en la pregunta de mis compañeros de promoción, acerca del nombre, me quedé viendo un día el único punto de su pelaje que no era mostaza: una mancha blanca sobre su ojo izquierdo. Y así lo hubiera bautizado, de no ser porque “mancha” me parecía el nombre más común para un perro.
“Tinta” lo nombré aquella húmeda mañana. “Acuérdate que así te llamas.”
Las dos canicas con la que Tinta me miraba brillaban, pensé entonces, con el destello de quien no diferencia palabras sino el cariño de quien las habla.
Una noche también salí a caminar, esta vez con mi amigo Ángel. Andar a pie en una Caracas a oscuras no es buena idea, pero a pesar del sinfín de historias sobre asaltos y secuestros salimos. Salimos porque estábamos borrachos, hambrientos y la reunión de una tal Vanesa del Cristo Rey se había tornado aburrida.
El destino eran los pepitos de Eusebio, afamados por su combo mixto con salsas de ajo y queso. El trayecto tomaría quizás unos treinta y cinco minutos con tal de que tomáramos el atajo a través del centro comercial más cercano a nuestra escuela.
La ruta que en las mañanas me daba tanto placer se tornaba lúgubre y sombría a esas horas. Parecía que los postes de electricidad - la mayoría del tiempo desactivados - eran grifos en lugar de lámparas, de cuyas bocas corrían chorros de penumbra.
“Puta qué caga” nos decíamos entre risas nerviosas, apresurándonos a escondernos de árbol en árbol, como quienes infiltran un territorio enemigo.
A una cuadra del semáforo donde ya habituaba encontrarme con Tinta, se detuvo Ángel, y me detuvo también. Apuntó adelante.
“Espera que hay alguien ahí medio sospechoso” me dijo.
Se me hacía difícil ver en medio de aquella oscuridad, y más porque estábamos parados bajo la única luz de la calle. Pero Sergio tenía razón: había un sujeto en la esquina. Viéndonos, y el que estuviéramos bajo ese halo de luz amarillenta sólo nos hacía más visibles a su mirada.
Pero había algo particular sobre la pose de ese individuo. Desde donde estábamos parecía de extremada baja estatura.
Dimos un paso al frente, para incorporarnos a la oscuridad y ver mejor. El hombre no era bajo, sino que estaba en cuatro patas, como si se hubiera caído y lo hubiéramos sorprendido levantándose.
Algo nos daba muy mala espina al respecto. Decidimos volver a la seguridad de la pésima reunión, procurando ver atrás para cerciorarnos que aquel extraño no aprovechara nuestra retirada para seguirnos.
Por el contrario: lo vimos dar la vuelta a la esquina. Respiramos, pensando que quizás habíamos sido nosotros quienes lo habíamos espantado.
Mas tan sólo una cuadra después de esbozar aquella hipótesis nos cruzamos nuevamente con el sujeto en cuatro patas.
Salió de la esquina y se interpuso en nuestro camino.
Ángel y yo nos sobresaltamos, pero no pudimos correr. Los nervios encadenaron nuestras plantas al asfalto.
El hombre jadeaba de forma exagerada, y no despegaba su atención de mí. Era una mirada sincera, jubilosa, pero también descontrolada. Trató de acercarse y por unos instantes las cadenas en nuestros pies cedieron.
“¡¿Tú quién eres?!” preguntamos en pleno retroceso.
Todo sucedió tan rápido que sólo en ese momento noté que el hombre estaba desnudo, y que baba goteaba de su boca. Su inmunda espalda combinaba con sus rodillas negras, raspadas y curtidas. Parecía apoyar mucho de su peso en sus muñecas, dobladas en posiciones que a cualquier otro humano le hubiera resultado tortuosa.
Avanzó de nuevo a nosotros, su mirada alocada aún en mí, y volvimos a alejarnos de sus cuatro patas.
“¡No te me acerques cabrón!” le gritó Ángel, y el hombre reaccionó de la forma más peculiar: tiró a morder los talones de mi compañero.
Echándose para atrás mi amigo se tropezó, y no me quedó de otra que plantarme frente a el y escudarse de este demente.
El hombre se detuvo, tomó asiento en la calle y me vió. Como aguardando mis órdenes.
Antes de que pudiera hablarle comenzó a susurrar.
Su voz sonaba tensa, con el timbre de unas cuerdas vocales ociosas. Tuve que inclinarme para entender lo que decía.
“Tinta” me susurró a duras penas, desde su húmeda sonrisa. “Tinta.”
Noté entonces que la mancha en su rostro no era otra de las muchas calcomanías de mugre en su piel. Era un lunar, marrón claro, que cubría su ojo izquierdo.
La única diferencia con la manchita de mi cacri preferido era que en el perro era el punto más claro de su inmundo pelaje.
“Tin… ta…” repitió.
Pensé por varios segundos qué responder.
“Vámonos marico” me pidió Ángel. Las palmas de sus manos sangran por la caída.
“Mira… nos tenemos que ir…” le dije al hombre.
Tomé una pausa. Aún no sé porque confié, entonces, que este era el tono con el que debía hablarle.
“Necesito que te quedes acá. Hoy no tienes que acompañarme.”
“¡¿Qué coño hablas Sergio?!” me preguntó Ángel, ya en vías de regresar a nuestro punto de partida. Sin más que decir me apresuré a alcanzarlo.
El regreso era una empinada subida, pero el miedo a lo incomprensible nos hizo completarla con la facilidad de unos alpinistas. Volteamos cada par de metros. El hombre desnudo seguía ahí, sentado en el suelo.
“Serio… ¿Quién era ese tipo?”
“Creo que el loquito que me comentó mi primo” le respondí, sin creer en la verosimilitud de mi propia mentira.
Entrando al edificio de la tal Vanesa me di la vuelta y volví a ver al hombre, a través de la puerta de vidrio. Apoyado en sus cuatro extremidades nos miraba, escondido tras de un árbol en la cuadra de enfrente.
Y una vez cerramos la puerta se dió la vuelta y se marchó.
Fue extraño volver a hacer mi caminata matutina con el cacri. Su actitud no había cambiado, pero la manera en cómo yo la veía se había contaminado por completo. No me quedó de otra que empezar a despertarme temprano, para ir al colegio en el carro de mi madre.
Más nunca volví a cruzarme con Tinta. Ni siquiera lo veía entre las pandillas de perros que a menudo andaban por el municipio.
Lo último que supe del cachorro vino de la inmunda boca de Caliche.
“Ayer se me atravesó tu perro” me contó, pálido, frente a todo el grupo. “Me lo tuve que llevar por delante.”
El idiota se veía y sonaba arrepentido, pero poco me importó. Me levanté y le dí un empujón, antes de que el grupo entero nos separara.
“Eres un maldito” le dije.
Caliche sólo veía al suelo. Blanco como la cal.
“¿Qué? ¿Ahora te sientes mal?”
Nadie había visto a Caliche así de afectado, o corto de palabras.
“La mierda esa gritó” nos dijo con los tonos del espanto. “Era el grito de una persona. Lo sé. Aún puedo escucharlo.”
Prácticamente todos lo acusaron de mentiroso. Yo sólo esperé a estar a solas con él, para demandarle que me dijera exactamente dónde atropelló al perro.
Lo hice para evitar aquella calle por meses, que se convirtió en casi un año. Pues en mi país no limpian las vías públicas, ni remueven los cuerpos de aquellos animales que perecen en ellas.
Sus cadáveres permanecen allí, pudriéndose hasta desaparecer. Como ángeles que se descomponen a la espera su turno para entrar al cielo. O como el alma que aguarda al amigo con quien recorrer este mundo incomprensible, y a la vez tan predeciblemente ruin.