El amor joven es el más puro, por ser el más inocente e impulsivo. Y el amor anciano es el más sabio, pues no se da el lujo de redondeos ni deshonestidades.
Pero hay algo del amor a mitad de camino, aquel atrapado entre los últimos años de la juventud y el acecho de la vejez, que lo hace el más veloz. El de más ímpetu.
Alrededor de los 30 nos duele la sensación de que la oportunidad de un romance juvenil se escurre de nuestras manos, al mismo tiempo que nuestra modesta madurez nos convence de saber lo que queremos. Así es que, ante la primera oportunidad de probar una vez más esa fantasía, nos permitimos tomarla a toda velocidad. Con la ciega convicción de un náufrago que acaba de avizorar el último pedazo de tierra en medio del mar.
Por todo ello el amor a mitad de camino es, precisamente, el más desesperado.
Eric trabajaba en construcción.
Con menos de cuatro meses saliendo, y sin verdaderamente conocernos, estaba convencida de que había dado con el hombre que siempre había buscado: atento, responsable, sereno, sensible, dispuesto a divertirse, determinado y cariñoso. Todo fluía a la perfección, indeteniblemente. En ese poquito tiempo, sin siquiera haber librado y enmendado nuestra primera pelea, no dudaba que me casaría con él. Que sería la madre de sus hijos.
Nunca antes había sintonizado tan fácilmente con otra persona. Conseguimos algo que temíamos haber perdido, por nunca antes haberlo encontrado.
Los dos estábamos de salida de relaciones largas y tempestuosas: Mi novio de cuatro años, quien había decidido mochilear por el mundo indefinidamente, encontró una noviecita en una de sus ridículas travesías; la prometida de Eric (me dijo él) sufría una severa drogadicción que la forzó a posponer repetidamente la boda, y eventualmente cercenar el noviazgo por completo.
Fue en medio de ese duelo, y de lamentar todo el tiempo perdido, que Dios nos encontró para salvarnos el uno al otro de la árida soledad. Como profetas en el desierto, cuya fé finalmente rindió sus frutos.
Lo sabía en mi corazón. Todo armonizaba correctamente.
Planeamos entonces nuestra primera vacación juntos: un viaje a una aldea costera, para pasar la semana santa. Iríamos en mi carro, y el plan era buscar a Eric en la obra donde trabajaba y pasar por su casa, a recoger sus maletas.
Él vivía muy a las afueras de mi pueblo, por lo que siempre venía a mí, para ahorrarme la incomodidad de un extenso trayecto para vernos. Esta sería la primera vez que vería su hogar.
Por fuera, su cabaña residencial parecía mediana, y muy bien mantenida. Prácticamente nueva. Al llegar, Eric sugirió que ni apagara el vehículo.
“Dame sólo unos minutos” dijo al bajarse del asiento de copiloto. “Ya vengo.”
Sin objeción alguna subí el volumen de la radio, y esperé.
Pasaron cinco minutos. Quince. Veintisiete.
Llegando a los cuarenta decidí llamarlo.
El teléfono repicó más de lo necesario, pero eventualmente atendió.
“Alicia” fue su único saludo. Mi nombre jamás había sonado tan seco.
“Hey, ¿pasó algo?” pregunté sin sospechas.
“No me iré de viaje contigo.”
Hubo una larga pausa. Su sentencia me aplanó como un yunque, pero supongo que Eric creyó que hacía falta dejar aún más claras las cosas.
“Pensé que sería evidente,” dijo, “luego de dejarte esperando tanto tiempo.”
Busqué torpemente alguna respuesta, pero no podía completar mis oraciones. Era inédito el hielo en su voz, y abrumadora su frialdad.
“Maneja” ordenó cuando empecé a llorar. “Deberías regresar a casa antes de que oscurezca.”
“¿Entonces qué, Eric? ¿Terminamos?”
Se presentó una segunda pausa, esta vez de más corta.
“No sé…” murmuró, “quizás lo hablamos después. Déjame en paz.”
Con eso, Eric trancó. Manejando de regreso, las lágrimas apenas me dejaron ver el camino.
Esa noche recorrí mi casa incontables veces. Caminé de arriba a abajo cada extremo de la vivienda, acompañada de mis sollozos. Necesitaba atormentarme hasta comprender qué sucedía, llegando incluso a servir comida de más a mis gatos para que no fastidiaran. Me invadían las náuseas, pero carecía de fuerzas para vomitar.
Hasta que, como un cañonazo divino, el recuerdo me vino a la mente: las llaves.
¿Cómo lo había podido olvidar? Recibir una copia de las llaves de la casa de Eric se había sentido como un gran paso para nuestra relación. Pero me las había dado tan recientemente que tardé en recordarlas. Aún no se habían inmortalizado en el inventario de mi vida.
Estaba decidido entonces: a primera hora del día siguiente, me levantaría e iría por segunda vez a su cabaña. Sin su permiso, subiría los escalones de su porche, tocaría una sóla vez la puerta antes de abrirla, y ya adentro lo confrontaría. Merecía recibir la verdad de sus propios labios, cara a cara.
Con ese poquito de sosiego, y con el llavero en mis manos, me acosté. Estaba convencida de que los nervios no me dejarían dormir, pero para mi sorpresa, el peso de mis párpados me sumergió del sopor al sueño.
Cerré los ojos viendo el llavero, su argolla rodeando mi dedo índice como un anillo. La llave de Eric era mi bala de plata para salvar el milagro de esta relación.
Y a mitad de la noche desperté, gracias a la caricia de una brisa que se escabulló en mi habitación. Alguien había entreabierto la puerta corrediza que daba para el jardín, y las luces exteriores, que se activaban con el movimiento, estaban encendidas.
Me levanté inmediatamente para asomarme y saber quién estaba en mi patio.
Un poco más allá del alcance de la luz, vi la espalda de mi novio. Alejándose de mi casa.
“¡Eric!” grité, desesperada por frustrar su escapatoria. “¿Qué demonios haces?”
Volteó hacia mí. Incluso en la oscuridad noté lo sucio que estaba, enlodado de negro. Y lloraba, tal cual un bebé.
“Lo siento” sollozó. “Perdóname Alicia.”
Antes de que pudiera responder a sus disculpas arrancó a correr a toda velocidad, hacia los árboles que perimetraban mi jardín y daban inicio al monte.
Yo, por el contrario, permanecí inmóvil. Petrificada por la confusión, y por el miedo.
Pero también con la seguridad de que ahora tenía el derecho indiscutible de aparecer sin previo aviso en su hogar, tal como él había irrumpido en el mío.
Con esto en mente vi el llavero, aún sostenido por mi mano izquierda, y noté que faltaba la llave de Eric.
Inspeccione los metales en la argolla lentamente, uno a uno; esperando haber confundido su llave con algunas de las mías. Pero fue un esfuerzo condenado al fracaso: había sido removida mientras dormía, y entendí de inmediato la intrusión del hombre que amaba.
El mensaje finalmente me quedó claro: no quería que fuera a su casa, pues no quería volver a verme. Decidí ahí, con miras hacia la oscura arboleda, que respetaría su decisión. Y que me respetaría a mí misma.
Mas no comprendía cómo había extraído la llave de la argolla sin interrumpir mi sueño. Con el sigilo de una sombra dentro de un cuarto oscuro.
A los pocos días, me enteré de que Eric había muerto.
Falleció en su cabaña, junto a una familia la cual jamás me había mencionado: Su esposa, Jennifer, y su hija Tina.
Jennifer era arquitecto. Tina soñaba con ser astronauta.
Eric las asesinó usando un rifle y un hacha, mientras yo lo esperaba en el carro para irnos de vacaciones. Más tarde, esa misma noche, se quitaría también la vida con un tiro.
No me cabe duda de que, cuando invadió mi alcoba, no sólo estaba bañado en lodo, sino también en la sangre de su hogar.
Siempre pensé que era un hombre brillante, preparado, concienzudo. ¿Cómo pudo creer que lograría esconder de mí la desaparición de su esposa e hija?
Al hablar con la policía, les conté de su visita de media noche, cuando vino en búsqueda de su llave. Quien sabe si para matarme también.
Pero los oficiales negaron rotundamente la posibilidad.
“No señora. La investigación forense concluyó que el señor Lopez no volvió a dejar su propiedad una vez se bajó del vehículo. Se suicidó poco después de asesinar a su esposa e hija, cuando aún era de día.”
Quizás, Eric sabía que iría a verlo.
Y al saber también que entraría a su casa, lista para luchar por nuestra joven relación, quiso ahorrarme el espanto de descubrir quien realmente era.