Baño



- Recuento de Iñaki, ingeniero -

¿Cuál es el afán de nosotros, los hombres, de disfrutar la incomodidad?

Entiendo que hay gustos adquiridos, o que es bueno acumular mucha disposición a resistir las molestias del día a día. Pero eso es distinto a la norma implícita que declara que un verdadero macho no sólo no evita el malestar. Debe buscarlo y expresar placer al recibirlo.

Licores amargos, coleccionar callos y ampollas, golpizas, soportar con risas aquel tobillo inflamado que después se delata como un esguince… ¿Hay en realidad algo grato, sensato o varonil detrás de cualquiera de estas preferencias?

Me hice preguntas similares durante mi primera y única visita a un baño de vapor.

Sentado junto a mis tres mejores amigos supe que todos sufríamos la humedad de esa gran tetera. Lo cual no impedía que expresáramos lo contrario.

“Man, esto es lo que necesitaba” mintió Albert, frunciendo el ceño y luchando por aire.

Callábamos, también, lo raro que nos parecía estar sentados entre extraños quienes, a diferencia de nosotros, no cubrían sus partes privadas con una toalla. Eran todos prácticamente ancianos - mientras que el mayor de mi grupo no había superado los diecisiete - y parecía que una vida de consentir malestares había erosionado su pudor. Así que sin problemas ahí estaban: con sus nalgas y cojones sudando sobre bancos de cerámica, en donde jóvenes como nosotros aprendíamos a apreciar la caldera.

“Si fuera por mí me quedaría tres horas acá” fanfarroneó Jonatán, quien siempre ha sido mentiroso.

A medida que los hombres salían del baño de vapor nuestros alardes se fueron apagando. Ya no había terceros a quien hacerles saber nuestra capacidad de aguante, y más temprano que tarde terminamos sentados en silencio; remojando nuestras toallas en las transpiraciones de los que ya se habían ido.

Sólo entonces comenzamos a comportarnos como niños.

Roberto sopló el vapor en dirección a Albert, quien se levantó para evitar el ardiente ventarrón. Sin perder un segundo hice lo mismo en dirección de Jonathan, y al minuto los cuatro estábamos entablados en cañonazos de vapor.

Lo cual concluyó en mis tres mejores amigos corriendo a la puerta del baño y cerrándola en mis narices. Intenté abrirla, pero Albert, Jonatán y Roberto ponían todo su peso para evitar que yo saliera.

“¡Quítense pajuos!” les dije al otro lado del portón, hastiado del calor.

“Pide cacao” me dijo Jonatán entre risas.

Pateé el portón dos o tres veces veces, esperando que el barullo de mis puntapiés llamara la atención de algún empleado del gimnasio, en cuyo baño de vapor me encontraba atrapado.

“Deja la mariquera y pide cacao” volvió a ordenarme el enano de Jonatán.

Antes de acoplarme a su instrucción regresé a los bancos y retomé mi asiento sobre los charcos de sudor. No tenía la más mínima intención de humillarme, y asumí que ya alguien movería a mis captores de la puerta. Nuevamente: preferí absorber la molestia de deshidratarme a tener que implorar o pedir ayuda.

Podía ver la sombra de mis compañeros, asomada por debajo de la puerta. Para mi sorpresa no se movían. Pasaron varios minutos y los contornos de las plantas de sus pies permanecían puestos. Tan firmes como yo permanecía en silencio.

Eventualmente me paré, y comencé la búsqueda inútil de algún control donde pudiera ajustar y reducir el ardor de aquel baño en el que tenía quizás veinte minutos. Habíamos sido advertidos que el límite eran quince, y recordarlo no hacía más que aumentar mis ansias de librarme de la infernal condensación.

Sin saber que muy pronto estaría agradecido con aquella nube de vapor.

Hurgando debajo de los bancos escuché a alguien.

“Siéntate.”

Me sobresalté. La voz era serena. Profunda y resonante. Con una dureza que delataba una agresión hirviente.

El baño no era el mejor iluminado, su vapor era denso, y el hombre que ahora lo compartía conmigo estaba sentado al otro lado del espacio. Esos tres factores me hicieron difícil detallarlo. Hoy por hoy creo que era calvo, de contextura gruesa y piel morena. Seguramente varias décadas mayor que yo. Lo que sí sabía, con toda certeza, es que minutos atrás sólo yo estaba en el baño.

“Disculpa” le dije “es que ando buscando…”

“Te dije que te sientes” me recalcó, con aquella voz de campana.

Sintiéndome como un niño regresé al banco, y compartí un largo silencio con aquel extraño. Incluso a metros de distancia podía sentir su respiración, laboriosa como un molino. Parecía que compartía el baño con un toro enfurecido, resoplando en su establo.

Mi mirada no abandonaba el contorno de las baldosas en el suelo. No me atrevía a alzar la vista, pues sabía que aquel individuo no apartaba la suya de mí. Continuaba preguntándome cuándo pudo haber entrado al baño, y por un instante se me ocurrió que quizás mis amigos ya se habían apartado de la salida.

Dirigí mis ojos a la puerta. Las líneas negras de los pies de mis compañeros permanecían en su base.

Ya sentía los inicios de unas terribles náuseas y un punzante dolor de cabeza. Sabía que tendría que salir pronto.

“Oiga, ¿mis amigos le dejaron entrar?” pregunté a mi acompañante.

El tipo no respondió. A través del vapor y desde su oscura esquina era poco más que una sombra. Estudiándome. Pensé en un demonio, que aguarda a sus almas en el inframundo.

Finalmente cambié de opinión. Si tenía que suplicar de rodillas a mis mejores amigos para salir lo haría. No pensaba desmayarme con esa compañía.

Pero no pude levantarme.

“Si quitas tu culo del banco te quiebro las rodillas” me rugió la sombra, y por primera vez en mi vida sentí verdadero miedo.

Algo metálico araño la cerámica al otro lado del cuarto.

“¿Te crees muy machito no?” me dijo el viejo. Noté que empuñaba algo en sus manos.

Un martillo. Ni el vapor ni la oscuridad podían ocultar su silueta.

“No te atrevas a gritar por tus amiguitas” me amenazó, prácticamente leyendo mis intenciones.

Por primera vez en mi vida supe lo que era estar indefenso. De vuelta a un estado como la niñez, donde las más frágiles barreras te protegen de las bestias y la crueldad del mundo.

“Por favor” lloré entre susurros, “no le contaré a nadie.”

Su respuesta fue otro campanazo.

“Te voy a mostrar lo que es un hombre de verdad.”

El terror que sentía no pudo haber predicho lo que estaba por contemplar.

El demente alzó el mazo y aporreó el lado de su cabeza. Justo arriba de los ojos.

Un rocío de sangre se disparó de su cráneo, pero ni el más pequeño quejido abandonó sus labios.

Tan sólo bajo el martillo, y su mirada ensangrentada regresó a mi rostro aterrado y confundido.

“¿Qué te parece?” me preguntó la voz de piedra.

“¿Quieres intentarlo?”

Su oferta me hizo pegarme al rincón más lejano a él. Posiblemente hubiera sido más cuerdo correr a la entrada, pero ello hubiera implicado acercarme al hombre, y a su martillo. El miedo, quizás, fue mi gran protector.

“No seas cagón. Ve…”

Con otro ágil ataque volvió a golpear su rostro, esta vez aterrizando el mazo en su boca.

Clack clack clack… clack…

Los dientes caían tan rápido como la sangre chorreaba de su mandíbula.

“¡PARA! ¡POR FAVOR PARA!” grité, entre el terror y la preocupación.

“¿Con quién hablas?” gritó desde afuera uno de los amigos, que al fin estaban preocupados por mí.

“Veya lla mawime… huhhuo” me escupió el extraño, desfigurado y sin boca.

Sin clemencia, comenzó a abatir su rostro.

De lado a lado, machacando la figura de su cabeza calva, en absoluto silencio. Su sangre y los pedazos de testa despegaban de él como un halo corrupto. Con cada golpe la blanca cerámica del suelo y las paredes se marmoleaba de rojo, de sesos, de piel y hueso.

No podía apartar mis ojos de la masacre, pero tampoco podía permanecer callado. Mi alarido fué tan profundo y real que mis amigos abrieron la puerta .

Y en el instante que tomó antes de que el hombre y su sangre desaparecieran, todos lo vimos: la cara de una masa destrozada y machacada, de puro órganos y carne. Lanzó una mirada furtiva a cada uno de nosotros, y se desvaneció en un abrir y cerrar de ojos.

Su partida fue seguida por el impacto del martillo, aterrizando en el suelo.

Reportar el incidente sólo logró que nos expulsaran indefinidamente del gimnasio. La gerencia estaba segura de que habíamos traído el mazo en juego y roto parte del piso donde impactó al caer.

Por años no supimos explicar lo que vimos. Procuramos ir un par de veces a misa para confesarnos, seguros de que nuestros pecados habían invocado al diablo o a algún espíritu maligno.

Fue sólo durante la universidad, tras muchas temporadas sin pesadillas acerca de aquella tarde, que Roberto nos comentó acerca de su primo, quien había empezado a trabajar como entrenador en aquel local.

“Los conserjes del piso le dijeron que hace mucho, mucho tiempo, unos niños encerraron a uno de sus amigos en ese baño de vapor, por horas y horas” relató mi amigo. “Nadie logró abrir la puerta, y el pobre chamo simplemente dejó de responder al rato… pero al parecer cuando la abrieron ya no estaba. Nunca consiguieron el cuerpo.”

Quizás quien me acompañó fue el espíritu de aquel joven, quien en muerte había continuado creciendo en edad y rabia.

Quizás, pienso a veces, quiso advertirme de lo que pasaría si proseguía con mis juegos de supuesta hombría. Ridiculizandome a través de ese acto sanguinario y macabro.

Pero, incluso de haber sido ese el caso, ¿tenía que hacerlo así, de la peor manera?

Alaridos, peleas, golpes, extorsiones, martillazos… ¿Por qué los hombres escogemos tan a menudo desenvolvernos de formas contundentes, y no claras o ajustadas?

¿Por qué apostamos siempre al dolor?