Boris



- Recuento de Jesús, ingeniero -

Ilustración por Flores Solano

Muchos dicen que el ser hijo único debe ser muy solitario, pero me atrevería a negarlo. Al no tener hermanos la atención de tus padres recae completamente en tí, e incluso sientes que les debes compañía a tus progenitores. O al menos esa fué mi experiencia.

Siempre fuí un niño solitario. Claro que tenía amigos (excelentes amigos, cabe acotar), pero jamás sentí el apuro de frecuentar grupos o de tener a alguien a mi lado, y me contentaba si tenía que pasar el fin de semana conmigo mismo. Existe una profunda diferencia entre ser solitario y sentirse solo.

Probablemente, el crecer con Boris saciaba mi sed social.

Boris era un greyhound que mis padres adoptaron un par de años antes de mi nacimiento, apenas habiendo contraído matrimonio. Era un can delgado, de manchas negras sobre un pelaje grisáceo, y con un temperamento noble y callado. Pocas veces lo escuché ladrar, e incluso cuando corría tras su pelota de tenis naranja lo hacía con una diversión templada, sigilosa. Siempre me recordó a una segunda sombra que me acompañaba de arriba para abajo.

Con Boris a mi lado, jamás sentí la necesidad imperiosa de estar con alguien más.

Por ello siempre me vino igual el quedarme en casa durante una tarde lluviosa, como la de ese día. Tenía unos doce años y acababa de terminar un capítulo de Dragon Ball Z, así que me tocaba devolver el tazón de las cotufas al fregadero. En el camino ví a Boris, acostado en una inmensa y acolchada cama para perros, y me senté a su lado para acariciarlo.

Recuerdo haber pasado una eternidad ahí, contemplando las gotas deslizarse por la ventana, y tarareando alguna melodía indefinida; pero seguramente no fué más de un cuarto de hora.

Súbitamente, Boris se despertó y alzó su cabeza. Sus ojos asombrados, como los de un ciervo apuntado por los faros de un coche sin freno, veían directamente a una sección de la pared. Completamente vacía.

“¿Qué pasó Boris? ¿Qué ves muchacho?”

Mi mascota no reaccionó a mi voz. Su atención estaba completamente cementada en esa porción de la pared texturizada de la antesala.

Con la intuición propia de la juventud, supe que la única forma de saber qué había arrestado la mirada de Boris era colocarme a su nivel, y emular sus acciones. Dudo que de adulto me hubiera permitido tener esta idea, pero puse mi cabeza al lado de la suya.

Este esfuerzo sí estoy seguro que duró horas.

Al comienzo me distraía, pero eventualmente discipliné mi atención para anclarla al punto exacto que Boris miraba. La fatiga comenzó a desgastar la nitidez de mi vista, mucho antes de lo que esperaba. Los músculos de mis ojos temblaban al mismo tiempo que la luz heredó los naranjas del atardecer. Estaba decidido en sincronizar mi perspectiva con la de mi perro, como sólo un niño puede con una mascota.

Y al rato, cuando por fin lo logré, entendí perfectamente qué había perturbado a Boris.

Sólo requirió agotar mi visión, perder completo control sobre ella, para entrar en sintonía con aquello que la rigidez del ojo humano pasaría por desapercibido.

La imagen que registraba mi retina se amalgamó en una nube difusa, y el relieve de la pared, de delgadas líneas horizontales, comenzó a alterarse. A hundirse como si algo lo chupara.

Entre las líneas surgió la marca de un rostro, y de un par de manos a sus lados. Como si alguien hubiera plasmado su cara y sus palmas cuando el cemento de la pared seguía fresco.

Su posición me recordó a un ciego perdido que se había tropezado con un espejo, o a un niño pegado de un vidrio, o a un mimo tratando de palpar una caja imaginaria.

Pueden decir lo que quieran, pero no me cabe duda que registré esta imagen, y que Boris lo había hecho también. Fruncí el ceño para interrumpir esta visión, y sequé mis mejillas. El esfuerzo de no pestañear las había bañado en lágrimas.

“Ven muchacho” dije al mismo tiempo que abracé a mi mascota, lo cual la retornó también a la realidad. “No creo que sea alguien malo.”

A las pocas semanas de ver esa forma en la pared, llevamos a Boris a su chequeo anual con el veterinario, donde notaron algo extraño durante la revisión. Exámenes de sangre y rayos X fueron prescritos para nuestro perro de 12 años.

Boris tenía cáncer en el hueso húmero izquierdo.

El médico de animales advirtió que habría que comenzar el tratamiento inmediatamente, y luego de varias semanas la biología intervenida dió su veredicto: Boris sobreviviría este tumor, pero a costa de perder su extremidad zurda.

Es impresionante como su nueva cojera nos mortificaba más a nosotros que al mismo Boris. Una vez acostumbrado a su nueva composición ósea, el perro continuó siendo el grandulón sereno y feliz de siempre. Mi madre tiene razón cuando afirma que los perros no dejan de ser niños, incluso cuando sus cuerpos aceptan la vejez.

Pero hasta con su exitosa recuperación, cada vez que Boris cruzaba aquella esquina en la antesala paraba en seco, y volteaba hacia el punto donde, tanto él como yo, percibimos aquel rostro hundido en el tapiz.

Y enfrente de aquella pared permanecía, en seco, hasta que alguien lo llamara.

Y enfrente de aquella pared, desde la tarde en que comprendí que tras ella se escondía más que concreto y madera, yo sentía una ráfaga de frío inexplicable, o el aliento de alguien que nunca estaba ahí, o el crujir de las tablas de roble a sus pies.

No había pasado año y medio de su remisión cuando Boris fue diagnosticado nuevamente con cáncer, esta vez en la tibia y en la pelvis.

Era un cuadro mucho más severo que el anterior, y la quimioterapia por ende mucho más drástica… quizás demasiado para un perro de su edad. Los greyhounds viven hasta 14 años, y Boris tenía 13.

El veterinario no quería, ni podía, sugerir la decisión más difícil; pero sí mencionó un par de veces la pérdida de calidad de vida que recibiría nuestra mascota.

Y sin embargo, decidimos apostar a un futuro sano. Después de todo, su espíritu y comportamiento alegre no había cambiado.

Ni su hábito de pausar frente a esa esquina, donde yo también sentía la presencia ominosa de algo más.

Esta segunda jornada de tratamientos resultó en una carnicería quirúrgica: removimos una pequeña porción de la cadera de Boris, y prácticamente toda su pata trasera. Tendría que aprender a cojear con la ayuda de una prótesis.

Mas nosotros estábamos felices, porque nuestro amado perrito seguía con nosotros, y él también parecía estarlo… aún cuando, no mucho después, comenzó también a perder la vista, un mal particularmente común en su raza.

Pero, incluso casi ciego, Boris paraba nuevamente a ver fijamente la esquina. Como si sus ojos disfuncionales tan sólo pudieran detectar lo que ahí vivía.

Creo que, hasta en los seres más vitales y animados, llega un punto en el que el malestar del cuerpo triunfa… y tan sólo espera a que el alma conceda también la batalla contra la muerte.

Supe exáctamente cuando ese punto había llegado: El día en que saqué su pelota favorita, y apenas la pudo buscar una vez antes de soltarla, gimiendo y adolorido. Se tiró al suelo, y busqué las croquetas que siempre amó. Apenas agitó la cola, y tuve que llevar a su boca los bocadillos que antes escondíamos de él, en la repisa más alta de la cocina.

Volteé a aquella pared vacía, en la antesala, e imaginé a lo que sea que ahí vivía observándonos, y juzgando mi egoísmo.

Mis deseos de preservar a Boris no eran por él, sino por mí. El niño solitario temía quedarse solo.

Por coincidencia (creo) también me tocaría llevar a cabo este paso por mi cuenta, con apenas 14 años. Mis padres estaban de viaje, pero yo insistí en tomar la decisión de una buena vez. Quería acortar el sufrimiento de mi perro.

La tarde en que Boris murió fue pacífica. Una muchacha, parte del equipo veterinario, vino a casa y alistó todo. Yo pasé la tarde entera al lado de mi mejor amigo, quien no se inmutó ante los preparativos. Parecía saber, y aceptado dignamente, lo que le esperaba.

Traté de ignorar el proceso y enfocarme únicamente en Boris. Puse mi atención en su respiración, en cómo inhalaba y exhalaba, cada vez con mayor lentitud.

“Pronto debería quedar dormido” anunció la veterinaria.

Acaricié su hocico, y lo vi directamente a sus ojos ciegos. No hacía falta que dijera “adiós'' para despedirme. Empezó a cerrar sus párpados, y sus respiraciones comenzaron a disiparse como humo en el viento.

Esperaba contemplar, en cualquier momento, la llegada de una quietud interminable.

De repente, Boris volvió a abrir sus ojos y alzó la cabeza, con un vigor extraordinario.

Algo detrás de mí había atrapado una última vez su atención: la pared texturizada de la antesala. No tuve que voltear para saberlo.

Jamás removí mi vista de él, así que me consta que ya no respiraba… y que lo que escuché a mis espaldas fue la respiración de algo más, acompañada de ese frío y de aquel crujir de las tablas que por meses me habían inquietado.

Y así, sin más, Boris concluyó ese último vistazo, relajó la cabeza, y se permitió morir en compañía de su dueño.