La peor tormenta de nieve que he atravesado en mi vida sucedió, por coincidencia, durante el transcurso de la primera clase de manejo que le dí a mi hijo Jeremy.
Ninguno de los reportes meteorológicos predijo que nuestro pueblo se cubriría bajo una gélida cortina blanca. Jeremy y yo sacamos mi minivan ya avanzada la noche, cuando menos carros y transeúntes repletan el vecindario, y empezamos a dar vueltas por la zona. Nuestras calles son largas y predecibles, y por ende el lugar ideal para recibir las primeras lecciones detrás del volante.
Pero al descender la niebla de hielo ni siquiera la luz de los postes alcanzaba nuestro vehículo, e incluso yo me perdí en la urbanización. Mucho antes de lo que hubiera pensado, terminamos tomando un cruce equivocado e ingresamos a la autopista más cercana.
“¿Cómo salimos de aquí mamá?” preguntó de inmediato Jeremy, una y otra vez.
Estaba aterrado. Sus manos apretaban el volante de la forma en que un náufrago sostendría un salvavidas, y su respiración se había tornado rápida y quebradiza. No podía culpar a mi único hijo: apenas tenía quince años y nunca antes había conducido.
De paso, dos meses atrás su padre nos había abandonado.
“Tranquilo cariño” le pedí a Jeremy con serenidad “baja la velocidad y pégate a la derecha. Ya pronto volvemos a la urbanización.”
Una mañana, sin previo aviso, mi ex marido me sentó en la cocina, después de que nuestro hijo había salido a la secundaria. Me comunicó sin decisión sin trazo alguno de misericordia: otra mujer, una colega, le había robado el corazón. Ella quería mudarse, y la única opción que él veía aceptable era seguirle los pasos. Prometió que visitaría a Jeremy todos los fines de semana.
Pero dos meses habían transcurrido, y seguíamos a la espera de al menos una llamada de su parte.
Y yo, en mis intentos de preservar cualquier vestigio de normalidad en la vida de nuestro hijo, decidí sacarlo a manejar, tal como empiezan a hacer todos los adolescentes a su edad.
Así terminamos en medio de esa autopista oscura, oscurecida aún más por el avasallante abrazo de aquella nevada, que sólo nos concedía ver los dos o tres metros más cercanos al carro.
“¿Cuanto falta mamá?”
“Mantén los ojos en la carretera Jeremy. Ocúpate en estar atento de los otros conductores, ya vamos a salir.”
“Mamá…” me contestó entre el desespero y la frustración. “Sólo veo blanco.”
Debía continuar hablándole, incluso cuando algo en mí quería detener mi respuesta. Todo padre conoce aquella pausa: La que no puedes conceder porque implicaría cederle a tu criatura que tiene la razón; que es uno el que está equivocado.
“Respira mi amor, sé por dónde vamos.”
La verdad tampoco estaba segura de a qué altura nos encontrábamos. Yo también observaba sólo blanco, incluso cuando ser padre, en parte, requiere precisamente lo contrario: ver. Vislumbrar en el horizonte lo que los hijos no pueden reconocer. Hacerles saber que uno ve soluciones y salidas que ellos aún ni son capaces de abstraer.
Pero lo único que como madre podía ver es qué estábamos solos, perdidos, sin siquiera una barra de señal telefónica. También podía ver, desde las imperfecciones de mi memoria, que la siguiente salida estaría a no menos de veinticinco minutos de nosotros.
Pero Jeremy no tenía que saber eso. Tan sólo debía mantener sus ojos abiertos, y su mirada al frente.
“Lo estás haciendo muy bien” le aseguré a mi hijo tembloroso, empleando tonos de confianza. “Si alguien te quiere pasar, déjalo. Conducir no es una carrera.”
Pero a las nueve y diecisiete de la noche parecía que no había más nadie en la autopista, y que sólo nosotros nos habíamos atrevido a salir a desafiar a los elementos.
Eso cambió alrededor de las nueve y treinta y dos de la noche, cuando una figura voluminosa y cuadrada apareció frente a la van.
Le pedí a Jeremy que bajara la velocidad. Era un camión.
“Mantén al menos seis carros de distancia-”
“Ya sé mamá.”
La altanería de mi hijo era un evidente intento de ocultar los nervios que le causaba esta nueva situación. Su padre, quien manejaba entonces una grúa de carros, en más de una ocasión le había relatado acerca de los vehículos que recogía como chatarra, después de ser aplanados por camiones como el que seguíamos aquella noche.
Desde el momento que entramos a la minivan la radio se mantuvo apagada, y en esa oscura vía, detrás de esa enorme gandola, parecía que seguíamos a una silenciosa bestia negra. El feroz rumor del viento y la nevada, la única canción de la noche, digería incluso el ruido de nuestro motor.
De la nada, Jeremy pisó el freno.
“Mamá mamá mamá” repitió una y otra vez, como una sirena averiada.
“¿¡Qué!? ¡¿Qué pasa!?” pregunté alarmada. “¡No frenes en la autopista!”
Jeremy me obedeció, aunque jamás nos detuvimos por completo. Volteé a ver a mi hijo, y a su rostro profundamente alarmado.
“Mira” dijo, apuntando al carro de carga.
Me fué difícil entender a qué se refería. Todo lo que veía era el cuadrado negro del reverso del camión, rodeado por el halo catastrófico de la tempestad.
Lo único que pudo haber asustado a Jeremy, deduje, era la mancha clara en medio de la sombra de ese vehículo. Un cúmulo de nieve, sin lugar a dudas.
Y entonces lo ví, mucho después de mi hijo.
La macha era un hombre joven, apenas un par de años mayor que Jeremy.
La puerta trasera del camión estaba abierta de par en par, revelando la sombría caverna de su interior.
Y al borde de esa oscuridad estaba el hombre, vestido en colores claros. Movía sus brazos con violencia, como si arañando el aire y la nieve entre el camión y nuestra minivan.
“¿Qué demonios hace?” preguntó mi hijo, en pánico.
“No sé, pero baja la velocidad Jeremy.”
“Ya la bajé.”
“¡Pués bajala más! Si el tipo ese se cae-”
“¡¿Cuánto más puedo bajarla?!”
Volteé a ver el velocímetro. Mi hijo tenía razón: apenas rebasábamos los quince kilómetros por hora. Ir más lento en cualquier autopista hubiera sido una demencia.
Pero lo que nos parecía más extraño es que, sin importar cuánto redujeramos la velocidad, el camión permanecía a la misma distancia de nosotros. Como un espejismo anclado a la tormenta, a menos de seis carros delante de la van.
Súbitamente, la distancia se redujo por más de la mitad. Tal cual pasaría si el camión hubiera frenado en seco, lo cual hizo también Jeremy.
“¡Maldita sea!” gritó mi hijo antes de volver a pisar el acelerador, pero cuidando aún más la distancia con la gandola, ahora más cerca de nosotros.
La luz de nuestros faros alcanzaron a ese individuo en el vehículo. Revelaban que sus ropajes no eran una franela, o un pantalón, sino un trapo blanco, similar a un manto.
No dejaba de arañar hacia nosotros, con los ojos abiertos de par en par. A esta distancia ahora podíamos ver que abría y cerraba la boca, dándole mordiscos al aire.
“Vamos a tratar de pasarlo, ¿ok?” le dije a mi adolescente con la mayor serenidad posible, postrando mi mano en su antebrazo.
“Ok… Ok pero mamá, ¿cómo? No veo un carajo.”
Justo entonces el camión volvió a frenar, y con ello se redujo aún más la brecha entre nosotros.
Había ahora, quizás, un carro entre ese vehículo y el que mi aterrado hijo conducía.
Los faros de la van revestían al hombre en una palidez espectral, y daban contorno a la larga cabellera que revoloteaba alrededor de su cabeza.
Algo en mí sentía que sus arañazos y mordiscos podían alcanzarnos.
“¡Mamá!”
“¡Shhh! ¡Jeremy! Escucha, necesito que respires y que pases al camión.”
“!No veo un coño ma-!”
“No me importa, hazlo ya.”Jeremy respiró a fondo, miró al espejo lateral, y de nuevo al frente.
Pero la minivan no se cambió de carril.
“Jeremy, cariño, tienes que moverte” le imploré con severidad antes de voltear nuevamente hacia la gandola.
Fué entonces que ví, con absoluta nitidez, lo que había congelado a mi hijo.
Ese hombre de blanco no era el único pasajero del camión.
Muy al fondo del contenedor, se movían las sombras de más personas. Algunas altas, otras muy bajas. Tan sólo con las débiles luces de nuestro carro podía delinearlas, encontrar el brillo de sus ojos. Contemplar cómo se movían entre ellas, como lombrices en una lata.
Desde mi asiento de copiloto tomé el volante y lo giré hacia la izquierda.
“¡ACELERA JEREMY!”
Y así hizo mi hijo. Aplastó el acelerador y comenzamos a pasar, peligrosamente de cerca, al camión.
Incapaces de predecir que, estando al borde de perder a sus pasajeros de vista, contemplaríamos al colosal vehículo cubrirse en llamas, de arriba para abajo.
Hasta el día de hoy no he vuelto a presenciar una imagen tan siniestra: el fuego revistiendo todo milímetro de aquel camión, desafiando a la nieve que oprimía a nuestro pueblito. Incinerando a cada persona en sus entrañas.
A medida que nos alejamos del coche ardiente, vimos cómo cruzó hacia el lado opuesto por el que lo pasamos. No sabría decir a dónde se dirigía que no fuera los árboles, pero continuó apartándose del camino hasta que la tormenta de hielo desvaneció la luz de su incendio.
Sólo entonces solté el volante, para condércelo de regreso a Jeremy. En su rostro, cubierto de lágrimas, no pude evitar percibir una pincelada de melancolía.
Creo que, aunque él lo negaría, hubiera preferido que esa noche su padre ocupara el asiento del copiloto. Que fuera el otro hombre de la casa quien le asegurara que todo estaría bien.
Todo, por cierto, terminó bien. La tormenta cesó a los pocos minutos de encontrar, finalmente, la salida de la autopista. No sabíamos qué decir o interpretar de todo esto, pero mi hijo mencionó que un profesor de literatura le dijo que las almas en pena tienden a aparecer en carreteras, porque son el lugar ideal para su obligación: existir en agonía, extraviadas de sí mismas.
Llegando a casa de la estación de policía, Jeremy me dió las gracias.
“Por salvarme la vida… y enseñarme a manejar.”
Le dí un fuerte abrazo, en parte para amortiguar un sentimiento de vergüenza que embargaba mi corazón.
Un padre se supone que ve más que los hijos, que entiende más del mundo que ellos.
Todo lo sucedido aquella noche, en cambio, me hizo sentir perdida, sin respuestas. Indefensa.