Actos



- Recuento de Rogelio, músico -

Tengo una familia grande. Además de mis padres crecí junto a dos hermanos y cuatro hermanas, todos mayores que yo.

Mi familia entera puede corroborar lo sucedido. Aún cuando nadie posee las respuestas, cada uno recuerda tanto el primer acto como el segundo.

Fue un día precioso, idílico. El parque del Este estaba atiborrado de gente que, como nosotros, sólo ansiaba despejarse y pasarla bien durante aquel sábado que parecía eterno. Las nubes se habían apartado para permitir al cielo lucir ese profundo azul celeste que sonrojaría nuestras mejillas. Tenía nueve años, pero aún recuerdo el suave ardor hacia el final de la tarde, comenzando a murmurar detrás de mis cachetes.

La cesta de picnic cargaba clásicos familiares: los sándwiches de ensalada de gallina y mucha tocineta de papá, acompañados por las palmeritas y polvorosas de mamá. No podían faltar los tostones y un enorme termo de gélido té con limón, cuya dulzura y acidez nuestros padres continúan perfeccionando.

De los agasajos aquel refresco era mi favorito. Como si se tratara de un elíxir tomaba dos, cuatro, a veces hasta siete vasos en una sola tarde. Pero mi trago predilecto quedaba entre los últimos centímetros del termo, donde los sabores se concentraban con mayor potencia en un melado que hoy en día, probablemente, me resultaría empalagoso.

A mitad del último vaso de aquel día una sombra se acercó a nuestro mantel en la grama.

“Buenas tardes caballero” dijo la figura a contraluz. “¿Cómo la pasan hoy?”

Miré al suelo, asumiendo que era un mendigo. Nada fuera de lo común.

“Bien gracias” contestó mi padre a la sombra.

El hombre no respondió, al menos no por varios segundos, lo cual me hizo ver hacia arriba. Su rostro delgado y de pelo largo asentía, observando a toda la familia con atención.

Luego de una pausa pesada volvió a hablar.

“Bueno, en este lindo día quiero enseñarles un truco.”

Volteó a mi hermana mayor.

“¿Te gustan los monos?”

“No” le respondió, “me dan miedo.”

A pesar de la desaprobación el hombre corrió al árbol más cercano. Con tan sólo un salto, que rebotó en el tronco de la planta, alcanzó una rama que guindaba a unos 4 metros de la tierra.

Y con la facilidad del mandril que ostentaba imitar, el hombre se enganchó del árbol, colgando tan sólo por el empeine de sus pies.

No me había percatado hasta entonces de lo larga que era su melena. El tipo extendió sus brazos, para presentar su osadía. Mi familia lo veía en silencio, sonriendo incómodamente.

“¡Tico! ¡Tico! ¡El mono más bonito!” vociferaba aquel extraño como un niño en drogas, que empezó a columpiarse con un impulso inexplicable, usando tan sólo la fuerza de sus pies. De no ser un acto tan inquietante nos hubiera parecido asombroso.

“Su cuerpo pesa, ¡pesa! Pero miren cómo cuelga“ dijo en el mismo tono infantil.

De repente, el supuesto “Tico” dejó de ondear de atrás para adelante y me señaló.

“Tú, chamín. ¿Cómo te llamas?”

Sentí la mano de mi madre posarse sobre mi espalda. Como adulto sé que su intención era pedirme que ignorara la pregunta, pero como un niño menor de diez años asumí que intentaba recordarme de que era maleducado no contestarle a un adulto.

“Rogelio” respondí.

“Rogelio, ¿eso es té con limón?”

Eché un vistazo a mi vaso, como si no supiera lo que tenía todo el día tomando.

“Sí.”

El hombre extendió su mano.

“Dame un trago. Para que vean que puedo beber hacia arriba”

“Es que ya no le queda” mintió mi madre, con un risa tan falsa como cortés.

“¿Y a mí qué me importa? O me da o no me bajo de acá” declaró con desenfado.

“Ya niños, ignoren a ese loco” susurró papá.

Sabíamos que nada nos pasaría, pues estábamos con nuestros padres, pero no podíamos predecir hasta qué punto aquel tipo cumpliría su palabra: al casi concluir una hora ahí permanecía, colgado cual fuera la única la única fruta de aquel árbol.

Nosotros proseguimos nuestra merienda con aquel espectáculo de trasfondo, incluso si nos resultaba imposible volver a sentirnos verdaderamente cómodos. Sin ganas de perder más tiempo, o dar explicaciones innecesarias, mamá empezó a empacar y nosotros no dudamos en ayudarla para irnos lo antes posible.

A nuestra partida el hombre seguía ahí, listo para aterrizar sobre su sonriente rostro en caso de resbalarse.

Y es que viéndolo sólo podía pensar en esa posibilidad. Jamás me han gustado las alturas, e incluso los recintos con techos excesivamente elevados me siguen dando vértigo. Lugares como las iglesias, que en su afán de asemejarse a la casa del señor se construyen con arcos que parecen las costillas de un coloso. Sitios como la casa de mi niñez, en cuya sala de casi nueve metros de altura cuelga una viga en la cual Jacinto, uno de mis hermanos, se trepó a través de una ventana antes de tropezarse y caer, de milagro, en un sofá; la travesura le costó meses con un yeso, y supongo que de ese sangrero nació mi miedo irracional.

Después del parque el resto del día transcurrió con tranquilidad. Seguro vimos televisión, o jugamos algún juego de mesa, antes de cada uno retirarse a su habitación para dormir.

Mis amigos envidiaban que siendo el menor jamás hubiera tenido que compartir mi cuarto con alguno de mis hermanos. Cómo negarlo: disfrutaba saber que poseía mi propio rincón del planeta. Unos cuantos metros cuadrados que, con el cerrar de una puerta, me hacían sentir intocable.

Pero había días, como aquel sábado, en los que lo último que quería era aislarme.

El truco de Tico no escapaba de mi memoria. Su gentil orden retumbaba en mis oídos.

Dame un trago.

El recuerdo me apresuró a lavarme los dientes y ponerme la pijama. Mientras más rápido estuviera en mi cama más pronto me dormiría, y en la mañana todo sería tan sólo un peculiar recuerdo.

Escupiendo la pasta de dientes en el lavamanos escuché a mis padres llamarme. Me pareció raro, pues ellos se habían retirado a dormir mucho antes que yo. Quizás, asumí, el llamado era producto de mis nervios.

Cerré el grifo y permanecí de pie, escuchando con atención.

Nada.

Proseguí a secarme las manos minuciosamente. No quería admitir que estaba postergando dejar atrás la seguridad de mi baño y su luz encendida, a sabiendas que me aguardaba la oscuridad de mi habitación.

Me insistí, sin embargo, que ya no era un pequeñín. Debía comportarme como un tipo de casi diez años, capaz de apagar la luz de su baño, dirigirse a su cama y acostarse.

Y entonces, resuelto, así hice. Comencé pasando el interruptor de mi baño.

Las luces apenas habían muerto cuando escuché de nuevo mi nombre.

“Rogeeeeelio.”

Sí: la voz era adulta.

No: no era de mis padres. Ni venía de afuera. Se encontraba en mi habitación.

“Te puedo ver Rogelio. Sal.”

La puerta de mi pequeño imperio estaba cerrada, y dentro de él había alguien. Conmigo.

“Rogeeeeeeelio.”

No tenía idea de cómo escapar. Consideré cerrar el baño y gritar por ayuda, pero la puerta no tenía seguro, y en más de una ocasión mis hermanos mayores la habían abierto a pesar de mis esfuerzos por sostenerla. Evalué la posibilidad de saltar por la ventana al lado del retrete, pero no sabía si me asustaba más caer a un barranco desde un segundo piso o encontrarme con el intruso en la oscuridad.

Opté por correr al cuarto de mis padres, sin mirar atrás.

Pero saliendo disparado del baño no conté que vería a los lados, y algo detendría de golpe mi escapada. Como un relámpago agarrándome desde los cielos.

De mi clóset entreabierto se asomaban las puntas de siete u ocho dedos, en la ranura entre su base y el suelo.

“Pssst Rogelio.”

Los dedos abrieron el clóset. Me encontré con la sonrisa que por casi una hora colgó al revés del árbol en el parque.

“Aún tengo sed” me dijo el hombre mono.

Corrí. Agradezco a mi instinto por reanimar mis piernas con una velocidad sobrehumana que me llevaron en segundos al cuarto de mis padres, en donde entré, cerré la puerta y grité para despertar a todos en la casa.

Por supuesto que nadie me creía. Todos pensaban que el hombre del parque, que a todos había perturbado, aterrorizaba mi imaginación. Yo seguía agitado por lo que acababa de presenciar, pero tenía la necesidad imperiosa de dejarme convencer por la suposición de mis familiares.

“Maldita sea ese tipo hermano” exclamó Papá bajo su aliento. Jacinto me dió permiso de dormir en el colchón que salía de la gaveta de su cama, y yo acepté la propuesta sin titubeos.

Las luces volvieron a apagarse y todos regresamos a las habitaciones. Mamá y Papá me dieron un fuerte abrazo, al mismo tiempo que me aseguraban que nadie entraría a casa.

Qué cruel el humor de esta vida, que en ese preciso instante escuchamos a mi hermana gritar desde la sala.

Todos corrimos a ver qué le pasaba. Las palabras apenas escapan de su boca.

“Mam-... Papá… Pa, el tipo del parque. Está aquí.”

Papá le preguntó dónde, y al escuchar la respuesta se apresuró a su cuarto, de donde volvió a emerger en cuestión de segundos con un revólver, que hasta entonces sólo mamá sabía que teníamos en casa.

Papá se dirigió, y el resto de nosotros desobedecimos su orden de quedarnos atrás.

“¡¿Qué hace usted acá?!” gritó papá, apuntando su arma al techo con nueve metros de estatura.

De la viga de madera, aguantado sobrenaturalmente por sus empeines, colgaba el hombre. Como un candelabro endemoniado.

Su segundo acto había comenzado.

Había algo diferente en su rostro, pero la oscuridad me hacía difícil precisar qué.

“Tengo sed” nos decía de la misma boca de donde gotas y hebras de baba chorreaban al suelo. “Rogelio me debe un té con limón.”

“¡No le hable a mi hijo y bájese!” le ordenó mi padre, una y otra vez. “¡La guardia está en camino!”

Retorciéndome con mi familia comprendí qué había de distinto en la cara de este intruso; al parecer al mismo tiempo que el mayor de mis hermanos.

“Papá, mírale la boca” dijo.

No era sólo la boca de Tico la que había cambiado, sino todo su rostro. Venoso e hinchado por la sangre acumulada en la cabeza, sus ojos parecían las cáscaras de dos huevos a punto de ser puestos.

Y entre los dientes de esa gran sonrisa había algo queriendo salir, empujando para escapar del cuerpo.

Tanto mi hermano como yo juramos que era uno de sus órganos, jalados hasta ahí por la gravedad.

“Pesa…” decía el colgado, incluso con su boca llena. “Pesa…”

“¡Bájese carajo!” le gritó mi madre al hombre. Ninguno de mis padres querían ver qué pasaría si perdía su agarre.

Mas no pocos segundos después lo perdió.

Y el impacto, liderado por aquel rostro a punto de estallar, sólo puedo describirlo como una contradicción.

El sonido retumbó por los pasillos de la quinta, como el golpe de un saco de piedras, o el estallido de un gran cañón.

Pero en lugar de vísceras y derrames, el cuerpo continuó cayendo. Atravesó el suelo como una sombra siguiendo su camino.

Persignándonos y aún en nuestras ropas de dormir corrimos a nuestra minivan, urgidos de pasar la noche fuera de casa. Papá dejó incluso una cruz de madera, habitualmente decorativa, en el suelo. Al regresar nadie movió el crucifijo, el cual permaneció ahí por meses.

A veces, cuando visito a mis padres, escucho aquella viga de la sala rechinar. El sonido me lleva a preguntar, en tonos medianamente jocosos, si quizás Tico aún quiere su té con limón; mis familiares, siempre cortantes al respecto, clausuran el tema asegurando que la casa es vieja y es de esperarse que sus estructuras se quejen.

Supongo que no es fácil admitir que algo tan dantesco, como aquellos dos inexplicables actos de desquicia humana -o inhumana- ahora son parte de la estructura y memoria que comparten tres hermanos, cuatro hermanas y dos padres sin respuestas.