Una maestra que tuve aprovechó alguna ocasión para regalarme un consejo:
“Tus veintes son los años de más trabajo. Acostúmbrate ahora a trabajar catorce, dieciséis horas al día, y a partir de los treinta, cuando trabajes nueve o once, te parecerá suave.”
Pues tengo treinta y nueve años, sigo trabajando catorce, dieciséis horas al día, y aún sigo sintiéndome exhausto y sin vida personal.
No ayuda que he tenido una carrera atípica y ajetreada, en la que he transcurrido la mayoría de mi vida adulta saltando de trabajo a trabajo sin de verdad atinar un gran empleo. Albañil, niñero, jardinero, vigilante… Sólo cuando empecé a tocar guitarra en las misas de mi parroquia, hace tres Navidades, descubrí una labor en la que sentí que valía la pena perdurar.
Pero a mis veintiocho años, cuando sucedieron los eventos que acá relato, pasaba seis noches a la semana encerrado en una disco bar como mesonero.
No era particularmente feliz, pero en ese entonces asumía que el desasosiego no era más que el cansancio habitual del adulto promedio. Sin rechistar entraba al metro durante las primeras luces de la madrugada y volvía usar sus servicios ya muy entrada la noche, cuando la mayoría de los usuarios tenían horas rodeados por sus familias, sus mascotas, sus pasatiempos. Todos los elementos que no tenían cabida en mi vida (eso ha ido mejorando, aunque más lento de lo que hubiera deseado).
Era la última media hora de un miércoles abominable. Una de mis mesas había escapado sin pagar, aprovechando que estaba en proceso de separar la cuenta de sus cuatro comensales. Con una sumisión que ya no existe en mí, acepté el castigo de mi jefe: descontar tres botellas de ron y dos raciones de tostones de lo que sería mi próxima quincena.
Sentado en el metro, regresando a casa, tuve que contener las lágrimas de la rabia. Tenía encima la carga de varios días, cada uno plagado de eventos desafortunados: horas largas, falta de descansos, los súbitos gritos del dueño del restaurante. Un ebrio, a quien me rehusé a servirle más alcohol, me abofeteó sin repercusión alguna. Ninguno de mis compañeros intercedió, y fuí yo quien tuve que pedirle disculpas a mi agresor “por el inconveniente”. Pobre: supongo que mi mejilla dejó su palma en muy mal estado.
Deja de quejarte me repetía en susurros, como un padre severo pero dedicado. Pronto llegas a casa, te bañas y a dormir.
Ducharme era mi única indulgencia. Dejar el agua caliente cascadear por mi espalda huesuda limpiaba mis angustias como sólo lo haría el abrazo de un amigo.
Con mis fantasías de limpieza en mente salí al andén, y un hedor a vómito y barro infestó mis narices.
“¡¿Qué coño ves ramera?!”
El graznido retumbó por toda la plataforma. Una especie de mendigo le gritaba a una muchacha que caminaba con los audífonos puestos.
El individuo, furibundo, caminaba de atrás para adelante. Haciéndole compañía había un carrito de supermercado, abarrotado de bolsas con restos de comida, ropa y no sé qué otro traste o cacharro. Ese carrito era, probablemente, su único amigo.
Aquella amistad sólo era posible, creo, porque las cestas con ruedas carecen del sentido del olfato. El hedor de aquel pobre hombre era insoportable. Tan agrio que sentía mis fosas nasales derretirse. La disimulada prisa con la que el resto de las personas se dirigían a la salida de la estación me hacía creer que tampoco toleraban la pestilencia, empapada en los harapos del inmundo e irascible mendigo.
A unos diez metros de la puerta que me llevaría a los autobuses un par de manos me cogieron por la cintura. Quizás no escuché los pasos de su dueño porque mis oídos retumbaban con la próxima llegada de un tren.
Con una fuerza terrible fuí tirado a un lado.
Intentando mantenerme de pie dí dos, tres, cuatro pasos. El quinto no encontró un suelo en donde apoyarse. El vacío inesperado de saber que vas a caer se disparó hasta mi garganta, y sólo entonces vi al mendigo con los brazos extendidos.
Admirando cómo yo descendía a los rieles de un tren que ya llegaba.
Sentí mi rostro impactar contra el cemento del metro. En otro momento el golpe me hubiera dejado tirado, pero sabía que no contaba ni con un segundo para recibir el dolor. En cuestión de instantes mi vida acabaría, y mi cuerpo sería una papilla atascada entre engranes, placas y tornillos.
Me alcé como un poseído, pero mi espíritu se hundió en un pantano. Los dos faros de un vagón ya estaban a tres saltos de mi.
Cerré los ojos. No merecía morir, pero menos aún merecía ver lo que sería del cadáver que alguna vez se llamó Claudio.
Escuché el grito de una mujer, y luego acero. El chirrido de frenos. Mecanismos chocando una y otra vez.
No sentí dolor. Pensé que quizás había muerto lo suficientemente rápido como para que lo último que quedara de mi fuera la memoria de lo último que escuché.
Y a medida que los ruidos del tren se alejaban, me percaté que aún oía los ventiladores de la estación. Mi cuerpo pesaba en las plantas de mis pies. Los alaridos de otros usuarios me llamaban.
“¡CHAMO! ¡Deja la payasada y salte de ahí!”
Abrí los ojos. Seguía de pie, en los rieles del metro. Con vida.
Una pequeña multitud me esperaba impacientemente al borde de la plataforma, con varias de sus manos extendidas hacia mí.
“¡Viene un tren coño!” me imploró una muchacha. “¡Te vas a matar!”
Aún sin comprender lo qué había pasado trepé con la ayuda de esas maravillosas personas. Ya a salvo me senté en el suelo, donde comencé a hiperventilar. Todo lo transcurrido apenas empezaba a hacer efecto en mi.
“¿Qué pasó con el que me empujó?” jadeé a duras penas.
“Nadie lo vió, seguro se dió a la fuga cuando todos volteamos a ayudarte” dedujo el caballero que me regaló el agua de su termo.
Pero más que saber el paradero del desgraciado que intentó asesinarme necesitaba entender cómo podía seguir con vida.
“¿Ninguno de ustedes vió el tren? ¿Cómo lo esquivé?”
“Estás asustado amigo. Nadie vió nada. Lo que hiciste fué caerte y ponerte de pié, con los ojos cerrados, a esperar… es más: ahí viene el metro.”
La llegada de este vehículo, que todos a mi alrededor también veían, me hizo saltar con su orquesta de silbidos y ladridos de acero.
Por semanas, quizás meses, me costó tomar aquel transporte público sin dar un sobresalto al escucharlo llegar a buscarme. La memoria (o fantasía) de aquella veloz bestia taladrando mis tímpanos, con las luces de sus dos ojos traspasando mi cuerpo, me regresaba de golpe a los rieles en donde la encaré. Donde pensé que mi corta y deambulante vida había llegado a su desastrosa conclusión.
Uno de mis mejores amigos, quien entonces terminaba sus estudios como psicólogo pero hoy en día es dueño de una fábrica, sintió el deber de hacerme entrar en razón.
“Claudio, hermano, no serás un tipo grande, pero tampoco eres un cachorro a la intemperie. Si algo bueno sale de todo esto es que tu cuerpo ahora está preparado para resistir la próxima vez que alguien te ponga las manos encima. Quizás eso fue lo que tu mente quiso hacerte entender cuando fabricó aquel recuerdo del tren… y de un tal mendigo que nadie más pareció ver. ¿No será que, en medio de tu cansancio, alguien te tropezó por accidente, tu perdiste el balance y tu imaginación rellenó el resto?”
Su consejo volteó por completo mi perspectiva. Me hizo entender que recae en mí estar atento de mis alrededores; andarlos con la espalda recta, para inspirar respeto; mantener mis manos libres en caso de requerir sus servicios.
Así, con esa actitud desafiante, continué usando el metro. Seguro no inspiraba respeto ni a las ratas, pero si mi método tenía el más mínimo chance de funcionar, debía hacerme creer que cualquier maleante o degenerado pensaría dos veces en atacarme.
Anduve así hasta otro miércoles, no abominable pero sí eterno. Pisaba la plataforma más tarde de lo usual, y procuré atravesarla a toda prisa.
Esta vez no escuché sus gritos ni sus pasos.
Olfatear su hediondez. Eso fué lo que me hizo voltear y ver de nuevo al mendigo, con sus dedos negros ya estirados para agarrarme.
El mendigo que no existe, pensé en ese instante.
Dí un paso atrás, para esquivar las garras de aquel espejismo, pero de todas formas logró empuñar mi camisa.
Sin pensarlo dos veces, también empuñé la suya y lo empujé con todas mis fuerzas hacia los rieles del tren.
El tipo imaginario se levantó en el largo hueco como si no hubiera recién caído casi dos metros.
“¡Ayuda!” se atrevió a pedirme. “¡Ayúdame!”
¿Cómo te voy a ayudar, si ni siquiera existes? Le contesté en mi mente.
Esta vez los faros brillaron sobre el hombre. La bestia de acero había llegado. Cerré los ojos. Fuera la colisión real o no, no estaba de ánimos de contemplar lo que mi mente imaginaría.
Escuché chirridos… y luego al tren detenerse.
Todo proseguido por gritos.
“El metro le dió a alguien… Dios mío” dijo una abuela a pasos de mí, persignándose.
Volteé y mi mirada encontró, tal cual un imán, el carrito de acero. El único amigo de ese pordiosero que, a diferencia del único tren que aún creo me ha arrollado, había resultado ser real.
Las cámaras de seguridad captaron al tipo tratando de empujarme, lo cuál me protegió de cualquier juicio. Mi contraataque era sin lugar a dudas un acto de defensa propia.
Aunque un poco más de una docena de personas vieron lo sucedido, y equipos médicos llegaron con bolsas negras para levantar al cadáver, ni un sólo rastro del cuerpo fue hallado.
No sé qué significa toda esta secuencia de eventos, o porqué vi o no ví todo lo que acá relato. Pero la última palabra de aquel hombre, espíritu o ser imaginario, reside en mi cabeza.
“¡Ayúdame!”
Supongo que hasta el dueño de la vida más miserable no quiere perderla.
Si un mendigo es capaz de cuidarla así no debe ser mucho pedir que yo, quien tan sólo está desorientado, sin recreo y exhausto, haga lo mismo con los días que aún me quedan. Que defienda y honre, lo mejor que pueda, el tiempo que me resta ante la muerte que, tal cual un tren sin frenos, hacia cada uno de nosotros se aproxima.