Lo más bonito que pueden hacer los familiares es compartir. Sin apegos, sin deudas, sin vacilaciones. Es uno de los permisos que nos da el cariño.
Poco antes de su fallecimiento papá vivió rodeado de familiares y amigos, y procuró aprovechar cada visita a su habitación en la clínica para edulcorar el amargo proceso con algún chiste o comentario.
“¡Mira!” le decía a mis primos, “te portas bien, o en la noche te visito y te jalo las patas.”
Papá soltaba una carcajada, así los demás no supiéramos cómo reír con él. Y no eran familiares los únicos que recibían una dosis de su humor negro; amigos y viejos colegas también se esforzaron por no palidecer ante sus bromas. “¡Pero bueno vale! ¡No digas eso!” le contestaban, usando una sonrisa como antifaz de su horror.
Era evidente que no quería esconder lo que ya se sabía: estaba mal, muy mal, y no le quedaba mucho tiempo entre nosotros. Abrazar los hechos y reírse de ellos era su forma de aceptarlos.
Por más que quería, yo no podía reír con él. Cada gesto chistoso de su parte sólo me recordaba de lo mucho que lo extrañaría el día en que, súbitamente, se apagara esa chispa en sus ojos.
Ese dolor también afligía a mi hermana Firu, pero de formas mucho más singulares. Toda su vida ha sido capaz de percibir cosas insólitas, energías y toda clase de presencias, y secretamente me confesó que vivía nerviosa: la casa de nuestra niñez, y hasta el mismo aire en su interior, cambiaba con cada hora en la que papá convalecía fuera de ella.
“Dani, siento como si la casa se estuviera preparando… para que papá venga a avisarnos cuando llegue su momento.”
Por la insistencia con la que él usaba su comedia fantasmagórica, y por la sensibilidad peculiar de mi hermana, estaba segura de que ese evento llegaría: más temprano que tarde, el alma de papá pasaría a despedirse. Yo sólo me preguntaba cómo sería. ¿Acaso aprovecharía para obsequiarnos un último chiste? ¿O alguna memoria cálida de su espíritu ligero, la cual nos llevara una sonrisa a los labios antes de una lágrima a los ojos?
A medida que su estado decaía, su humor se hacía más breve. Reía menos, y sólo llegaba a complementar las gracias ajenas con alguna frase. Al poco tiempo tan sólo podía sonreír, o resoplar un suave suspiro en lugar de una risa. Y sin embargo, luchaba por mantener su alegría. Incluso cuando su vitalidad se empezaba a desvanecer.
Ya muy cerca del final, Firu y yo regresamos tarde a casa de la clínica. Le dimos comida a Dalila, la perrita de nuestros padres, y para la cena calentamos un tupperware lleno de pasta, sin decir absolutamente nada. Había sido un día muy difícil.
Al igual que todas las veces que mamá pasó la noche con papá, mi hermana y yo dormimos en la cama de nuestros padres. Nos acostamos en silencio, y caí rendida de inmediato.
Más tarde esa noche, me desperté porque mi hermana lloraba. No había abierto los ojos, pero el sonido de sus sollozos me hacían prácticamente verla en mi mente, tendida al lado mío con la cara empapada y su nariz mocosa.
“Acuéstate a dormir Firu” le dije. “Quédate tranquila, que no va a pasar nada.”
Ella siguió llorando. Escuché a Dalila entrar al cuarto y caminar hacia la ventana.
“Trata de calmarte-”
“Déjame, que estoy hablando con mi papá.”
Sus palabras me petrificaron. Por largos momentos, sólo me atrevía a escuchar su llanto.
¿Era esta la visita para la que me había preparado?
“Firu ya, no digas esas cosas.”
Por dentro mi consciencia me pidió un favor: no abras los ojos.
No abras los ojos, me repetía. No abras los ojos.
“Papá, deja que Daniela te vea… que si no, no me va a creer.”
Apreté la almohada. No abras los ojos.
Pero no pude aguantar, y me atreví a abrirlos. Ahí estaba mi padre, parado al lado de la ventana. Viendo el jardín donde hacía parrilladas, recogía mangos y jugaba dominó.
Volteó a verme y cerré mis párpados, negándome a creerlo. ¿Papá se había muerto?
Al volver a mirar seguía ahí, observandome. Mi mente buscaba excusas para esta visión. Tenía que ser el cansancio, o mi corazón afligido, tiñendo de ilusiones y anhelos el lente con el que veo el mundo. Después de todo, añoraba volver a tener a papá en casa, con nosotros.
Pero su actitud era totalmente distinta a la que hubiera esperado con su regreso.
No hablaba. No tenía ningún chiste o comentario juguetón para nosotras. Solo nos miraba, sin rastros de la cálida sonrisa que todos adorábamos. Su rostro era uno tranquilo, pero también muy triste.
Era un semblante sereno, resignado. En duelo.
Noté entonces a Dalila, sentada a su lado y atenta a cualquier movimiento de su dueño. Papi comenzó a caminar en dirección al baño, y ella lo siguió. La puerta estaba cerrada, pero papá jamás se detuvo, y la atravesó cual fuera una cortina de humo. La perrita, por su parte, se quedó a los pies del umbral, esperando a ver si nuestro padre volvía a salir. Luego de unos segundos, se apartó para montarse en la cama con nosotras. Ya absolutamente despabilada, comencé a sollozar.
“¿Qué fue eso Firu? ¿Se murió?”
Ella no quiso responder mis preguntas. Tan sólo me dijo que papá quería despedirse de la casa, y hacernos saber que estaba bien.
Esperé toda la noche, y toda la mañana, a recibir la llamada de mi mamá o del hospital con la noticia de que papá había pasado a mejor vida. Pero el teléfono nunca sonó.
Y para mi sorpresa, al llegar al hospital papá seguía vivo. Permaneció con vida por un par de semanas más.
Estaba muy callado esa mañana. Su condición había empeorado considerablemente. Al rato de acompañarlo, Firu sostuvo su mano lánguida, y la acarició en silencio.
“Papá…” le dijo después de varios minutos. “Daniela te vió anoche.”
Él volteó a mi, y me dirigió una mirada que me resultó espantosamente familiar. Era, sin lugar a dudas, la misma expresión de horas atrás. Serena, pero inundada de dolor.
“¿Verdad que tú estabas en la casa?”, preguntó Firu.
Papá sólo cerró sus ojos melancólicos, sin ganas de responder la pregunta a la cual todos ya sabíamos la respuesta, y yo salí inmediatamente de la habitación, despavorida.
Me tomó un buen tiempo entender por qué papá nos había visitado, aún quedando semanas antes de morir, y por qué sólo nos vio en silencio, con un desconsuelo tras su mirada que era completamente atípico a su alegre personalidad.
Sólo hoy en día creo saberlo. He aprendido con el tiempo que la capacidad de reír no es lo único que vale la pena compartir, y que esa noche, en medio de su habitación oscura, papá quería mostrarnos lo que no compartía con cualquiera: su tristeza. Sólo a nosotras, sus dos hijas, nos permitió acompañarlo en la soledad de despedirse de su hogar. Sólo a nosotras nos reveló ese lado suyo, tan verdadero como el gracioso y juguetón: el de un hombre que lamentaba tener que dejar atrás su casa, su mundo, y su familia.
Compartir. Sobre todo aquello que otros no quisieran ni contemplar: eso es parte del tejido que une a cualquier familia.